Para quienes no
han visitado Australia, comprender las distancias, la vastedad del continente,
resulta difícil. Si llegas al país en avión, cuando el aparato procedente de algún
aeropuerto asiático o del Oriente Medio empieza a volar por encima de la costa
del noroeste, has de saber que te quedan todavía cuatro horas y media hasta
llegar a Sydney o Melbourne. Esas cuatro horas y pico, el avión va a estar
cruzando la enorme extensión desértica del corazón de Australia.
Leerse este libro
de Steve Morton equivale prácticamente a hacer una asignatura de un curso de
posgrado en ecología del desierto australiano. Es, en cierto modo, un libro de
texto a la vieja usanza, con la salvedad de que el autor incluye anécdotas
personales y valoraciones subjetivas sobre el tema que trata. Morton adora los
ecosistemas de los desiertos australianos, que son numerosos, bastante
diferentes entre sí y completamente diferentes de otros desiertos, tanto los
septentrionales (p. ej., el Sahara) como meridionales (Atacama).
En poco más de doscientas cuarenta páginas Morton sintetiza décadas de investigación, trabajo de campo y decenas de miles de horas de observación y estudio. En nueve capítulos, el ecólogo analiza la flora, la fauna, los suelos, las masas de agua, su creación, persistencia y desaparición y las consecuencias que ésta tiene. Dos elementos son constantes en la explicación que da Morton de los desiertos australianos: 1) que la impredecibilidad de la precipitación lluviosa marca el curso de la vida de prácticamente todas las especies de los seres vivos en estos lugares; y 2) que la gran carencia en nitrógeno y fósforo de los suelos del interior de Australia ha determinado la evolución de la flora, que a su vez influye de forma decisiva en la fauna a la que da cobijo y alimento.
En años recientes
se ha hecho más que evidente que la atmósfera del planeta se está calentando, y
Morton incluye la siguiente advertencia hacia el final del libro: «El impacto
del calor estival es agobiante para los seres humanos, puesto que el tamaño de
nuestros cuerpos hacen difícil el esconderse del sol y del calor. La
supervivencia depende de nuestra capacidad para cobijarnos del sol, que resulta
ser el principio adoptado por la mayoría de los animales de la Australia árida.
Los animales más pequeños, tanto los invertebrados como los vertebrados, se
ocultan en madrigueras y oquedades, y muchos de ellos limitan su actividad a la
noche. Los mamíferos más grandes —el ganado, los dingos, los humanos y los
canguros— deben buscar la sombra de árboles o cuevas. Las aves son inusualmente
resilientes al calor porque su temperatura corporal normal de 41ºC es tres
grados superior que la de los mamíferos, lo que les otorga un colchón
envidiable; aun así, las aves comienzan a sufrir a temperaturas superiores a
los 45ºC. Durante el día, el estrés térmico del verano es un riesgo constante
para los animales vertebrados activos». (p. 229, mi traducción)
Australian
Deserts ofrece una
abundancia de detalles sobre especies, lugares e interacciones entre los
distintos componentes que integran ese ecosistema que describe. Y destaca
especialmente la importancia que el fuego como técnica de dominio del medio
ambiente ha tenido en la antiquísima cultura indígena: «Con frecuencia, los
debates en torno al fuego implican una mezcla de ciencia y cultura. La gente de
ascendencia europea muchas veces albergan muchas dudas respecto al fuego:
parece una creencia implícita que una tierra ennegrecida es algo malo. En
cambio, recuerdo ver el gozo en los rostros de las mujeres Warlpiri en Papunya
mientras iban prendiendo fuego para luego cazar varanos gigantes, y así hacer
una buena limpieza del terreno. Pienso que sería prudente intentar comprender
el lugar por sus propios méritos en vez de reflejar inconscientemente una
cultura septentrional europea que todavía se está adaptando a la realidad de
una Australia que es propensa al fuego. La tierra donde crece la hierba spinifex
arde porque es lo que ha hecho durante millones de años. La gestión de las
extensiones altamente combustibles y muy poco pobladas de los desiertos
occidentales australianos requiere un cierto grado de aceptación de incendios a
gran escala». (p. 67, mi traducción)
A veces sorprende
con propuestas que parecen ser contrarias al espíritu ecologista del que hace
gala en todo el libro: «La introducción de más escarabajos peloteros casi
seguro ayudaría a reducir esta peste [las moscas del outback
australiano]. En el sureste y suroeste de Australia, se produce una mayor
mortalidad de moscas allí donde los escarabajos peloteros introducidos son
abundantes, porque sus actividades causan que los excrementos se sequen más
rápido y se mueran los huevos y las larvas. […] A lo sumo, los escarabajos
peloteros reducen a la mitad la duración y la intensidad de las plagas de
moscas. Los que vivimos en el Outback nos beneficiaríamos de que se
introdujese una mayor gama de escarabajos peloteros». (p. 139, mi traducción)
Es un maravilloso
compendio de estudio, erudición y observación que tardará muchos años en ser
superado.
El diablo espinoso o móloc se hidrata, es decir, bebe, a través de la piel. ¡Quién pudiera hacer lo mismo! Fotografía de Ian Brennan. |