25 oct 2012

Reseña: El comienzo de la primavera, de Patricio Pron


Patricio Pron, El comienzo de la primavera (Barcelona, Mondadori, 2008). 247 páginas.

En la página 185 de El comienzo de la primavera, el narrador omnisciente apunta que “Si Dios es un narrador, pensó Martínez, seguramente es uno pésimo, ya que mezcla los datos, desordena encadenamientos de hechos que de otra manera resultarían comprensibles a primera vista. Un maniático jugador de crucigramas, se dijo”.

Para todo aquel que aspire a ordenar lo que entienda como realidad (tan caótica como es, que nadie lo dude) y otorgarle visos de verdad, esta novela del argentino Patricio Pron no es nada recomendable. Si ese Ser Supremo (o lo que sea, cada cual que crea en lo que quiera – allá cada cual) es un aficionado a los juegos y cruza los datos de forma aleatoria, podríamos decir que tratar de darle sentido al caos es un tarea fútil. Que lo es. Por suerte, Pron no es ese pésimo narrador, ni mucho menos.

Martínez es un traductor argentino que se ha emperrado en hablar con un oscuro filósofo alemán llamado Hollenbach, autor en su juventud académica de una obra titulada Betrachtungen der Ungewissheit (Reflexiones sobre la incertidumbre), y que Martínez quiere traducir al castellano. Toma clases de alemán en Buenos Aires que devienen en una relación sexual con su profesora, y a pesar de recibir tres cartas de Hollenbach que buscan disuadirlo, Martínez se sube a un avión y acude a Alemania. Pero cuando llega a Heidelberg, Hollenbach parece haber desaparecido de la faz de la tierra. Su paradero es un enigma, y las pistas que personas que dicen haber conocido al filósofo son, en el mejor de los casos, vagas, y en el peor, falsas. ¿Quién le está tomando el pelo a Martínez?

Dejando de lado el (supuestamente) laberintico argumento en clave detectivesco de esta novela, con sus indudables guiños a Roberto Bolaño, Pron deleita a mi parecer al lector con una novela de la cual podría argüirse que el tema es la estructura. O dicho con otras palabras: la estructura narrativa se erige por encima del conjunto, se superpone a todos los demás elementos temáticos (la concepción de la Historia como una suma de discontinuidades en vez de una serie continua de eventos, o el asunto de la mentalidad culpable en la sociedad alemana de fines de siglo, entre otros), lima sus aristas y suaviza ángulos inverosímiles hasta integrar todo lo anterior en una narración extraordinaria, singular y cautivadora.

Contraponiéndose al periplo del joven argentino, que viaja de ciudad en ciudad y va de encuentro en encuentro con personajes a cada cual más enigmático y displicente (el relato de las dos incursiones ilícitas en el edificio de la Facultad de Filosofia en Heidelberg y de sus dos encuentros con el alcohólico Hausmeister es fascinante), hay otro eje argumental situado en el pasado, antes de la Segunda Guerra Mundial, una especie de espejo narrativo que Pron utiliza con maestría, haciendo avanzar las dos tramas – es decir, las dos historias – hacia un punto de conexión final. Es una arriesgada estrategia narrativa, pero da unos muy buenos resultados.

Habrá lectores a los que la propuesta de Pron no les satisfaga un ápice. Habrá quien ponga objeciones a su estilo de largas oraciones interrumpidas a veces por aparentemente ilógicos paréntesis, o la interposición de eventos secundarios en mitad de la narración de algún episodio clave. Nunca llueve a gusto de todos.

El pasado es resbaladizo, como ese lago helado que describe la mujer de Hollenbach; cuando en él se abre un agujero, se nos revela la inmundicia que hay debajo de esa superficie, ese espejo que no nos permite ver lo que hay detrás. El lago se deshiela y se vuelve a helar año tras año: lo que viene a confirmar y a reforzar esa extraña idea, la discontinuidad de la historia/Historia.

16 oct 2012

Reseña: Machine Man, de Max Barry


Max Barry, Machine Man (Nueva York: Vintage, 2011). 277 páginas.


Una de las ideas más inquietantes (y también atractivas) del filme ya clásico Blade Runner era la posibilidad de que los replicantes (casi a todos los efectos, robots) se aproximaran tanto a la perfección que resultaran humanos. A lo largo de la historia han sido muchos los seres humanos (especialmente en el campo científico) que han buscado mejorar el cuerpo humano, de una manera u otra. En el género de la ciencia ficción hemos asistido al nacimiento de robots, androides, cyborgs, replicantes, etc.

No debemos tampoco olvidar que etimológicamente ‘robot’ tiene como origen la palabra checa que designa ‘esclavo’. La cuarta novela de Max Barry, Machine Man, navega entre la sátira despiadada y la comedia negra. Cuenta en primera persona la historia de un ingeniero, Charles Neumann (el apellido no es una coincidencia).

Neumann, que trabaja para una gran empresa llamada Better Future (los ecos del mundo deshumanizado de dos de sus anteriores novelas, Company, y Jennifer Government, ya empiezan a sonar) pierde una pierna en un accidente de laboratorio. Tras la cirugía, comienza la rehabilitación, pero Neumann solamente ve en las prótesis que le ofrecen soluciones inadecuadas a su problema. La biología humana no es mejorable: la tecnología, en cambio, sí puede perfeccionarnos. ¿A qué precio?

Decidido a sacar el mayor partido de su nueva situación, Neumann acepta la propuesta de Cassandra Cautery de desarrollar toda una gama de prótesis y productos que mejoran el cuerpo humano. Obsesionado con crear una pierna que mejore la biología humana (tan falible), Neumann decide utilizarse a sí mismo como cobaya, y provoca un segundo accidente para perder su otra pierna.

Video del trailer de Machine Man, un trabajo del propio Max Barry

¿Objetivo logrado? ¡Quia! ¿Para qué pararse en un par de piernas cuando todo el cuerpo es, sencillamente, mejorable? Neumann se justifica así:

“Tener una sola pierna es poco práctico,” expliqué. “O uno usa un sustituto artificial que intenta imitar la pierna real, lo cual es esencialmente imposible, y le limita a uno a las capacidades de la prótesis. O bien, uno se construye una pierna prostética realmente buena; pero entonces uno se queda clavado con un miembro biológico, que no puede estar al mismo nivel. Imagínate un coche que usase la pierna del conductor en lugar de una rueda. Llega un momento que la biología se vuelve ridícula.”

Otro de los aciertos de Machine Man es, en mi opinión, el estilo: Barry escribe sin adornos, con los tecnicismos necesarios dada la temática de la novela, pero sin hacer un uso excesivo en ellos. Una farsa moderna, absurda, original y sobre todo, muy actual, con divertidísimas incursiones en lo grotesco y en el subgénero de los superhéroes, en la que el blanco de la (no tan) velada crítica es la avaricia empresarial que antepone los beneficios a la vida del ser humano.

Una de las cosas curiosas respecto a Machine Man es que Barry desarrolló la novela como una serie en línea de la cual publicaba unas pocas páginas de borrador cada día, y en un constante diálogo con los muchos seguidores de su blog (maxbarry.com). Es muy posible que esa modalidad de gestación literaria haya influido en la estructura narrativa, con elementos un tanto dispersos y no tan acabados como en sus novelas anteriores. La sátira en Machine Man resulta más sórdida, menos desenfadada e iluminativa que en Jennifer Government, por ejemplo, y la  al parecer inevitable  inclusión de una trama secundaria con tintes de romance (la relación de Neumann con la técnica protésica que le atiende tras el accidente inicial, Lola Shanks – shank, en inglés, significa ‘pata, pierna’) aporta momentos de melodrama, con contrastes muy bien logrados.

Con frecuencia observo a muchas personas que se comportan como si sus teléfonos ‘inteligentes’ fueran un apéndice más de su cuerpo, y que exhiben terribles síntomas de dependencia de esa tecnología. ¿Serían capaces de injertar uno de esos dispositivos en su cuerpo, para no tener que separarse nunca de ellos? Me temo que, en más de un caso, tendríamos voluntarios dispuestos a someterse a la prueba: como el propio Charles Neumann.

Te dejo ahora con mi traducción de las primeras dos páginas de Machine Man:

Cuando era niño quería ser un tren. No me daba cuenta de que eso era algo inusual —que otros niños jugaban con trenes, no a serlos. Les gustaba construir vías y lograr que los trenes no descarrilaran. Ver cómo cruzaban túneles. No lo entendía. Lo que a mí me gustaba era fingir que mi cuerpo eran doscientas toneladas de acero, imparables. Imaginar que yo era pistones y válvulas y compresores hidráulicos.“Tú lo que quieres decir es robots,” me dijo mi mejor amigo, Jeremy. “Lo que quieres es jugar a robots.” Nunca lo había visto de esa manera. Los robots tenían ojos cuadrados y movían sus brazos y piernas espasmódicamente, y normalmente querían destruir la Tierra. En vez de hacer una cosa bien, lo hacían todo mal. Tenían un fin general. Yo no era aficionado a los robots. Eran máquinas malas.


***

Me desperté y busqué el teléfono, pero no estaba allí. Palpé la mesilla de noche, metiendo los dedos entre novelas que ya no leía porque una empiezas a leer libros electrónicos ya no puedes volver a los de papel. Pero el teléfono no estaba. Me enderecé y encendí la lámpara. Me metí debajo de la cama, por si el teléfono se había caído durante la noche y había rebotado de un modo raro. Tenía la vista borrosa tras dormir, así que barrí el suelo con los brazos trazando arcos llenos de esperanza. Levanté el polvo y empecé a toser. Pero no dejé de peinar la superficie. Pensé: ¿han entrado a robar? Supuse que me habría despertado si alguien hubiera intentado birlarme el teléfono. Algo en mí se habría dado cuenta.Entré en la cocina. La minicocina. No era un apartamento grande. Pero estaba limpio, porque no cocinaba. Habría visto el teléfono, pero no lo vi. Miré en la sala de estar. A veces me sentaba en el sofá y veía la tele mientras jugaba con el teléfono. Puede que se hubiera deslizado entre los cojines. Puede que estuviera allí, sin que pudiera yo verlo. Temblé. Estaba desnudo. Las cortinas de la sala de estar estaban abiertas, la ventana daba a la calle. A veces pasaba gente con su perro, o niños que iban al cole. Volví a estremecerme de frío. Debería ponerme algo de ropa. El dormitorio estaba a un metro y medio de distancia. Pero era posible que mi teléfono estuviera más cerca. Incluso que estuviera allí mismo. Me cubrí los genitales con las manos, crucé la sala de estar y empecé a levantar los almohadones del sofá. Vi algo de plástico negro, el corazón me dio un salto, pero era solamente el control remoto. Me puse de rodillas y palpé por debajo del sofá. El primer sol de la mañana me hizo cosquillas en el culo. Ojalá que no hubiera nadie junto a la ventana.


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