1 may 2015

Reseña, The Lost Dog, de Michelle de Kretser

Michelle de Kretser, The Lost Dog (Crows Nest: Allen & Unwin, 2007). 343 páginas.

Mi primer perro se llamaba Charly, era un setter irlandés algo alocado, y terminó perdiéndose, y con el tiempo borrándose de mi memoria a medida que yo iba creciendo. En el caso de Tom Loxley, el protagonista de esta novela de la autora australiana nacida en Sri Lanka Michelle de Kretser, también pierde a su perro (del que no llegamos en ningún momento a saber su nombre) en una boscosa zona rural a un par de horas de Melbourne.

La novela está dividida en capítulos que llevan por título los días desde la desaparición del can de Tom hasta su feliz reencuentro con su amo. Tom, profesor de literatura en una universidad local, está en una vieja casa rural que pertenece a su amiga Nelly Zhang tratando de terminar el libro que lleva tiempo escribiendo sobre Henry James. ¿Leerías un libro sobre un académico en busca de un perro perdido? Por supuesto que no. El caso es que esa historia es únicamente el armazón que sostiene lo que es una elegante y generalmente amena novela en la que de Kretser analiza la vida de Tom en detalle.

De madre india y padre inglés, Tom nace en el subcontinente y emigra con sus padres a Australia en su adolescencia. La autora esparce a lo largo de la novela retazos de su vida en ambos países, relatando peculiares aspectos de la relación de sus padres con sus abuelos maternos. Una galería de personajes que en algún momento tuvieron influencia en la vida y personalidad de Tom: el abuelo Sebastian de Souza, su madre Iris, su padre Arthur Loxley, su exmujer Karen, la tía Audrey que los acoge en Melbourne cuando deciden salir de la India.

Podría pensarse que es Tom el que anda un poco perdido por Australia, pero ése no sería un análisis correcto. Su enamoramiento de Nelly Zhang es lo más parecido a perderse que le pasa.

Nelly es una artista cuya reputación la precede: solamente permite la exposición de fotografías de sus composiciones en lugar de los originales, los cuales (presuntamente) destruye después de fotografiarlos. Gracias a esta posmoderna estratagema Nelly ha alcanzado el éxito y se ha hecho un nombre en el difícil y caprichoso mundo artístico de Melbourne. En sus composiciones Nelly utiliza predominantemente objetos encontrados: el pasado.

Y es precisamente el pasado de Nelly el punto misterioso que explota de Kretser para hacer de The Lost Dog una novela mucho más amena que lo que un aburrido académico en busca de su perro daría de sí.

El marido de Nelly, Felix Atwood, desapareció sin dejar rastro tras haber defraudado millones como gestor de carteras de inversión. ¿Tuvo algo que ver Nelly en esa desaparición? ¿Es Rory el hijo de Felix, o lo es de Posner, el mecenas y protector de la artista?

Michelle de Kretser es buena observadora, no solamente de lo que nos rodea sino de cómo reaccionamos los seres humanos, y su maestría (que volvió a demostrar en la muy elogiada y laureada Questions of Travel, cuya reseña puedes leer aquí) estriba en la concisión. Es proclive al aforismo, y seguro que alguno de los muchos que afloran en la novela te quedará grabado. Un ejemplo, sobre el 11-S: “Todo cambia cuando caen del cielo estadounidenses”.

Lamentablemente, ninguna de las obras de Michelle de Kretser se han traducido al castellano (ni al català, també cal dir-ho). Las editoriales parecen no querer más riesgos de los necesarios, y les resulta más rentable apostar por caballos (o ciclistas) más seguros, aunque su calidad literaria sea más baja.


Era una obra colosal, Les grandes baigneuses, su escala y la frontalidad de su tratamiento más próximos a los de un mural que a un cuadro de caballete. Tom había escrito una vez un ensayo sobre él. Había localizado sus precursores, descrito el modo en que vitalizaba la gastada gramática de las mujeres desnudas en un escenario rural.

El hombre inclinado sobre el libro había olvidado la mayoría de las cosas que había argumentado.

Eran los cuerpos lo que recordaba. Llenaban el plano del dibujo: absurdos, pesados. Tampoco se estaban quietos, como había observado Posner. Una mujer arrodillada en el lado derecho del lienzo era también una figura en horcajadas, el torso de una formaba las nalgas y piernas de otra. Al observar esto, la mente titilaba entre dos sentidos, como en un sueño.

Tom reconoció esa sensación de precipitación: la percepción de la duplicidad de imágenes. Un resto de nausea – reforzado por la emoción – seguía funcionando en su interior. El grotesco tratamiento de los cuerpos tenía el efecto de volver la carne misma en algo inorgánico. Era un cuadro en el que algo maquinal chirriaba en el ánimo. (p. 221, mi traducción)

29 abr 2015

Reseña: The Bone Clocks, de David Mitchell

David Mitchell, The Bone Clocks (Londres: Sceptre, 2014). 595 páginas.

- ¿Qué queremos?
- ¡Ficción bien escrita y que entretenga!
- ¿Cuándo la queremos?
- ¡Ya!

Esta es la primera novela de David Mitchell que leo. Cercana a las 600 páginas y con una trama enrevesada pero totalmente seductiva, The Bone Clocks no defrauda como lectura, a pesar del hecho de que posee patentes defectos. Quizás sea por el excelente sentido del humor de su autor, quizás por su cuidada prosa y un manejo exquisito de los tempos narrativos, quizás por su imaginación, desbordante y deslumbrante. Sea por lo que sea, la última novela de Mitchell entretiene, está muy bien escrita y deleita. Aunque, repito, no sea perfecta.

El comienzo es más bien engañoso: en 1984, Holly Sykes, una quinceañera en el seno de una familia irlandesa propietaria de un pub en Gravesend, en la terrible Inglaterra de la baronesa Thatcher, tiene una pelea con su madre, una de esas peleas que hacen época, y que termina con un soberbio sopapo en su mejilla propinado por su madre. ¿Nada nuevo bajo el sol? Treinta años después un guantazo de ese calibre puede terminar en los juzgados, si la (persona) abofeteada recibe el asesoramiento de un sagaz abogado… El caso es que Holly escapa de casa para darles una lección a sus padres. Al llegar al piso de su novio de buena mañana lo encuentra durmiendo (con la que, hasta ese preciso momento, era su mejor amiga) en vez de haberse ido al trabajo. A Holly no parece quedarle otra opción que darse a la fuga de verdad y buscar trabajo en una granja de fresas. En un principio lo hace con la ayuda de Ed Brubeck, compañero de clase, pero tras la primera noche sigue sola. En su vagabundeo conoce a una extraña mujer que está pescando junto al Támesis y que le solicita asilo. Holly, que unos años antes había recibido tratamiento porque oía voces, sufre un desvanecimiento después. Estos son los primeros indicios que apuntan a una trama paralela y paranormal Al día siguiente aparece de nuevo Ed Brubeck, quien la busca para avisarla de que su hermano Jacko (un muchacho extraño, que por las noches escucha emisoras de radio en otros idiomas) ha desaparecido.

Esa es solamente la primera de las seis partes de The Bone Clocks. Tratar de resumir el resto sería ocioso, y además supongo que solamente conseguiría que dejaras de leer esta reseña (si es que todavía la estás leyendo). Digamos pues que si la primera parte se desarrolla en la Gran Bretaña thatcheriana de los 80, la última nos lleva a un enclave irlandés llamado Sheep’s Head, en Cork, en la década de los 2040, en una distopía no tan improbable, en la que el cambio climático y peak oil han sumido a la humanidad en una nueva edad media, con una Europa gobernada (es un decir) por un abstracto ente de tintes orwellianos, llamado Estabilidad.

El faro de Rottnest Island, también conocida como Wadjemup en la lengua indígena Noongar. I did not have to dismount my bike, unlike Crispin!

Entre medio, Mitchell nos lleva a Cambridge y a una estación de esquí alpino en Suiza en la década de los 90, al Iraq post-2001, tras la ocupación en la segunda guerra del Golfo. Una década después acompañamos al enfant terrible de las letras inglesas, Crispin Hershey, a la Isla Rottnest enfrente de Perth (Australia Occidental), al Festival Hay en Cartagena de Indias y a los llanos volcánicos islandeses; en la quinta parte de la novela, unos años más adelante, ya en la década de los años 20 (que se siente ya tan próxima, ¿no?) la acción nos lleva a Manhattan y a una especie de dimensión metafísica en la que los “atemporales” campan a sus anchas.

Un perezoso quokka cerca del faro. La isla Rottnest recibió ese nombre (Nido de Ratas) porque los primeros exploradores europeos (holandeses) creyeron que este simpático animal era una rata de dimensiones extraordinarias.. Campan a sus anchas por toda la isla.

¿Cuál es el hilo conductor de todo este amasijo de escenarios reales e irreales, de momentos históricos y fantásticos? Podría decirse que es la quinceañera Holly Sykes, pero esa sería solamente una parte de la historia. Más bien, lo que maneja Mitchell es un argumento paralelo o secundario que pertenece al género de la ciencia-ficción: es la guerra a muerte (en el sentido absoluto del término) entre los Horólogos y los Anacoretas. Los primeros son los buenos de la película, y se han hecho acreedores al don de la inmortalidad; su espíritu, por razones desconocidas, puede renacer en un cuerpo diferente después de su muerte natural, y algunos de ellos llevan ‘viviendo’ varios cientos de años. Sus enemigos, los Anacoretas (que son más malos que la tiña) han conseguido posponer repetidamente su mortalidad trasegando en beneficio propio las almas de jovencísimas víctimas, propicias gracias a su total ingenuidad; son esos meros mortales como tú o como yo, a quienes los Anacoretas llaman ‘relojes de hueso’.

Sí, es verdad lo que dicen muchos críticos: The Bone Clocks tiene algunos defectos, pero ninguno de ellos resulta intolerable. Es verdad que los personajes – tanto los Anacoretas como los Horólogos – parecen todos expresarse de manera bastante similar. Las seis secciones están narradas en primera persona (Holly Sykes; Hugo Lamb; Ed Brubeck; Crispin Hershey; Marinus; y finalmente, una ya anciana Holly Sykes). El paso de una narración realista a un relato fantástico con visos de ciencia-ficción puede parecer incongruente; sin embargo, personalmente me ha resultado divertido. Es decir: ¿Por qué obsesionarse con torpezas relativas a un peculiar amasijo de los aspectos más canónicos de la novela cuando lo que tienes entre manos no solo te está entreteniendo sino que te resulta intrigante? ¿Qué tiene de malo esta idiosincrática mezcla de géneros cuando uno disfruta sobremanera, y se descubre enganchado a las vicisitudes de personajes como Brubeck o Hershey, o a las tribulaciones de la misma Holly Sykes en un inventivo escenario de futurismo distópico que, bien considerado, no parece tan improbable?

Léela, y si después de hacerlo te parece rematadamente mala, vienes y me lo dices sin rodeos. The Bone Clocks estuvo en la lista final de novelas candidatas al Premio Man Booker. Su presencia entre los finalistas me parece plenamente justificada.

Añadido el 12 de abril de 2016. La semana pasada se publicó en el sello Random House la versión en castellano, Relojes de Hueso, en traducción de Laura Salas Rodríguez.

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