28 jul 2014

Reseña: Floodline, de Kathryn Heyman

Kathryn Heyman, Floodline (Sydney: Allen & Unwin, 2013). 297 páginas.

Quien pasee por las calles del casco viejo de la ciudad de Valencia podrá ver en algunas de las paredes inscripciones o rótulos que señalan el máximo nivel alcanzado por las aguas de la riada que devastó la ciudad del Turia en 1957. Entonces yo todavía no había nacido, pero recuerdo muy claramente las historias que mis abuelos y mi madre contaban de aquellos días terribles en que las aguas se desbordaron del que es ahora gran parque y pulmón de la ciudad y en su época fue cauce del río.
(Fuente: Expansion.com)
Las inundaciones son fenómenos habituales, y como demuestra la misma historia del Diluvio Universal que recoge la Biblia, muy antiguas. La autora australiana Kathryn Heyman crea con la ficticia ciudad de Horneville un escenario de desastre natural en el que dos historias paralelas confluyen en un desenlace insinuado pero no cerrado.

Por una parte está el hospital de Roselands, en el centro de la ciudad, al que la catástrofe convierte en prisión de los enfermos y sus cuidadores. En lugar de ser un lugar de refugio al que los afectados por la riada puedan acudir, el hospital pasa a estar en estado de emergencia, del que habrán de ser evacuados tanto pacientes como empleados. Tras la pérdida de la electricidad que causan las aguas, y finalmente la parada de los generadores eléctricos, la dirección del hospital se verá obligada a tomar decisiones muy difíciles. Este hilo argumental sigue a la enfermera Gina, cuya historia personal (familia abandonada por el padre, madre alcoholizada de quien tiene que cuidar desde muy pequeña) la ha endurecido tanto que parece no mostrar emoción alguna en medio de las calamidades y dilemas éticos a los que se tiene que enfrentar en los larguísimos días en que el hospital sucumbe a la catástrofe.
El río Turia a la altura del puente de la Pechina el 14 de octubre de 1957. Un puente que he cruzado miles de veces.
La otra historia de Floodline se centra en Mikey Brown y sus dos hijos, Talent y Mustard. Mikey se ofrece como voluntaria a llevar un remolque lleno de suministros de ayuda preparados por una iglesia de corte evangelista (NuDay) a las víctimas del desastre de Horneville. Su pasado también esconde puntos oscuros: a sus hijos siempre les ha contado que el padre, Scott, se fue a Horneville y no volvió nunca a casa.

La riada, provocada por lluvias que los fieles de NuDay no dudan en atribuir a la intervención de Dios como castigo a los habitantes de Horneville, cancela el festival de ‘iniquidad y corrupción’ que la comunidad gay y lesbiana había preparado para esas fechas.

Tanto Mikey como sus dos hijos han sido sometidos a un auténtico lavado de cerebro, y resulta interesante constatar cómo van cambiando sus opiniones y percepciones de los ‘depravados’ homosexuales de Horneville tras llegar al recinto donde se congregan los encargados de dirigir todas las operaciones humanitarias. Siendo el rostro familiar del canal de compras de TV de NuDay (‘Shop for Jesus’), a Mikey le cambia el gesto tras ver con sus propios ojos en qué consisten los paquetes de ayuda humanitaria que la organización de NuDay había preparado, gracias a una generosísima subvención gubernamental.

Con todo, es el enorme dilema ético que se vive en el hospital el que captura la atención del lector de Floodline. Cuando es evidente que los suministros se van a agotar y que no será posible evacuar a todos los enfermos, las terribles, espinosas decisiones en torno a los pacientes cuya vida no será posible salvar interesarán a todo aquel que perciba en dilemas éticos similares un punto de preocupación muy actual. ¿Qué es más ético en mitad de una tragedia como ésta? ¿Mostrar emociones y empatías, o tomar frías decisiones y pasar a la acción?

Floodline explora temas de interés contemporáneo: la ausencia y la presencia de la fe religiosa en situaciones límite, lo indescifrable que resulta ser la naturaleza humana en determinadas circunstancias, el papel de los padres en la educación de los hijos, la tolerancia y la aceptación de la diferencia social por razones de preferencias sexuales. Para mi gusto, lo mejor de la novela son las escenas y diálogos que Heyman crea, en un escenario casi apocalíptico: un hospital rodeado de aguas fecales y en el que los pacientes se apilan en pasillos en una atmósfera asfixiante debido al calor y la falta de aire acondicionado, y del que conforme pasan las horas es más y más difícil escapar. No me convenció, en cambio, el modo en que la autora trata de hacer confluir las dos tramas en un desenlace abierto, aunque quizás un poco trillado.

24 jul 2014

Reseña: The Burning Library, de Geordie Williamson

Geordie Williamson, The Burning Library: Our Great Novelists Lost and Found (Melbourne: Text, 2012). 224 páginas.

Podría argumentarse que una de las necesidades para todo emigrante es informarse del patrimonio cultural del país de acogida. Siempre he sostenido que una de las mejores maneras de formarse una imagen (que estará no obstante incompleta) de un lugar y de la sociedad que lo habita es a través de la literatura que ese lugar ha producido. La publicación de The Burning Library, del distinguido crítico Geordie Williamson, buscaba poner de relieve a algunos autores australianos del siglo XX cuyos libros han quedado si no olvidados, ciertamente descatalogados.

Tomemos por ejemplo el caso de David Ireland, de quien allá por 1998 compré en una librería que da salida a restos The Chosen, una curiosa y bastante sofisticada novela dotada de múltiples puntos de vista narrativos, que pasó desapercibida en su momento. The Chosen me gustó en su momento; luego pude comprobar (no sin cierta sorpresa) que la única forma de acceder a los libros anteriores de David Ireland era o bien buscándolos en librerías de segunda mano, o tomándolos prestados de las bibliotecas públicas. Y así fue como en librerías de viejo de Canberra, Melbourne y Sydney pude encontrar ejemplares de segunda mano de The Unknown Industrial Prisoner, The Glass Canoe, The Chantic Bird, Archimedes and the Seagle y Burn, títulos descatalogados en su mayoría.

La mayoría de los nombres de autores sobre los que escribe Williamson en The Burning Library son por lo general bien conocidos: además del Nobel Patrick White, gozan de alguna fama los nombres Tom Keneally, Christina Stead, Xavier Herbert. Randolph Stow y Gerald Murnane, éste último todavía bastante activo activo, con tres nuevos títulos publicados en los últimos cinco años. Pero de los demás (Marjorie Barnard, Flora Eldershaw, Dal Stivens, Jessica Anderson, Sumner Locke Elliott, Amy Witting, Olga Masters y Elizabeth Harrower) las únicas referencias que tenía hasta ahora eran breves menciones en algún que otro volumen dedicado a la historia de la literatura australiana.

Y puede que sea ése precisamente el gran valor de esta colección de breves ensayos: The Burning Library, sin llegar a constituir un profundo ni minucioso estudio de las obras de los autores a los que incluye Williamson, sí proporciona excelentes pistas al lector que quiera conocer algo más sobre ellos y la época en que se dieron a conocer en la (a veces caprichosa) escena literaria australiana.

El entusiasmo de Williamson por la literatura australiana es evidente – como no podía ser de otro modo, si es que hace falta mencionarlo – pero lo alienta un ánimo reflexivo, meditado, nada fanático ni exaltado. Si exceptuamos la provocadora consigna de la página 1 (“Asi pues, ¿quién, o qué, mató a la literatura australiana?”), no hay grandes gestos ni grandilocuencia, y eso se agradece, pues si hay algo que quizás sobre actualmente en el escenario en el que se desenvuelve la literatura australiana, es una cierta tendencia a expresarse con desmesura y exaltación, no exenta de conexiones considerablemente politizadas.

No obstante lo anterior, se debiera preguntarle al autor de The Burning Library también por las ausencias (que las hay, y bastante llamativas). Han sido varios los críticos que han señalado que la aparición de este importante volumen parece haber estado dirigida a acompañar la colección de “clásicos” que la editorial Text inició en 2012. Sea como fuere, The Burning Library puede muy bien servir de plataforma de (re)lanzamiento de un variado elenco de autores que han quedado un tanto distanciados u olvidados.

Personalmente, The Burning Library me ha servido para corroborar ciertas ideas que he ido formando acerca de la literatura producida en Australia gracias a mis lecturas en las dos últimas décadas, pero sobre todo ha espoleado mi interés y curiosidad por muchos de estos “desconocidos conocidos”. Ojalá encuentre el tiempo para leerlos y descubrirlos. De momento, The Watch Tower (de Elizabeth Harrower) es uno de los títulos que he añadido a mi must-read list, y espero que a éste le sigan muchos otros.

Pienso que muchas veces, en el fragor del debate académico y de la crítica literaria, muchos se olvidan del hecho de que la literatura nunca deja de ser un ente vivo, un gran árbol, del cual, naturalmente, caen hojas y ramas, pero en el cual hay brotes nuevos impulsados por una savia que bebe de lo viejo y lo nuevo; un árbol, asimismo, al que es posible realizarle injertos foráneos con gran éxito, y cuyos frutos deleiten, no solamente para fruición de los locales, sino que también sean exportables al extranjero.

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