28 may 2010

Vanidad en el consumo (comentarios a raíz del final de Perdidos)

Se acabó Lost (Perdidos). Para quien haya estado siguiendo la serie desde el principio, el final pudiera ser (muy) decepcionante. Personalmente pienso que se pudo intuir bien pronto el cariz pseudo-religioso que Hollywood iba a darle al desenlace. Perdidos, no lo olvidemos, es un producto americano, y en tanto que producto televisivo tenía que amoldarse a las exigencias comerciales y socioculturales de su mercado. Y sin embargo, ha habido tantos comentarios en la red de fans enojados, airados porque no les gustó el final. Tanta vanidad de unos consumidores que se sienten ‘engañados’.


Quizá debiéramos dejar una cosa clara desde un principio. Perdidos no es, ni mucho menos, una obra maestra. Reconozcamos que es más bien una producción diestramente publicitada, con un guión muy ingenioso (y ciertamente novedoso en muchos de sus elementos narrativos) que supo atrapar en su día a millones de espectadores. Pero que una serie de televisión atrape a millones de seguidores en todo el mundo no quiere decir que sea una obra de calidad. También Falcon Crest, en su época, y por poner un ejemplo palmario, tenía millones de seguidores, y era a fin de cuentas un bodrio de telenovela hollywoodense.

Las reacciones en algunos medios de comunicación son para echarse a reír. En su blog en Papeles Perdidos de El País, Fietta Jarque escribió: ‘Se acaba de emitir el último capítulo de esta serie que ha ido reclutando "lectores" en todo el mundo, entre mucha gente que no ha leído jamás, pero que sin saberlo ha paladeado a fondo la literatura’. ¿Gente que sin saberlo ha disfrutado de la literatura a fondo? ¿En qué planeta vive Fietta? ¿Qué entiende ella por ‘literatura’?

El hecho de que tantos seguidores hayan dado rienda suelta a su enorme decepción por el ‘malísimo’ final de la serie apunta a un mal ya muy afianzado en la sociedad del siglo XXI, sociedad de un consumo voraz e inmediato de productos de usar y tirar. Porque de eso se trata: Perdidos no era más que un producto de consumo, de usar y tirar cada semana. Da risa (o pena, según el momento) leer comentarios cuya esencia es: ‘Y para esto me he pasado seis años viendo la serie semana tras semana?¿Para esto he perdido mi tiempo?’ Durante seis años el consumidor tuvo muchas oportunidades de soltarse de la enrevesada e inverosímil trama (muchos episodios te dejaban un cierto sabor agridulce, como de tomadura de pelo), y por ejemplo, leer un libro esa noche. Las protestas ahora demuestran una considerable vacuidad crítica.

Lo que, en mi opinión, demuestran estas reacciones, que puede que vayan desde la decepción del fan acérrimo al enfado del que se cree estafado, es la vanidad del consumidor. Como consumidores, nos arrogamos el derecho a exigir que el producto sea siempre de nuestro agrado. Pero esto no es posible para productos más o menos creativos, y a Perdidos, desde luego, no le faltaba creatividad. En todo caso a sus guionistas les sobraba. ¿Te imaginas tú a un lector de Dickens malhumorado porque no le gustó el final de David Copperfield? ¿O el público que asistió a la primera función de Hamlet abucheando a la compañía porque no les gustó que el protagonista muriera?

El narcisismo, la vanidad, la egolatría parecen ser la norma prácticamente estándar de comportamiento, hasta el punto de que queremos interferir en el producto creado por otros y dictar el aspecto final de dicho producto, no vaya a ser que al final (el final) nos decepcione. La vanidad del mismo acto de consumo (soy porque consumo: una mutación del Homo Sapiens en Homo Shopping) alcanza cotas que rayan en lo absurdo: el primer comprador del Ipad en la tienda de Apple en Bondi Junction declaró que estuvo en la cola durante más de 24 horas, ¡pero confesó que había comprado algo que no necesitaba!

Sin palabras.

25 may 2010

Reseña: Mate jaque, de Javier Pastor

Javier Pastor, Mate jaque (Barcelona: Mondadori, 2009), 99 páginas.
Mate jaque comienza con un largo monólogo que en un momento determinado, como una puerta que se abriera gracias a una bisagra, pasa a ser el monólogo del otro personaje central de la novela. El monólogo inicial es el de un escritor ya maduro que nos habla del fracaso que ha rodeado siempre su vida y su carrera literaria. El escritor culpa de su fracaso a su tercera esposa, y va repasando cada uno de los aspectos del conflicto que ha corrompido su relación, con reflexiones que en ocasiones parecen implicar una brutal clarividencia: “ningún sufrimiento en la vida es comparable al que dos amantes son capaces de infligirse mutuamente”. Mientras escribe una autobiografía por encargo de su agente (con la que ha mantenido relaciones), el escritor se refugia en un decadente balneario; allí fuma porros a escondidas y abusa del alcohol con frecuencia.
La novela huye de los manidos modos del relato tradicional. Javier Pastor construye una narración que se desdobla por el centro. Esta es una novela que nos exige estar atentos, pues son muchas las referencias intratextuales, aparte de las innegables alusiones a otros textos, a otros autores, a otros tiempos y periodos de la literatura universal.
Es muy improbable que alguien escriba una novela (por muy breve que sea) sin hacer mención de los nombres propios de los protagonistas. Eso es exactamente lo que ocurre con Mate jaque. Los dos personajes (‘Él’ frente a ’Ella’) dejan caer en las páginas de Mate jaque el odio mutuo en el que se ha convertido su antigua pasión amorosa.
Pastor da un espectacular vuelco a la narración sin que el lector esté preparado; al final de una partida de ajedrez que ‘Él’ ha jugado con el maître del restaurante del balneario, leemos que el jaque mate es idéntico al de una partida que jugaron Madame de Remusat y Napoleón en 1802. Ahí se produce el 'mate jaque', cuando el maître asume el papel de Napoleón y ‘Él’ pasa a ser ‘Ella’ (Madame de Remusat). Se inicia entonces su monólogo, tan ácido y corrosivo como el de ‘Él’, y que parece en cierto modo desandar la trayectoria del monólogo que ‘Él’ nos ha brindado hasta el momento del cambio repentino descrito.
Mate jaque no es una novela de fácil lectura. Pastor parece buscar obligarnos a releer pasajes para que le saquemos todo el jugo a la narración. Y nos regala auténticas perlas, que no tienen desperdicio y que bien pudieran pasar a formar parte de un decálogo personal de útiles citas para cuando la ocasión lo requiera, si es que alguna vez lo requiere: "No hay que detener al enemigo cuando comete un error"; o "Hay que mantener la fe en la destrucción del otro".

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