Ben Lerner, Leaving the Atocha Station (Londres: Granta Publications, 2012). 187 páginas.
Hay
ocasiones en que la lectura del primer capítulo de una novela permite
vislumbrar un festín literario. Hay otras en que esa lectura puede dejar al
lector intrigado sobre si el resto será tan bueno como lo ya leído. Y
finalmente hay también casos en que esa primera degustación te deja tan
extrañado que quieres seguir leyendo inmediatamente. El primer capítulo de Leaving the Atocha Station es una
mezcolanza de elementos narrativos tan dispares que en un principio dudé: ¿de
qué demonios va este libro?
He de admitir ante todo que a ratos me he
reído a carcajada limpia leyendo esta primera novela de Ben Lerner. Y también
que Lerner me ha cautivado con su prosa. Se trata de un libro con temas
complejos, a pesar de su breve longitud, pero escrito con mucho humor y
sencillez.
Un
joven norteamericano, Adam Gordon, ha conseguido una beca para pasar un año en
Madrid. Poeta incipiente, Adam padece sin embargo algunos desequilibrios
psicológicos y emocionales: aplaca frecuentes ataques de ansiedad y de pánico
con pastillas tranquilizantes, pero las primeras semanas en Madrid se lía cada
mañana un buen porro nada más levantarse, se toma un café bien cargado y se
planta en el Museo del Prado a contemplar pinturas o a visitantes que
contemplan pinturas. Después se va al Retiro, se lía otro porro y pretende tomar
notas con el fin de adquirir suficientes materiales como para escribir un largo
poema sobre la Guerra Civil, poema que sería (al menos de forma implícita) el
colofón del proyecto de su beca de investigación. Cuando no lee el Quijote con la absurda aspiración de
aprender a hablar castellano como un autor del Siglo de Oro, lee al poeta John Ashbery
(de quien Lerner toma prestado el título de la novela), o a Tolstoi.
En realidad,
Adam está progresando como persona, pero no lo sabe; se debate entre la idea de
llevar una vida que podríamos denominar genuina y la idea/fachada de la vida de
un poeta extranjero en España, es decir, su estancia como “experiencia de la
experiencia”.
Al
principio, sin embargo, el problema principal al que se enfrenta es su
paupérrimo dominio de la lengua castellana, que da lugar a situaciones absurdas
y francamente cómicas. No obstante, Adam se reconoce una y otra vez como lo que
teme parecer ante los demás, un fraude, y su estrategia pasa a ser la de hacer
un fraude del fraude (“¡Por qué nací entre espejos!”, cita al final en sus
propios poemas. De hecho, no sabe casi nada de la Guerra Civil, y mucho menos
sobre literatura española.
En el
primer capítulo, en una jocosa muestra de su incompetencia lingüística que por
momentos me hizo recordar al fugitivo italiano que encarna Roberto Benigni en el film Down by Law de Jim Jarmusch, Adam se limita
a sonreír delante de un grupo de amigos ante el desgarrador relato que una
chica hace de la muerte de su hermano, recibe un puñetazo por su estúpida
torpeza pero al mismo tiempo logra después despertar la lástima de esa misma
chica, Isabel, con la mentira de que su madre ha muerto recientemente. Más
tarde, cuando ya está inmerso en una relación con Isabel, reconoce la mentira y
la disfraza como una grave enfermedad (también es mentira) y le cuenta que su
padre es un fascista. En esas primeras páginas, Lerner parece por momentos
desnudar por completo al personaje, hasta el extremo de que podría resultarnos
absolutamente impertinente e insufrible. Por fortuna, no es así.
Su
perplejidad surge por un lado por su inexperiencia – el guiño hacia la
ingenuidad acostumbrada de los turistas norteamericanos en Europa es innegable
– pero sobre todo por las dudas que alberga (legítimamente) acerca de la
validez y de la profundidad de la poesía y del arte en general. “Los versículos
me solían parecer hermosos solamente cuando me los encontraba como citas dentro
de obras de prosa, en los ensayos que los profesores de la universidad nos
daban como lecturas obligatorias, en los cuales los versos aparecían separados por
medio de barras oblicuas, de manera que lo se comunicaba era menos un poema
concreto que el eco de la posibilidad poética.”
Leaving the Atocha Station se compone de cinco capítulos,
los cuales reflejan a grandes rasgos las cinco fases que Adam Gordon atribuye a
su proyecto de investigación. Naturalmente, esta división en cinco fases hay
que tomárselo con una pizca de sal, pues en qué momento Adam consigue manejarse
con suficiente sobriedad y seriedad para delimitar con claridad el inicio (o el
final) de una de las fases nunca termina de estar claro. Es más bien otro guiño
cómico en dirección al lector.
Anclado
en su constante zozobra y temor a parecer espurio, haciendo alarde de un carácter
narcisista y falaz (su relación con Isabel y Teresa la examina en términos de
cómo le ven ellas a él), cuando finalmente la Historia se cruza en su camino vital
en forma de los atentados del 11 de marzo, Adam escoge retraerse de todo y ser
testigo del evento desde la pantalla de su ordenador. Días antes, Adam se
vanagloriaba en silencio de ser posiblemente el primer turista americano que
viajaba a Granada y no visitaba la Alhambra.
Lenguaje
y traducción
Además de
los errores naturales en el aprendizaje de un idioma y que Lerner utiliza con abundante
ironía para lograr unos buenos efectos humorísticos, la odisea de Adam Gordon
en España le sirve a Lerner también para dibujar el choque que supone la exposición
a un idioma extranjero: el suyo es un trayecto sumamente divertido, pero que
finalmente le conduce a una posiblemente significativa transformación. El Adam
poeta de las últimas páginas no es el mismo que el Adam que padece un trastorno
bipolar y que lee bazofia que pasa por poesía al principio de su estancia en
Madrid.
Entre
medio hay una infinidad de mentiras y de extrañísimas ocurrencias, muchas
drogas, mucho vino y un generoso repertorio de agudísimas observaciones sobre las
palabras y su artificiosidad, sobre el papel de la traducción en la comunicación
y en la literatura.
Ignoro
si en la traducción al castellano (Saliendo
de la estación de Atocha, publicada por Mondadori y traducida por Cruz
Rodríguez) se recoge el irónico subtexto con el que Lerner dota la descripción de
los españoles con los que Adam traba algún asomo de amistad, y particularmente
la sensación que transmite la novela de las dos mujeres españolas con las que
se siente, en algún momento, “enamorado”.
Lo repito:
Leaving the Atocha Station me ha
provocado desternillantes carcajadas, y si bien creo que la historia de la estancia de Adam
Gordon en Madrid y de su desastrosa visita a Barcelona (visita con la que, por
cierto, Lerner no explicita apunte alguno de la patente diferencia cultural catalana respecto a la capital del estado) no supondrá un hito en la historia de la literatura,
al menos te hace pasar un par de buenos ratos.