27 feb 2014

Reseña: Oblivion, de David Foster Wallace

David Foster Wallace, Oblivion (Londres: Abacus, 2004). 329 páginas.

Pocas veces me he sentido tan tentado de dejar un libro para una ocasión más propicia como en el caso de Oblivion. Este volumen de cuentos de David Foster Wallace se me ha atragantado en algunos momentos, mientras que en otros ha llegado a sobresaltarme: cuando he dado alguna cabezada al cerrárseme los ojos mientras leía, cosa que cabe en buena parte achacar al intenso calor que hemos sufrido en esta parte del mundo este verano austral de 2014, o quizás a las cincuenta primaveras que se ciernen sobre mí, como cóndores andinos.

Al igual que en Girl with Curious Hair, que reseñé hace unos cuantos meses aquí, la mayoría de los cuentos que componen Oblivion tienen una estructura narrativa aparentemente sencilla pero densamente poblada de detalles y paréntesis. La narración fragmentaria que, en mi opinión, es un triunfo literario y una delicia lectora en una gran novela como es Infinite Jest se convierte sin embargo en obstáculo en Oblivion. Este es un libro de lectura muy compleja (y no lo digo con ánimo alguno de justificar las siestas de borreguito de las que hacía mención anteriormente). Algunos de los relatos pueden resultar extremadamente frustrantes porque Wallace inunda la trama de detallismos que en algunos casos me parecen superfluos (o fríamente calculados para irritar a un lector impaciente).

Wallace premeditadamente desorienta al lector al presentar la historia in medias res y obligarle a cuadrar círculos que llegan a asemejarse a triángulos, rombos o trapecios. Nada es gratuito: Wallace no quiere hacer prisioneros. Son cuentos de argumentos enrevesados de los que elide fragmentos mientras abruma al lector con minuciosas digresiones en torno a la ropa, o rasgos físicos de un personaje. Si a ello le añadimos su tendencia a escribir en larguísimas oraciones (a pesar del exquisito estilo que posee), el esfuerzo que se le exige al lector no es pequeño.

El libro lo abre el cuento ‘Mr Squishy’, en el que un grupo de discusión típico del marketing evalúa un nuevo producto de repostería (Mr Squishy) mientras en el exterior un individuo escala las paredes del edificio. Si en última instancia las dos tramas están conectadas es algo que no me quedó nada claro. La idea que Wallace parece querer explorar es que el grupo de evaluadores está siendo a su vez evaluado dentro de una serie de pruebas a las que están siendo sometidos los que supervisan los grupos de discusión de nuevos productos. Francamente, ‘Mr Squishy’ me dejó indiferente.

No fue el caso de la siguiente historia, ‘The Soul is not a Smithy’, que cuenta con diferentes voces narrativas y que narra un inconcebible episodio en el aula de una escuela, en la que el maestro sustituto va paulatinamente perdiendo el control de sí mismo mientras escribe en la pizarra, repetidamente y en mayúsculas, “KILL THEM ALL”. Un episodio psicótico que termina con una intervención policial. El narrador principal se describe como uno de los “rehenes” de aquel trágico día, y en su relato intercala recuerdos de su época de estudiante y de su infancia.

‘Incarnations of Burned Children’ es un cortísimo cuento (apenas tres páginas) sobre la ineptitud de los padres de un niño pequeño que no para de gritar porque le ha caído agua hirviendo, y les lleva un tiempo darse cuenta de que el agua ha quedado atrapada en el pañal. A este relato le sigue ‘Another Pioneer’, un fascinante estudio antropológico por momentos, en torno al mito del niño prodigio que se convierte en líder y gurú de una aldea prehistórica cuyos habitantes terminarán por abandonarlo y quemar la aldea. Wallace dota la narración de largos circunloquios, al tiempo que pone en duda la fiabilidad del narrador al confesarnos éste que lo que narra es una historia que ha oído durante un vuelo transatlántico.

‘Good Old Neon’ es, en mi opinión, el mejor de los relatos que componen Oblivion. Narrado por un David Wallace que se declara fraude en la primera oración del cuento (“He sido un fraude mi vida entera. No estoy exagerando. Casi todo lo que he hecho todo el tiempo es crear una cierta impresión de mí en otras personas. Generalmente para caerles bien o que me admiren.” (p. 141, mi traducción). El narrador suicida acude a un psicólogo con la esperanza de que le pueda ayudar con su problema, pero en cierto modo termina desmontando toda la estructura de poder que un psicólogo posee sobre su paciente; pero el relato guarda una sorpresa final que es mejor no desvelar en una reseña.

Del resto de historias de Oblivion destacaré la que da título al libro, en la cual Wallace presenta a un hombre, Randall, cuya mujer (Hope) se queja de que ronca durante la noche y la despierta; pero Randall insiste en que él está despierto cuando ella se despierta airada por el ruido que, asevera ella, hace él. Randall sospecha que Hope está soñando que él la despierta con sus ronquidos.  Teniendo al parecer suficiente dinero para despilfarrar en estas bobadas, acuden a una clínica para que investiguen el problema, y deben pasar allí una noche cada semana mientras el estudio esté en marcha. El desenlace es en cierto modo previsible, y el cuento para mi gusto no funciona.

El relato que cierra el volumen, ‘The Suffering Channel’, tiene un aspecto interesante, en tanto que nos lleva a la casa de un supuesto artista, Brint, que ‘compone’ piezas artísticas al ‘depositar’ sus propios excrementos. El relato alterna entre las vicisitudes que sufre el reportero Skip Atwater (un apellido muy conseguido, con el que Wallace bautiza al personaje) en sus negociaciones con la mujer del artista y el mundo de chascarrillos y cotilleos de la revista Style, para la que trabaja Atwater.


Tengo en casa unas cuantas botellas de un pasable tinto australiano cuya etiqueta dice DFW. No recomiendo ponerse a leer Oblivion tras un par de vasos de DFW. Pienso que es harto difícil abordar estos relatos. Descartada por principio la opción de proporcionar un desenlace convencional o de articular el relato en torno al eje de lo que sucede, los cuentos de Oblivion están más centrados en el acto de narrar que en una trama. Wallace tenía la energía, el vocabulario apabullante, el sentido de la ironía. Sus cuentos sin embargo pueden ser extenuantes para el lector. Lo más lamentable es que nunca sabremos lo que David Foster Wallace podría haber logrado como escritor maduro.

15 feb 2014

Reseña: Say Her Name, de Francisco Goldman

Francisco Goldman, Say Her Name (Detroit: Thorndike Press, 2013). 602 páginas.


El único regalo que recibí las Navidades pasadas es un CD con cuatro canciones cuya música ha compuesto mi admirada Faye Bendrups; la letra de esas cuatro canciones procede de cuatro poemas de Lalomanu. Una de esas canciones es el poema que cierra el libro, ‘Epilogue’ y uno de los versos de ese poema dice “you’ll be skipping in our hearts, Clea”. Me resulta reconfortante que Francisco Goldman escriba lo siguiente en su libro de homenaje: “Say her name. It will always be her name. Not even death can steal it. Same alive as dead, always. Aura Estrada.” (p. 476) [“Di su nombre. Siempre será su nombre. Ni siquiera la muerte puede robarlo. Lo mismo viva que muerta, siempre. Aura Estrada.” (mi traducción)]

Aura Estrada fue la esposa del escritor estadounidense durante dos años. Se habían conocido dos años antes en un evento literario neoyorquino que Goldman narra en Say Her Name con sutil ironía y mucho humor. Aura era otra de las muchas jóvenes latinoamericanas que se hallan en los Estados Unidos estudiando e investigando, compaginando la elaboración de una tesis doctoral con trabajos mal pagados (cuando no ilegales). Aura había comenzado ya a demostrar un cierto talento literario cuando la fatalidad quiso que una ola la estampara contra el fondo del océano en la playa de Mazunte. El impacto le fracturó la espina dorsal y murió al día siguiente en un hospital de la ciudad de México.
Playa de Mazunte. Fotografía de Wikipedia.
Una de las interrogantes que el lector de Say Her Name deberá preguntarse y responderse (no hacerlo, seamos francos, diría muy poco en su favor) es en qué medida resulta convincente la aseveración que hace Goldman de que su libro es una novela (véase la entrevista que concedió a Paris Review). Yo personalmente he optado por clasificarla como no ficción. Una cosa es jugar con ciertos aspectos secundarios que ayudan a sostener una trama, y otra, bien distinta, atribuirle a esta perceptiva, a ratos tremendamente íntima narración, las características propias de una novela. Insisto: no lo parece, diría yo, en al menos un porcentaje por encima del 51%.

En un principio Goldman parece perseguir que su lector lea el libro como una confesión ficcionalizada del viudo sobre el que recae la sospecha de negligencia. La culpa como losa que no puede quitarse de encima. Pero conforme la narración avanza, Say Her Name pasa a convertirse en una admirable historia de amor; son las vivencias compartidas con Aura, rememoradas por Goldman, junto con los recuerdos borrosos de los largos meses de duelo, de dolor, de soledad, lo que le otorgan a este libro una energía y una sinceridad sobrecogedoras. Como el mismo Goldman señaló en la entrevista en Paris Review a la que he aludido antes, es un libro sobre el amor, no sobre la muerte (“I hope more people read it as a book about love than as a book about death”).

No se deben comparar los duelos por pérdidas de seres queridos. Es un error en el que caen demasiadas personas. O incluso situaciones mucho peores: un estúpido o estúpida evaluador/a de manuscritos le sugirió a mi mujer que la muerte de su hija en una catástrofe natural podría, para determinadas personas, entrañar un mismo nivel de embestida emocional que la muerte de una mascota, digamos un perro o un gato.

Say Her Name es el entrañable relato de cómo conoció Goldman a Aura, como ella cambió su vida para mejor y para siempre. También es el relato franco de un atónito Goldman ante la irracional reacción de la madre de Aura, Juanita, que en última instancia se niega a entregarle a Francisco las cenizas de su esposa y trata de instar por medio de sus abogados una investigación criminal, acusando a Goldman de imprudencia temeraria y negligencia, prueba de que el dolor desesperado puede instigar un odio ilimitado en personas con inestabilidad emocional o mental.

No obstante todo lo anterior, pienso que al lector de Say Her Name le resultaría interesante contraponer (que no comparar) la lectura del libro de Goldman con Wave, el sobrecogedor relato de Sonali Deraniyagala que reseñé hace unos meses.

Faye repite el nombre de mi hija en el estribillo de ‘Epilogue’, canción que no puedo escuchar sin derramar lágrimas de amor por Clea, y de agradecimiento a una mujer que me ha regalado lo más hermoso, lo más valioso, que nadie pudiera jamás regalar. Porque siempre será su nombre: Clea.

Say Her Name la ha publicado la editorial Sexto Piso en castellano, en traducción de Roberto Frías.

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