David Foster Wallace, Oblivion (Londres: Abacus, 2004). 329 páginas.
Pocas veces me he
sentido tan tentado de dejar un libro para una ocasión más propicia como en el
caso de Oblivion. Este volumen de
cuentos de David Foster Wallace se me ha atragantado en algunos momentos, mientras
que en otros ha llegado a sobresaltarme: cuando he dado alguna cabezada al
cerrárseme los ojos mientras leía, cosa que cabe en buena parte achacar al intenso
calor que hemos sufrido en esta parte del mundo este verano austral de 2014, o quizás
a las cincuenta primaveras que se ciernen sobre mí, como cóndores andinos.
Al igual que en Girl with Curious Hair, que reseñé hace
unos cuantos meses aquí, la mayoría de los cuentos que componen Oblivion tienen una estructura narrativa
aparentemente sencilla pero densamente poblada de detalles y paréntesis. La
narración fragmentaria que, en mi opinión, es un triunfo literario y una
delicia lectora en una gran novela como es Infinite Jest se convierte sin embargo en obstáculo en Oblivion. Este es un libro de lectura
muy compleja (y no lo digo con ánimo alguno de justificar las siestas de
borreguito de las que hacía mención anteriormente). Algunos de los relatos
pueden resultar extremadamente frustrantes porque Wallace inunda la trama de
detallismos que en algunos casos me parecen superfluos (o fríamente calculados
para irritar a un lector impaciente).
Wallace
premeditadamente desorienta al lector al presentar la historia in medias res y obligarle a cuadrar
círculos que llegan a asemejarse a triángulos, rombos o trapecios. Nada es
gratuito: Wallace no quiere hacer prisioneros. Son cuentos de argumentos
enrevesados de los que elide fragmentos mientras abruma al lector con
minuciosas digresiones en torno a la ropa, o rasgos físicos de un personaje. Si
a ello le añadimos su tendencia a escribir en larguísimas oraciones (a pesar
del exquisito estilo que posee), el esfuerzo que se le exige al lector no es pequeño.
El libro lo abre
el cuento ‘Mr Squishy’, en el que un grupo de discusión típico del marketing
evalúa un nuevo producto de repostería (Mr Squishy) mientras en el exterior un
individuo escala las paredes del edificio. Si en última instancia las dos
tramas están conectadas es algo que no me quedó nada claro. La idea que Wallace
parece querer explorar es que el grupo de evaluadores está siendo a su vez evaluado
dentro de una serie de pruebas a las que están siendo sometidos los que
supervisan los grupos de discusión de nuevos productos. Francamente, ‘Mr
Squishy’ me dejó indiferente.
No fue el caso de
la siguiente historia, ‘The Soul is not a Smithy’, que cuenta con diferentes
voces narrativas y que narra un inconcebible episodio en el aula de una
escuela, en la que el maestro sustituto va paulatinamente perdiendo el control
de sí mismo mientras escribe en la pizarra, repetidamente y en mayúsculas,
“KILL THEM ALL”. Un episodio psicótico que termina con una intervención policial.
El narrador principal se describe como uno de los “rehenes” de aquel trágico
día, y en su relato intercala recuerdos de su época de estudiante y de su
infancia.
‘Incarnations of
Burned Children’ es un cortísimo cuento (apenas tres páginas) sobre la
ineptitud de los padres de un niño pequeño que no para de gritar porque le ha caído
agua hirviendo, y les lleva un tiempo darse cuenta de que el agua ha quedado
atrapada en el pañal. A este relato le sigue ‘Another Pioneer’, un fascinante estudio
antropológico por momentos, en torno al mito del niño prodigio que se convierte
en líder y gurú de una aldea prehistórica cuyos habitantes terminarán por
abandonarlo y quemar la aldea. Wallace dota la narración de largos
circunloquios, al tiempo que pone en duda la fiabilidad del narrador al
confesarnos éste que lo que narra es una historia que ha oído durante un vuelo transatlántico.
‘Good Old Neon’
es, en mi opinión, el mejor de los relatos que componen Oblivion. Narrado por un David Wallace que se declara fraude en la
primera oración del cuento (“He sido un fraude mi vida entera. No estoy exagerando.
Casi todo lo que he hecho todo el tiempo es crear una cierta impresión de mí en
otras personas. Generalmente para caerles bien o que me admiren.” (p. 141, mi
traducción). El narrador suicida acude a un psicólogo con la esperanza de que
le pueda ayudar con su problema, pero en cierto modo termina desmontando toda
la estructura de poder que un psicólogo posee sobre su paciente; pero el relato
guarda una sorpresa final que es mejor no desvelar en una reseña.
Del resto de
historias de Oblivion destacaré la
que da título al libro, en la cual Wallace presenta a un hombre, Randall, cuya
mujer (Hope) se queja de que ronca durante la noche y la despierta; pero Randall
insiste en que él está despierto cuando ella se despierta airada por el ruido
que, asevera ella, hace él. Randall sospecha que Hope está soñando que él la
despierta con sus ronquidos. Teniendo al
parecer suficiente dinero para despilfarrar en estas bobadas, acuden a una clínica
para que investiguen el problema, y deben pasar allí una noche cada semana
mientras el estudio esté en marcha. El desenlace es en cierto modo previsible,
y el cuento para mi gusto no funciona.
El relato que
cierra el volumen, ‘The Suffering Channel’, tiene un aspecto interesante, en
tanto que nos lleva a la casa de un supuesto artista, Brint, que ‘compone’
piezas artísticas al ‘depositar’ sus propios excrementos. El relato alterna
entre las vicisitudes que sufre el reportero Skip Atwater (un apellido muy conseguido,
con el que Wallace bautiza al personaje) en sus negociaciones con la mujer del
artista y el mundo de chascarrillos y cotilleos de la revista Style, para la que trabaja Atwater.
Tengo en casa
unas cuantas botellas de un pasable tinto australiano cuya etiqueta dice DFW. No
recomiendo ponerse a leer Oblivion
tras un par de vasos de DFW. Pienso que es harto difícil abordar estos relatos.
Descartada por principio la opción de proporcionar un desenlace convencional o
de articular el relato en torno al eje de lo
que sucede, los cuentos de Oblivion
están más centrados en el acto de narrar que en una trama. Wallace tenía la energía,
el vocabulario apabullante, el sentido de la ironía. Sus cuentos sin embargo
pueden ser extenuantes para el lector. Lo más lamentable es que nunca sabremos
lo que David Foster Wallace podría haber logrado como escritor maduro.