22 nov 2014

Reseña: Montebello, de Robert Drewe

Robert Drewe, Montebello (Melbourne: Penguin, 2012). 291 páginas.

Para los nacidos décadas después del inicio de la Guerra Fría es muy probable que la posibilidad de una guerra atómica total, que hubiera acarreado la destrucción mutua irreversible a los dos bloques geopolíticos de aquella época, nunca les pareció demasiado real, mas para la gente que se crió en las décadas de los 50 y los 60 ese escenario final fue algo realmente plausible y demasiado creíble. Quizás no sean muchos los australianos que tienen conocimiento de las pruebas nucleares que los británicos realizaron en el remoto archipiélago de las islas Montebello a principios de la década de los 50. El entonces Primer Ministro, Menzies, les dio a los militares británicos prácticamente carta blanca para hacer lo que les viniera en gana, y en el transcurso de varios años varias explosiones nucleares arrasaron las principales islas del archipiélago. Además de aniquilar la fauna local, la radioactividad se cobró finalmente las vidas de muchos soldados australianos, cuyo atuendo consistía en pantalones cortos y sandalias, expuestos a las explosiones – básicamente utilizados por nuestros amigos británicos como ratas de laboratorio.

Montebello viene a ser una secuela de The Shark Net (2000) la autobiografía de Drewe. Como es el caso de su antecedente, este libro cuenta con un ritmo narrativo y una amplitud de miras muy gratificantes, si bien algunos de los episodios entrelazados en el conjunto parecen un tanto fuera de orden, cuando no totalmente ajenos. Pero Drewe tiene un gran sentido del humor, el cual, junto con sus agudas descripciones, no solamente de las islas sino también de otras partes de Australia Occidental de las que hace mención, hacen de Montebello una placentera lectura. Drewe es incisivo como un buen periodista de investigación, serpenteando con habilidad desde los recuerdos de su niñez a su vida adulta, pasando por una adolescencia desasosegada, al tiempo que roza apenas temas muy candentes de la Australia actual.

También puede hacer alusiones a sus fijaciones más personales. El capítulo que sirve de introducción a Montebello es una peculiar historia, un peligroso encuentro con una serpiente (muy venenosa como casi todas en Australia) durante ‘una noche oscura y tormentosa’ (p. 1). Armado con la espátula de la barbacoa y sumamente preocupado por la posibilidad de que el ofidio se introduzca en el dormitorio de su hija, derrota a su enemigo.

El episodio lo narra Drewe en clave irónica, del mismo modo que cualquier experiencia de peligro de la que uno se salve por los pelos puede retrospectivamente considerarse cómica. Pero Drewe la ve como un momento definitorio. Puede que uno de los más importantes rasgos que todo escritor debe tener es la capacidad de reírse de sí mismo: Drewe es estupendo en la ironía. La aventura con la serpiente en su casa da paso a una confesión, la de su obsesión por las islas.

Explica que su apego a las islas es en parte consecuencia de la literatura a la que estuvo expuesto cuando era niño: “Las islas mostraron su poderosa presencia en mi vida tanto como lo habían hecho en mi imaginación. De niño me atraían los relatos de náufragos” (p. 39, mi traducción). Naturalmente, menciona los clásicos que siguen capturando la imaginación de todos los niños: Robinson Crusoe, La isla del tesoro, La isla de coral y El Robinson suizo, y también títulos como La isla del Dr. Moreau y El señor de las moscas. Pero fue la pequeña isla de Rottnest frente a la ciudad de Perth que parece haber atrapado el corazón de Drewe para siempre y que le convirtió a la islofilia: “mi islomanía creció cuando descubrí la isla de Rottnest cuando era un jovenzuelo…donde los jóvenes de Australia Occidental perdían la virginidad…ellos (bueno, yo) conferían a esta isla desierta en particular a unos veinte kilómetros del continente una cualidad sensual que no les resultaba tan prontamente evidente a los extranjeros o a los procedentes de los estados orientales.” (p. 43, mi traducción)

Cuando por fin le dan el visto bueno para que se sume a la expedición de ecologistas gubernamentales que van a completar un proyecto de repoblación de especies en el archipiélago, Drewe exprime al máximo esta excelente oportunidad para seguir escribiendo sus memorias. Sus observaciones le otorgan un valor irónico añadido al relato de sus expediciones y experiencias en el campamento insular:
«[E]l alcohol nunca está lejos de tu mente en este sitio. Al comprobar que había pocos rasgos identificados en los mapas para ayudarles en la navegación durante las pruebas nucleares, los británicos se aprestaron a bautizar las calas y ensenadas del archipiélago de las Montebello. A todas les dieron nombre de algún tipo de bebida alcohólica: Hock, Claret, Whisky, Stout, Cider, Champagne, Chartreuse, Burgundy, Chianti, Drambuie, Moselle y Sach. También le pusieron nombre a Rum Cove [Cala del Ron] y a las lagunas Sherry y Vermouth. Es cosa muy apropiada el hecho de que haya un promontorio denominado Hungover Head [Punta Resaca].» (p. 82, mi traducción)
Mientras critica las razones que llevaron a realizar un programa de pruebas nucleares en ese remoto rincón del mundo, Drewe recuerda los episodios coetáneos de su juventud en Perth: ataques de tiburones, enamoramientos, lesiones deportivas. De ser niño a ser un joven y luego convertirse en hombre – y su decisión de hacerse escritor; es un relato contrapuesto a la fascinante narración del trabajo que lleva a cabo el grupo de medioambientalistas en el archipiélago y su feliz concienciación de que el programa de reintroducción de especies nativas ha comenzado a tener éxito tantos años después de la destrucción atómica que tuvo lugar en las islas.
A pesar de la remembranza de muchos sucesos trágicos, tanto pasados como actuales, que Drewe incluye en el libro, Montebello aporta una visión mayormente positiva de la vida – la idea viene a ser que de lo caótico y de lo destructivo pueden surgir una nueva vida y la belleza. Pero Drewe nos recuerda asimismo – unas veces en clave de humor, otras con un tono más sombrío – que debemos tener muy presentes los muchos peligros que pueden surgir de la nada, incluso en medio del entorno más agradable y placentero.

Hay también espacio para la reflexión. Dice Drewe: «Ese chico idealista de trece años, ese que quería ser amigo de todos los pueblos, que quería tocar con la trompeta La Vie En Rose para las chicas y prohibir la bomba atómica, hubiera preferido que hubiera una dura lección para la humanidad […] no sabía si debía sentirse contento […] o confundido como siempre.» (p. 283, mi traducción). Me atrevo a sugerir que quizás ese estado permanente de incertidumbre que sentimos por vez primera en la adolescencia es esa dura lección que podemos extraer de cada una de nuestras experiencias vitales.


Versión en castellano de la reseña publicada en inglés en Transnational Literature Vol. 7 no. 1, November 2014, que puedes descargar como PDF aquí.

20 nov 2014

Reseña: 10:04, de Ben Lerner

Ben Lerner, 10:04 (Londres: Granta, 2014). 245 páginas.

Mientras esto escribo, tengo al alcance de la mano mi ejemplar de The New Yorker correspondiente al 18 de junio de 2012. En aquella fecha, la narración breve publicada en la sección de ficción correspondía a ‘The Golden Vanity’, de Ben Lerner, y confieso que o bien no la leí, o me pasó desapercibida.

Lo anterior podría muy bien pasar a formar parte de otra historia, en la que un lector ya maduro (que en su juventud haya sometido a sus células grises a unas buenas sesiones de castigo químico) no recuerda haber leído una historia que encuentra incluida en un libro que está leyendo, y solamente después de leer el libro le surge la duda de si ya conocía esa historia o no.

El caso es que sí recuerdo en cambio haber leído (y reseñado el 15 de abril de 2013 aquí) la primera novela de Lerner, Leaving the Atocha Station. De ella dije entonces que me había hecho pasar un buen rato. Me hizo reír mucho, pero no la consideré “un hito”. Ahora Lerner ha publicado su segunda novela, 10:04 (del cual no explicita si se trata de a.m. o p.m.). Y poco importa, la verdad sea dicha.

10:04 es una metaficción, algo que ya no es ninguna novedad, pero que sigue en cierta medida estando en boga. Lerner mezcla la ficción con la no-ficción, en un relato que incluye como segunda parte de las cinco de las que consta la ya mencionada ‘The Golden Vanity’. El tema de fondo de esta obra es las múltiples y variopintas relaciones entre la vida y el arte. Y Berner, como en su novela anterior, trata el tema con un gran sentido del humor.

El narrador-protagonista recibe un jugoso avance por su segunda novela tras la aceptación por parte de The New Yorker de una narración breve. Al mismo tiempo, nos cuenta que los médicos le han diagnosticado un ensanchamiento de la aorta coronaria que podría dejarlo frito. Mientras, su mejor amiga, Alex, le ha convencido para que se convierta en donante del semen con el que quedará embarazada.

Con un interesante golpe de efecto, el narrador decide utilizar diversos aspectos y episodios de su vida real y reconvertirlos, tras cambiar nombres y algunos detalles, en ficción. De este modo, ficción y realidad se unen en un juego de espejos y de sombras. Además, Lerner parece complicar un poquito más las cosas al romper la cronología narrativa. Esta especie de rompecabezas es deliberado: lo que interesa a Lerner es las posibles/plausibles interacciones entre el pasado y el presente, y sobre los posibles futuros que los distintos pasados nos pueden deparar.

En ese sentido, la novela de Ben Lerner es un juego muy serio, digamos un malabarismo en manos de un narrador vacilante: Ben (es ése el nombre del protagonista) navega un rumbo que va y viene de la parodia a la sinceridad, entre el desapego absoluto  y el compromiso crítico (su gusto por el exquisito plato de pulpitos portugueses suavemente masajeados con sal gruesa hasta morir se contrapone sin sarcasmos con su conciencia de que numerosos desastres ecológicos parecen haber condenado a los océanos a convertirse en un erial ácido donde se acumula el plástico). Ben es el franco impostor de un delicioso juego narrativo en el que prima la conciencia de sí mismo. Para quien no disfrute de este tipo de lúdicas maniobras metaficcionales, la obra de Lerner no será estimulante.

Sin embargo, sí debiera disfrutar de algunos de los episodios hilarantes de 10:04. Como cuando Ben acude a una clínica a proporcionar la muestra de semen que planea donar para que lo use su amiga Alex. Tras escuchar y leer el aviso que se les hace a los donantes con el fin de que no se contamine la muestra, el protagonista, encerrado en la pequeña sala con videos pornográficos, se lava una y otra vez las manos de forma obsesiva antes de masturbarse.

El ensamblaje de ‘The Golden Vanity’ en la novela es un gran acierto para quien haya leído (o crea haber leído) la pieza que publicó The New Yorker. Cuenta Ben/Lerner:

La historia implicaría una serie de transposiciones: transferiría mi problema médico a otra parte del cuerpo; sustituiría la agnosia táctil con otro tipo de trastorno, reemplazaría la cirugía dental de Alex. Cambiaría los nombres: Alex pasaría a ser Liza, nombre que ella me había dicho una vez era la segunda opción que había pensado su madre; Alena se convertiría en  Hannah; a Sharon le cambiaría el nombre a Mary, y Jon en vez de Josh; el Dr. Andrews sería el Dr. Roberts, etc. En lugar de convertirse en albacea literario, y por tanto hacer frente a la tensión entre la mortalidad biológica y la textual mediante dicha obligación, una universidad se dirigiría al protagonista — una versión de mí mismo; lo llamaría «el autor» —inquiriendo sobre la posibilidad de adquirir sus papeles personales. (p. 54-55, mi traducción)
Con párrafos como el anterior, Lerner le obliga al lector a moverse. Es como si te estuviera diciendo: puedes escoger leer esto como no ficción, pero no debes olvidar que el autor decide que el narrador es un impostor, y por lo tanto muchos de los detalles pueden ser ficticios.

En mi opinión, 10:04 es un primoroso, inteligente y entretenido ejercicio metaliterario. Por supuesto, no agradará a todo el mundo, pero eso es algo que Lerner ya daba por descontado, según se deduce de lo que la agente literario de Ben le recomienda:

«Acuérdate de que esta es tu oportunidad de llegarle a un público más amplio. Tienes que decidir quiénes quieres que sean tu público, quiénes crees que son tu público», dijo mi agente, y esto fue lo que yo oí: «Elabora una trama clara, geométrica; describe rostros, incluso los de la gente de la mesa de al lado; asegúrate de que el protagonista sufra una transformación dramática.» Y si solamente sufre un cambio su aorta, me preguntaba. O su neoplasma. ¿Y si al final del libro todo es lo mismo, solo que un poquito diferente? (p. 156, mi traducción)

No me extraña que Ben esté bastante seguro de que el libro no se venderá. O quizás sí lo haga.


(3 de abril de 2015). El libro lo ha publicado en castellano, en traducción de Cruz Rodríguez Juiz, Reservoir Books.

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