8 ene 2014

Reseña: The Good Lord Bird, de James McBride

James McBride, The Good Lord Bird (Nueva York: Riverhead Books, 2013). 417 páginas.

Para mis hijos, con sus tiernos nueve años de edad en esta segunda década del siglo XXI, la idea de la esclavitud les resulta no solamente repulsiva sino totalmente inconcebible. Su atención se pone en guardia cuando les trato de explicar que, incluso en nuestros días, hay ciertas formas de esclavitud que afectan a millones de personas en todo el mundo, y que, pese a ser formas de esclavitud más económicas que sociales, no dejan de ser repulsivas.

El estadounidense James McBride fue galardonado con el National Book Award de los EE.UU. en 2013 por esta esmerada y entretenida narración situada en los años de lucha abolicionista de John Brown. Con el telón de fondo de la figura histórica de Brown, McBride deleita con una narración excepcional. En el prólogo, el autor declara que tras un incendio en una iglesia se descubrió un manuscrito redactado por Henry Shackleford, joven esclavo de Kansas que se vio involuntariamente reclutado en las fuerzas abolicionistas de Brown.
El abolicionista Old John Brown
Pero ya en la primera página de ese relato en primera persona hay una señal que el lector no debe ignorar. Nos dice Henry que aunque él nació varón y huérfano de madre, durante muchos años vivió haciéndose pasar por mujer. Tras ser liberado por Brown en una riña en la taberna donde vive con su padre (quien muere en la riña de forma casi cómica), a Henry lo confunde Brown con una niña. Le da ropas de chica y una gorra que le había comprado a su hija, y la rebautiza como Henrietta. Henry/Henrietta encuentra en uno de los bolsillos una cebollita, que era el amuleto de la buena suerte de Brown, y muerta de hambre como está, se la come. A partir de ese momento, John Brown la llamará ‘Onion’ y la tendrá como amuleto de su buena suerte.

El relato nos lleva por las penurias y vicisitudes de John Brown y su banda. Hay éxitos, y también muchos fracasos, masacres, ejecuciones sumarias. Mientras Brown va de población en población anunciando su cruzada antiesclavista, Henry/Henrietta persiste en su disfraz: su único objetivo es llenar el buche y dormir caliente. Pero tras una de las más sangrientas escaramuzas en la que muere Fred, hijo de Brown y mejor amigo de Henrietta, el jovencito esclavo va a parar a un bar de mala muerte donde se acostumbrará a beber alcohol y empezará a conocer mundo.

Finalmente los hombres de Brown atacan Pikesville, y Henrietta vuelve a formar parte del pequeño ejército abolicionista de Brown, quien en los siguientes años prepara el que fue, para su época, uno de los más audaces (o insensatos) ataques que los abolicionistas realizaron: el asalto al arsenal de Harpers Ferry, en la frontera de Virginia y Maryland.

Vista de Harpers Ferry en 1865.
El asalto forma parte ya de la historia y la mitología estadounidenses. A Brown lo acompañaban apenas una veintena de hombres; todos fueron, más pronto o más tarde, capturados y ajusticiados. Lo que James McBride hace es añadirle un sorprendente giro a la trama histórica al introducir este joven personaje travestido, que dice haber logrado escapar del cerco que las tropas federales pusieron en torno al arsenal.

The Good Lord Bird (en referencia a una especie de pájaro carpintero ya extinta) llama la atención desde la primera página del supuesto manuscrito de Shackleford por el tono picaresco del narrador. Hay indudables ecos del Huckleberry Finn de Mark Twain, y en el lenguaje con el que escribe Henry sus memorias abundan los despropósitos semánticos y sintácticos. McBride, para el deleite del lector, recrea unos diálogos perfectamente verosímiles entre el Viejo John Brown y la niña Henrietta. Un fanático abolicionista cristiano que se pasa horas predicando y rezando mientras sus soldados se mueren de hambre, frente a un niño disfrazado de niña a quien la lucha le trae sin cuidado, y que le sirve de humorístico contrapunto satírico.

Óleo titulado Tragic Prelude (1938-40) de John Steuart Curry  (1897-1946)

Resultan inolvidables las breves reflexiones (de sabor epigramático) de Henry sobre lo que le representa la libertad tras ser liberada de la esclavitud: con la esclavitud, nos confiesa, al menos comía. La naturaleza pragmática de un adolescente que huye de la miseria es uno de los argumentos mejor desarrollados por McBride.

Un pasquín que habla de la batalla de Osawatomie, que contribuyó a hacer de John Brown un personaje de leyenda
Una novela de prosa desternillante, lúcida e inteligente, que presenta a John Brown como un fanático al servicio de una causa noble; un hombre que quizás habría servido mejor a su causa en otra época, y al que McBride rinde homenaje. Con todo, es la creación de esa voz de Henrietta/Henry Shackleford, tan convincente y amena, lo mejor de The Good Lord Bird. Una moderna picaresca ambientada en el siglo XIX, cuando la mayoría de la población afroamericana nacía siendo propiedad de un hombre blanco.

Te invito ahora a leer las primera páginas del Capítulo 1 de The Good Lord Bird en mi traducción al castellano:
Yo nací siendo hombre de color, así que no lo olvide usted. Pero viví como una mujer de color durante diecisiete años.
Mi papá era negro de pura cepa, de la parte de Osawatomie, en el territorio de Kansas, al norte de Fort Scott, cerca de Lawrence. Papá era de profesión barbero, aunque eso nunca le satisfizo por completo. Lo que más le iba era predicar el Evangelio. Papá no tenía una iglesia regular, de esas que no permiten nada que no sea jugar al bingo los miércoles noche o que las mujeres se sienten a hacer figuritas recortadas de papel. Él salvaba las almas de una en una, cortando el pelo en la taberna de Dutch Henry, la cual estaba encajada en un cruce del camino de California que sigue el curso del río Kaw en el sur del territorio de Kansas.
Papá atendía sobre todo a sabandijas, fanfarrones, esclavistas y borrachos que pasaban por el camino de Kansas. No era un hombre de gran estatura, pero le gustaba vestirse bien. Le gustaba ponerse chistera, pantalones cuyos camales se subía hasta los tobillos, camisa de cuello alto y botas de tacón. La mayoría de sus ropas eran cosas que se encontraba tiradas, o prendas que les robaba a los blancos que se encontraba en la pradera muertos por hidropesía, o ventilados por causa de una u otra disputa. En su camisa había agujeros de bala del tamaño de una moneda de cuarto de dólar. El sombrero era dos tallas más pequeñas. Los pantalones provenían de dos pares de colores diferentes, cosidos por el medio donde se juntan las pantorrillas, en uno solo. Tenía el pelo tan áspero que podía encenderse un fósforo  en él. La mayoría de las mujeres no se le acercaban, mi Mamá incluida, que cerró los ojos en la muerte al darme a mí la vida. Dicen que era una mujer mulata, de carácter dulce. “Tu Mamá fue la única mujer del mundo que era lo bastante hombre como para escuchar mis santos pensamientos,” presumía Papá, “pues soy hombre con muchos atributos.”
Fueran los que fuesen esos atributos, no ascendían a mucho, puesto que bien comido y vestido de punta en blanco, completo con sus botas y chistera alta, Papá no llegaba al metro cuarenta, y una buena de parte de eso no era más que aires.
Pero lo que le faltaba en estatura, Papá lo compensaba con la voz. Mi Papá podía gritar más que cualquier blanco que haya puesto pies en la verde tierra de Dios, sin excepción. Tenía una voz fina y aguda. Cuando hablaba, parecía como si tuviera un birimbao alojado en la garganta, pues hablaba como con pequeñas explosiones o algo así, lo que quería decir que hablar con él era un negocio tipo  dos por uno, ya que te limpiaba la cara y te la lavaba a escupitajos al mismo tiempo—o mejor hagámoslo un tres por uno, si le tenemos el aliento en cuenta. Le olía el aliento a tripa de cerdo y a serrín, porque por muchos años trabajó en un matadero, de modo que habitualmente mucha gente de color lo esquivaban.
Pero les caía bastante bien a los blancos. Más de una noche vi a mi Papá atiborrarse de licor y subirse de un salto a la barra de la Taberna de Dutch Henry, chasqueando las tijeras y gritando entre el humo y los vapores de ginebra: “¡Ya viene el Señor! ¡Viene a sacarles las muelas y a arrancarles  el pelo!”, y luego se lanzaba entre una gentío de rebeldes de Missouri, los más embriagados e indignos que se hayan visto jamás. Y aunque la mayoría de ellos lo molían a palos y le sacaban los dientes a patadas, esos hombres blancos no culpaban a mi Papá por lanzarse contra ellos en nombre del Espíritu Santo, como si hubiera venido un tornado que lo arrojara en medio de la sala, pues el Espíritu del Redentor que derramó su Sangre era un asunto muy serio en la pradera en aquellos tiempos, y al pionero blanco normal la idea de la esperanza no le era nada extraña. La mayoría de ellos ya habían agotado dicha mercancía, habiendo acudido al oeste con un plan, que en cualquier caso no había salido como lo habían pensado, de modo que todo lo que les ayudara a levantarse por la mañana para ir a matar indios y no caerse muertos por las fiebres o por mordeduras de serpientes de cascabel era un cambio bien recibido. También ayudaba el que Papá hiciera el mejor licor de garrafa en todo el territorio de Kansas—aunque era predicador, Papá no estaba en contra de uno o tres gustos—y seguramente, esos mismos pistoleros que le arrancaban el pelo y le daban unas palizas de cuidado, lo levantaban después del suelo y decían: “Vamos a tomar,” y toda la pandilla echaba a caminar y a dar aullidos a la luz de la luna, mientras bebían el jugo mareante de Papá. Papá estaba muy orgulloso de su amistad con la raza blanca, algo que decía haber aprendido de la Biblia. "Hijo," solía decir, "recuerda siempre el libro de Ezeaquel, capítulo doce, versículo diecisiete: ‘Ofrécele tu vaso al vecino sediento, Capitán Ahab, y déjale beber cuanto quiera.’ "
Yo ya me había hecho hombre hecho y derecho para cuando supe que en la Biblia no había ningún libro de Ezeaquel. Tampoco había ningún Capitán Ahab. El hecho es, que Papá no sabía leer nada, y recitaba los versículos de la Biblia solamente que había oído leer a los blancos.
Ahora bien, es cierto que en el pueblo había inclinación para ahorcar a mi Papá, debido a que se atestaba de Espíritu Santo y se lanzaba contra la caterva de pioneros rumbo al oeste que paraban a abastecerse de provisiones en la taberna de Dutch Henry — especuladores, tramperos, niños, mercaderes, mormones, incluso mujeres blancas. Esos pobres colonos ya tenían bastante de qué preocuparse, con las serpientes que aparecían entre los tablones del suelo, las armas que se disparaban por nada, y las chimeneas que les construían de mala manera y los mataban de asfixia, para además tener que preocuparse por un negro al que le daba por arrojarse contra ellos en el nombre de nuestro Gran Redentor que llevó la Corona de Espinas. De hecho, para cuando yo había cumplido los diez años, en 1856, en el pueblo se hablaba abiertamente de volarle los sesos a Papá.
Y lo hubieran hecho, creo yo, si no hubiera llegado un visitante aquella primavera que les hizo el trabajo.
La Taberna de Dutch Henry estaba muy cerca de la frontera con Missouri. Hacía las veces de oficina de correos, juzgado, fábrica de rumores y licorería para los rebeldes de Missouri que pasaban a Kansas para beber, jugar a las cartas, contar mentiras, ir de putas y gritar a la luz de la luna que los negros iban a tomar el mundo y que los yanquis iban a echar los derechos constitucionales de los blancos en las letrinas, y cosas por el estilo. Yo no hacía caso de esas habladurías, pues por aquellos días mi empeño era lustrar zapatos mientras mi Papá cortaba el pelo, y llenarme el buche de tanta fruta de sartén y cerveza como pudiera. Pero a la llegada de la primavera, los rumores en la taberna giraban en torno a cierto feroz canalla blanco, a quien llamaban Viejo John Brown, un yanqui del este del país, que había venido al territorio de Kansas a crear problemas con su banda de hijos, los llamados Rifles de Pottawatomie. Quien los oyera hablar, creería que el Viejo John Brown y sus sanguinarios hijos planeaban matar a todos los hombres, mujeres y niños de la pradera. El Viejo John Brown robaba caballos. El Viejo John Brown quemaba casas. El Viejo John Brown violaba a las mujeres y les trinchaba la cabeza. El Viejo John Brown había hecho esto, el Viejo John Brown había hecho aquello, y anda, válgame Dios, para cuando terminaban de hablar de él, el Viejo John Brown parecía ser el más rastrero hijo de puta, más sanguinario y molesto que jamás se hubiera visto, y decidí que si alguna vez me cruzaba con él, válgame Dios que yo mismo me lo iba a cargar, solo por lo que había hecho o le iba a hacer a la buena gente blanca que yo conocía.
Bueno, pues poco después de decidir esas proclamas mías, un viejo irlandés de paso inseguro entró bamboleándose en la taberna y se sentó en la silla de barbero de mi Papá. No tenía nada de especial. Había en la pradera cientos de vagabundos en busca de fortuna, deambulando por el territorio de Kansas, esperando a que alguien los llevara hacia el oeste o que les surgiera un trabajo robando ganado. Este aventurero no tenía nada de especial. Era un individuo flaco y algo encorvado, recién salido de la pradera, olía a caca de búfalo, tenía un tic nervioso en la boca y una barba muy descuidada. En la cara tenía tantas arrugas y surcos entre la boca y los ojos que si los hubiera juntado todos habría construido un canal. Tenía los labios estirados, y el ceño fruncido de forma permanente. Parecía que los ratones habían roído los bordes de su abrigo, chaleco, pantalones y corbata de lazo, y las botas estaban en sus últimas. Le asomaban visiblemente los dedos de los pies por las punteras. Realmente daba pena verlo, incluso para lo que era normal en la pradera, pero era blanco, así que cuando se sentó en la silla de Papá para que le cortara el pelo y le afeitara, Papá le puso la bata y se puso a trabajar. Como era habitual, Papá se puso a trabajar por la parte de arriba y yo hacía la parte de abajo, lustrándole las botas, que en este caso eran más dedos que cuero.
Después de unos minutos, el irlandés se puso a mirar en derredor suyo, y al ver que no había nadie cerca, le dijo a Papá en un susurro: “¿Usted cree en la Biblia?”
Anda pues, Papá era un lunático en lo tocante a Dios, y eso le animó mucho. Dijo: “Claro, jefe, por supuesto que sí. Me sé toda clase de versículos de la Biblia.”

1 ene 2014

Reseña: The Harmony Silk Factory, de Tash Aw

Tash Aw, The Harmony Silk Factory (Londres: Harper Perennial, 2006 [2005]). 362 páginas.


La segunda guerra mundial juega un papel predominante en la memoria colectiva de los malasios. Hay unas cuantas obras de ficción que se sitúan en esa época (como es el caso de Echoes of Silence de Chuah Guat Eng). La invasión japonesa que los británicos no pudieron detener acarreó terribles consecuencias para la población civil, no solamente para los prisioneros de guerra. El debut literario de Tash Aw, malasio nacido en Taiwán, que se crió en Kuala Lumpur para luego completar su educación en Inglaterra, también se sitúa en los años inmediatamente precedentes a la irrupción triunfal nipona en la península malaya, a la que solamente la guerrilla comunista hizo frente a base de escaramuzas desde las profundidades de la selva en la que malvivían los guerrilleros y quienes les prestaban su apoyo.
Vista de Taiping desde Maxwell Hill
El protagonista de The Harmony Silk Factory es Johnny Lim, un hombre de origen muy humilde y borroso. Dividida en tres partes muy bien diferenciadas y ejecutadas, cada una de esas partes (con tres narradores distintos) da una versión diferente de la vida de Johnny Lim. En la primera parte, titulada ‘Johnny’, es el hijo de Lim, Jasper, quien relata lo que sabe de su vida tras su funeral. Jasper nunca ha tenido demasiada estima (ya no hablemos de cariño) por su padre: “Incluso cuando era pequeño, sabía muy bien lo que hacía mi padre. No estaba orgulloso de él, pero tampoco me importaba. Ahora daría cualquier cosa por ser solamente el hijo de un mentiroso y un tramposo porque, como ya he dicho, él no era solamente eso.” (p. 4).

Jasper nos cuenta que ha realizado una detallada investigación de documentos y otras fuentes para llegar a saber qué sucios negocios y cuántos crímenes cometió su padre, pero no le es posible completar el retrato con certeza absoluta. Sí sabemos que tras la guerra, Johnny se enriquece con el tráfico de drogas y con una amplia variedad de sórdidos negocios. Con sus lecturas e investigaciones, Jasper averigua que a los once o doce años Johnny le clavó un destornillador en la pierna al jefe inglés de la mina de estaño del valle de Kinta donde trabajaba; que entra a trabajar para un empresario textil, Tiger Tan, a quien después alguien asesina brutalmente, y (curiosa coincidencia) Johnny hereda el negocio; que provoca un incendio en la tienda de textiles para luego salvar a su suegro y quedar como un héroe a los ojos de todos; que en 1942 los japoneses masacran a los líderes de la guerrilla comunista que habían acudido a una reunión convocada por Johnny, quien sale indemne y reforzado en su posición de poder y de favor con el ejército invasor.
Kellie's Castle es avistado por los protagonistas en su viaje al norte de Malasia
Tras el funeral (“El funeral de un traidor es algo difícil, especialmente si ese traidor era alguien cercano a ti” (p. 114)), un anciano inglés que ha acudido a presentar sus respetos le hace entrega a Jasper de una caja que contiene, entre otras cosas, un diario.

Dicho diario es la segunda parte de la novela, y es el diario del año 1941 de la madre de Jasper, Snow Soong, una belleza admirada por toda la sociedad colonial. Snow muere al dar a luz a Jasper. Aw ciertamente lo borda en esta segunda parte, pues en el diario Snow ciertamente nos habla con voz propia. Sin embargo, la narración de la vida conyugal de Johnny y Snow nos deja tantos interrogantes como respuestas. Un año después de la boda, los padres de Snow (que nunca aceptaron a Johnny como un igual) organizan una especie de postergado  viaje de luna de miel, en el que a la pareja acompañarán tres hombres de muy distinto temperamento: Frederick Honey, palmario representante de los colonos ingleses que tan mal trataban a los locales, otro joven inglés llamado Peter Wormwood, muy amigo de Johnny, y un misterioso académico japonés, Mamoru. En un viaje algo accidentado e incómodo, los cinco abordan un pequeño barco con el que se dirigen a un archipiélago en la costa occidental de Malasia (no muy lejos de la idílica Langkawi). De la lectura del diario conocemos que la relación entre Johnny y Snow es muy mala, y ella está planeando la mejor manera y el mejor momento para comunicarle su decisión de separarse de él. ¿A qué obedece la presencia del japonés en el viaje? ¿Qué tratos ha alcanzado el padre de Snow con él? La inminente amenaza de la invasión japonesa actúa de trasfondo dramático en las conversaciones que Snow recoge en su diario. Tras una extraña celebración del cumpleaños de Peter en la isla, los expedicionarios descubren a la mañana siguiente que Honey ha desaparecido. El misterio queda aclarado cuando un día más tarde encuentran su cuerpo flotando en el mar, boca abajo. ¿Accidente? ¿Asesinato? El diario de Snow termina el 15 de noviembre de 1941, entrada en la que describe cómo Mamoru intenta violarla (si bien no queda claro si consuma el crimen).
¿El Palmeral d'Elx? Las plantaciones de palma de aceite reemplazaron enormes extensiones de selva en Malasia, ya en tiempos coloniales. 
En la tercera parte, ‘The Garden’, es el ya anciano Peter Wormwood quien narra sus recuerdos, que intercala en poco interesantes disquisiciones sobre el jardín que está diseñando para la residencia de ancianos en la que vive, cerca de Malaca. Cómo conoció a Johnny en Singapur, cómo entabló una fuerte amistad con él y le siguió hasta encontrarlo en el valle de Kinta. Este relato, que hemos de suponer entregará a Jasper en algún momento, aporta una tercera perspectiva sobre Johnny y queda enfocado como confesión no solo de su amor por Snow sino también de sus crímenes y traiciones. Aun así, rellena necesariamente algunas lagunas en el relato de Snow, alguna de ellas francamente sorprendentes.

El tema predominante que recorre y envuelve toda la trama es no obstante la muerte, y cómo ésta borra todo vestigio de la presencia de una persona en el mundo y en las vidas de los demás. Es una noción que repiten varios personajes, pero que Jasper introduce al comienzo de una historia cuya narración, en sus propias palabras, “nunca puede ser perfecta” (p. 6). “La muerte borra todas las huellas, todos los recuerdos de vidas que una vez existieron, de forma completa y para siempre. Eso es lo que mi Padre me decía a veces. Creo que es la única cosa verdadera que me dijo.” (p. 4). Puede que sea cierto, y que huellas y recuerdos se esfumen con el tiempo, pero siempre quedarán (al menos esa es la esperanza y el objetivo último, pienso yo, de cualquier escritor) las palabras que escribamos.

Con todo, el relato de Wormwood en la tercera parte no logra mantener el nivel de excelencia narrativa de la que hace gala The Harmony Silk Factory en sus dos primeras partes, y en eso el libro se resiente. Como debut novelístico, no cabe duda de que esta es una buena novela, para mi gusto mucho mejor que Map of the Invisible World, la segunda de Tash Aw. Marca una interesante técnica que el autor retoma en su obra más reciente, Five Star Billionaire. Queda por ver con qué puede atraer al lector Aw en el futuro.

The Harmony Silk Factory se publicó en castellano el mismo año de su aparición, en 2005, en edición de Salamandra, bajo el título de La fábrica de sedas, en traducción de Luis Murillo Fort.

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