15 abr 2013

Reseña: Leaving the Atocha Station, de Ben Lerner


Ben Lerner, Leaving the Atocha Station (Londres: Granta Publications, 2012). 187 páginas.


Hay ocasiones en que la lectura del primer capítulo de una novela permite vislumbrar un festín literario. Hay otras en que esa lectura puede dejar al lector intrigado sobre si el resto será tan bueno como lo ya leído. Y finalmente hay también casos en que esa primera degustación te deja tan extrañado que quieres seguir leyendo inmediatamente. El primer capítulo de Leaving the Atocha Station es una mezcolanza de elementos narrativos tan dispares que en un principio dudé: ¿de qué demonios va este libro?

He de admitir ante todo que a ratos me he reído a carcajada limpia leyendo esta primera novela de Ben Lerner. Y también que Lerner me ha cautivado con su prosa. Se trata de un libro con temas complejos, a pesar de su breve longitud, pero escrito con mucho humor y sencillez.

Un joven norteamericano, Adam Gordon, ha conseguido una beca para pasar un año en Madrid. Poeta incipiente, Adam padece sin embargo algunos desequilibrios psicológicos y emocionales: aplaca frecuentes ataques de ansiedad y de pánico con pastillas tranquilizantes, pero las primeras semanas en Madrid se lía cada mañana un buen porro nada más levantarse, se toma un café bien cargado y se planta en el Museo del Prado a contemplar pinturas o a visitantes que contemplan pinturas. Después se va al Retiro, se lía otro porro y pretende tomar notas con el fin de adquirir suficientes materiales como para escribir un largo poema sobre la Guerra Civil, poema que sería (al menos de forma implícita) el colofón del proyecto de su beca de investigación. Cuando no lee el Quijote con la absurda aspiración de aprender a hablar castellano como un autor del Siglo de Oro, lee al poeta John Ashbery (de quien Lerner toma prestado el título de la novela), o a Tolstoi.

En realidad, Adam está progresando como persona, pero no lo sabe; se debate entre la idea de llevar una vida que podríamos denominar genuina y la idea/fachada de la vida de un poeta extranjero en España, es decir, su estancia como “experiencia de la experiencia”.

Al principio, sin embargo, el problema principal al que se enfrenta es su paupérrimo dominio de la lengua castellana, que da lugar a situaciones absurdas y francamente cómicas. No obstante, Adam se reconoce una y otra vez como lo que teme parecer ante los demás, un fraude, y su estrategia pasa a ser la de hacer un fraude del fraude (“¡Por qué nací entre espejos!”, cita al final en sus propios poemas. De hecho, no sabe casi nada de la Guerra Civil, y mucho menos sobre literatura española.

En el primer capítulo, en una jocosa muestra de su incompetencia lingüística que por momentos me hizo recordar al fugitivo italiano que encarna Roberto Benigni en el film Down by Law de Jim Jarmusch, Adam se limita a sonreír delante de un grupo de amigos ante el desgarrador relato que una chica hace de la muerte de su hermano, recibe un puñetazo por su estúpida torpeza pero al mismo tiempo logra después despertar la lástima de esa misma chica, Isabel, con la mentira de que su madre ha muerto recientemente. Más tarde, cuando ya está inmerso en una relación con Isabel, reconoce la mentira y la disfraza como una grave enfermedad (también es mentira) y le cuenta que su padre es un fascista. En esas primeras páginas, Lerner parece por momentos desnudar por completo al personaje, hasta el extremo de que podría resultarnos absolutamente impertinente e insufrible. Por fortuna, no es así.

Su perplejidad surge por un lado por su inexperiencia – el guiño hacia la ingenuidad acostumbrada de los turistas norteamericanos en Europa es innegable – pero sobre todo por las dudas que alberga (legítimamente) acerca de la validez y de la profundidad de la poesía y del arte en general. “Los versículos me solían parecer hermosos solamente cuando me los encontraba como citas dentro de obras de prosa, en los ensayos que los profesores de la universidad nos daban como lecturas obligatorias, en los cuales los versos aparecían separados por medio de barras oblicuas, de manera que lo se comunicaba era menos un poema concreto que el eco de la posibilidad poética.”

Leaving the Atocha Station se compone de cinco capítulos, los cuales reflejan a grandes rasgos las cinco fases que Adam Gordon atribuye a su proyecto de investigación. Naturalmente, esta división en cinco fases hay que tomárselo con una pizca de sal, pues en qué momento Adam consigue manejarse con suficiente sobriedad y seriedad para delimitar con claridad el inicio (o el final) de una de las fases nunca termina de estar claro. Es más bien otro guiño cómico en dirección al lector.

Anclado en su constante zozobra y temor a parecer espurio, haciendo alarde de un carácter narcisista y falaz (su relación con Isabel y Teresa la examina en términos de cómo le ven ellas a él), cuando finalmente la Historia se cruza en su camino vital en forma de los atentados del 11 de marzo, Adam escoge retraerse de todo y ser testigo del evento desde la pantalla de su ordenador. Días antes, Adam se vanagloriaba en silencio de ser posiblemente el primer turista americano que viajaba a Granada y no visitaba la Alhambra.

Lenguaje y traducción

Además de los errores naturales en el aprendizaje de un idioma y que Lerner utiliza con abundante ironía para lograr unos buenos efectos humorísticos, la odisea de Adam Gordon en España le sirve a Lerner también para dibujar el choque que supone la exposición a un idioma extranjero: el suyo es un trayecto sumamente divertido, pero que finalmente le conduce a una posiblemente significativa transformación. El Adam poeta de las últimas páginas no es el mismo que el Adam que padece un trastorno bipolar y que lee bazofia que pasa por poesía al principio de su estancia en Madrid.

Entre medio hay una infinidad de mentiras y de extrañísimas ocurrencias, muchas drogas, mucho vino y un generoso repertorio de agudísimas observaciones sobre las palabras y su artificiosidad, sobre el papel de la traducción en la comunicación y en la literatura.

Ignoro si en la traducción al castellano (Saliendo de la estación de Atocha, publicada por Mondadori y traducida por Cruz Rodríguez) se recoge el irónico subtexto con el que Lerner dota la descripción de los españoles con los que Adam traba algún asomo de amistad, y particularmente la sensación que transmite la novela de las dos mujeres españolas con las que se siente, en algún momento, “enamorado”.

Lo repito: Leaving the Atocha Station me ha provocado desternillantes carcajadas, y si bien creo que la historia de la estancia de Adam Gordon en Madrid y de su desastrosa visita a Barcelona (visita con la que, por cierto, Lerner no explicita apunte alguno de la patente diferencia cultural catalana respecto a la capital del estado) no supondrá un hito en la historia de la literatura, al menos te hace pasar un par de buenos ratos.

10 abr 2013

Reseña: The Resurrectionist, de James Bradley


James Bradley, The Resurrectionist (Sydney: Picador, 2006). 333 páginas.

Uno de los significados de la palabra resurrectionist es el de “ladrón de cadáveres”. El término se empleó ampliamente de manera eufemística durante el siglo XIX, en el sentido de que estos delincuentes devolvían a los difuntos (es decir, “resucitaban”) a la tierra. En realidad, lo que hacían los resurrectionists era vender de forma ilegítima los cuerpos de los muertos a médicos y cirujanos, quienes los diseccionaban en sus clases de anatomía.

En aquella época, los únicos cadáveres que cirujanos y anatomistas podían legalmente diseccionar eran los de los ajusticiados. Como siempre sucede en una coyuntura prohibicionista, desde el mismo momento que se crea un mercado negro, habrá quien se arriesgue a suplir la mercadería deseada.

Resurrectionists en plena faena, con farol y vigilante incluido. El cuadro se halla en la pared de la Old Crown Inn en Penicuik, Midlothian (Source: Wikipedia).

Huérfano de padre y madre a una temprana edad, a Gabriel Swift, procedente de un pobre entorno rural en Yorkshire, lo encomiendan como aprendiz en la residencia de un cirujano de Londres, Poll. Allí trabaja en la limpieza y preparación de los cadáveres que les entregan de madrugada los ladrones de cuerpos. Junto a él trabajan Charles, un joven de clase alta, y Robert, de origen humilde como Gabriel. Hay en esa casa otros personajes, entre ellos un hombre siniestro y peligroso llamado Tyne, de quien muy pronto Gabriel aprenderá a guardarse, y Caley, quien trae los cuerpos sustraídos de los difuntos a la casa.

En un mercado tan incierto, no es de extrañar que haya competencia desleal. Aparece ahí Lucan, el jefe de una banda rival, a quien Poll odia. En su tiempo libre Gabriel comienza a familiarizarse con los ambientes sórdidos del Londres de mediados de siglo: las tabernas, los fumadores de opio, las casas donde se sirve ginebra por unos pocos chelines. Gabriel quedará prendado de una joven actriz, Arabella, y al igual que le sucede a ella, que vende su cuerpo para lograr vivir con más medios, él mismo se hunde poco a poco en una espiral de degradación y traiciones.

Después de que Poll lo expulse de su casa y lo deje sin empleo, Gabriel acude a Lucan y solicita su ayuda. Se une a la banda de ladrones de cadáveres de Lucan, y paulatinamente pierde toda noción de moralidad que había guiado sus actos hasta entonces. Los miembros de la banda desconfían unos de otros, y el negocio degenera hasta el punto de que se convierten en asesinos en serie, raptando y matando a vagabundos y pobres, inocentes bobalicones a los que encuentran en las calles de Londres; finalmente empiezan a caer los integrantes más débiles de la banda. En la última escena de la primera parte, Gabriel, atrapado en una gran fosa común, siente cómo Caley está echándole tierra por encima.

La segunda parte de The Resurrectionist nos traslada unos diez años más tarde a la colonia de Nueva Gales del Sur, donde un convicto que se hace llamar Thomas May ha cumplido su sentencia y se gana la vida como profesor de dibujo de los hijos de los colonos más ricos. Lleva una vida solitaria, y cuando conoce a una joven mujer llamada Winter, que se convierte en alumna suya, vislumbra una posibilidad de rehacer su vida. Pero un tal Robert Newsome llega a la colonia, y reconoce en May a su antiguo amigo Gabriel. Al igual que la joven Winter, Gabriel tendrá que reconocer que el pasado no puede quedar enterrado para siempre: ‘¿Qué debiera haberle dicho a ella? ¿Que la nuestra es una vida tan tenue, tan pequeña, que pudiera perderse en cualquier momento sin pensarlo? ¿O que las peores cárceles que construimos no son de piedra, ni tan siquiera son un espacio, sino que son las que nosotros mismos nos creamos? ¿O que nada, una vez hecho, tiene de verdad remedio?’ (p. 310)

Una de las mayores virtudes de esta novela de Bradley es el hecho de que realmente te atrapa: el lector querrá saber más, seguir avanzando en la lectura. La prosa impecable de The Resurrectionist también ayuda. Escrita en la primera persona, adopta el punto de vista de Gabriel en tanto que personaje central; la narración progresa mediante fragmentos pulcros, elegantes. No hay aspavientos ni florituras estilísticas; el estilo de Bradley es sobrio aunque utilice un lenguaje altamente literario, incluso poético. Detrás de esta novela se adivina un gran esfuerzo de refinamiento lingüístico, realizado con esmero pero también con una clara intención de recrear una época, con sujetos de la peor calaña en ambientes moralmente corrompidos.

The Resurrectionist, no obstante, no proyecta realmente una censura de la condición imperfecta del ser humano, sino que nos adentra, mediante la confesión de su pasado por parte de Gabriel, en un planteamiento lleno de entendimiento y tolerancia por las flaquezas que nos hacen humanos. ¿Quién está libre de tener un pasado?

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