4 jul 2019

Reseña: The Noise of Time, de Julian Barnes

Julian Barnes, The Noise of Time (Londres: Jonathan Cape, 2016). 184 páginas.
Una pregunta resuena con insistencia en esta ficcionalización de Julian Barnes de la vida de Dmitri Shostakóvich: ¿A quién le pertenece el Arte? Según le repiten hasta la saciedad los elementos del Poder (así, con una P bien mayúscula), el Arte le pertenece al Pueblo. Lenin dixit.

Con The Noise of Time Barnes busca construir el gran retrato de un gran compositor como si se tratase de un mosaico. La narración está fragmentada en múltiples párrafos a veces con la apariencia de ser inconexos, meras viñetas que iluminan determinados momentos en la vida de Shostakóvich o reflexiones en torno a lo que debió pasar por su cabeza.

La presencia constante de la tétrica y al tiempo aterradora figura de Stalin contribuye el elemento histórico que marca la vida del compositor. Las furibundas críticas a su música que, según nos relata Barnes, lo pusieron en el candelero y casi lo condujeron al suicidio desaparecieron tras la muerte del dictador, y solo tras el cambio de timonel pudo Shostakóvich volver a componer la música que deseaba crear.

Pero la historia es inmisericorde con quienes se prestan a firmar falsedades y dar respaldo a acusaciones espurias contra otros con tal de que el Poder no les haga daño a los suyos o a ellos mismos. Es bien cierto que la valentía y la tolerancia de la represión tienen límites. Nadie lo duda. Y solamente quienes hayan sufrido las garras y el terror de una dictadura pueden criticar a otros por no hacerlo. Un recuerdo me viene a la memoria: el relato de mi abuela, contándome cómo le propinó un bofetón a mi abuelo para que no les gritase merecidos improperios a las tropas fascistas que desfilaban por las calles. ¿De qué sirve un luchador muerto más en un cajón de pino?

De hecho, Barnes nunca le pierde la simpatía al compositor ruso. Aun cuando la vergüenza le hiera y le muerda en la conciencia al Shostakóvich del autor inglés, nunca deja de mostrarnos una perspectiva humana y comprensiva. ¿La merece? ¿Quiénes somos los lectores para juzgar a uno o al otro?

¿Ensordece el ruido del tiempo al músico? ¿Basta con taparse los oídos? Fotografía de Deutsche Fotothek.
Barnes maneja magistralmente la indudable lucha interna que debió sentir el compositor en todo momento. Cuando los tentáculos del Poder le instan a colgar un retrato de Stalin en la pared de su estudio, Shostakóvich se las arregla para poner uno de Stravinski; en su dacha, en cambio, hay otro de Músorgski.

Como con el Tony Webster de The Sense of an Ending, Barnes parece disfrutar de hurgarle en la herida de sus debilidades a Shostakóvich mas, dado que la narración es en tercera persona, el efecto de su escalpelo queda un tanto diluido.

¿A quién le pertenece pues el Arte? No al Poder. Tampoco al Pueblo, que con demasiada frecuencia prefiere espectáculos deplorables o simples chismorreos entre marujos y marujas (cuando no barbaries mal llamadas artísticas). Digamos que el Arte pertenece a su creador y a su lector (en el sentido semiótico, el más amplio de la palabra).


Barnes vuelve a deleitarnos con la recreación de una vida histórica. Es un autor de muchos quilates, y esta obra le añade un nuevo galón por su buena literatura.


The Noise of Time apareció en el estado español el mismo año de su publicación en inglés tanto en castellano (El ruido del tiempo, Anagrama, traducción de ‎Jaime Zulaika) com en català (El soroll del temps, Angle Editorial, amb traducció d’Alexandre Gombau i Arnau).

26 jun 2019

Reseña: The Shepherd's Hut, de Tim Winton

Tim Winton, The Shepherd's Hut (Australia: Hamish Hamilton, 2018). 267 páginas.

Desde la primera página de The Shepherd’s Hut al lector le llega una voz narrativa repleta de carisma. Es la de Jackson (Jaxie) Clackton, un joven de un pueblo de mala muerte (expresión completamente literal en el caso de su padre) de Australia Occidental. Habiendo perdido ya a su madre por una terrible enfermedad, el muchacho ha sobrevivido a la violencia de su padre, carnicero (a quien apoda Captain Wankbag – algo así como Capitán Escoria) y al silencio cómplice y cobarde del resto de la población, especialmente del oficial de policía.

De manera que cuando el padre (‘el campeón mundial del ron’; o también ‘the deadest cunt’ – el mayor hijoputa) la palma porque le cae encima el coche mientras intentaba hacerle alguna reparación, Jaxie piensa que en el pueblo harán de él la oportuna cabeza de turco. Agarra cuatro cosas y se larga del lugar. Huye hacia el este, allí donde terminan las tierras fértiles donde se cultiva la mayor parte del trigo australiano y comienza el desierto, los llanos salinos, la inmensidad deshabitada que es el interior del continente australiano. A largo plazo, Jaxie espera poder encontrarse con Lee, la chica a la que adora. Los dos son menores, y además primos: las posibilidades de que compartan el futuro son mínimas, por no decir nulas.

Sobrevivir en ese ecosistema es extremadamente difícil, especialmente si al mismo tiempo no quieres que nadie te encuentre. En su deambular descubre una choza en la que vive solo un hombre ya mayor. Es un cura irlandés, Fintan MacGillis, parlanchín, curioso, insufrible para alguien como Jaxie. MacGillis también se oculta, pero los motivos por los que se esconde (¿de quién o de qué? Nunca quiere revelarlos.

En mitad de ninguna parte, sin apenas nada con lo que uno pueda sobrevivir... Lake Ballard, en Australia Occidental. Fotografía de Amanda Slater (Coventry).
Con el paso de los días y las semanas, el joven y el viejo cura comienzan poco a poco a acostumbrarse a la presencia del otro. Para alguien como MacGillis que se ha pasado años sin otra compañía que los pocos libros que tiene y las cabras silvestres que atrapa en el corral atraídas por el agua, la llegada de Jaxie es una suerte de bendición. Con las escuetas conversaciones que mantienen Winton teje la sección de la novela que resulta más que fascinante. Las dos voces suenan claras, diáfanas, impenetrables entre sí. Uno podrá traducir las palabras, pero nunca acertará con el tono, porque no es traducible.

En su guarida tan propicia para la penitencia que dice estar cumpliendo, MacGillis está esperando la entrega de víveres y provisiones que le permiten sobrevivir en ese lugar tan inhospito, pero el envío no llega. Gracias a Jaxie, buen tirador, pueden comer carne de canguro de vez en cuando junto con las verduras de su huerto y el té negro que prepara a todas horas.

Pero todo va a cambiar cuando, después de unos cuantos meses, Jaxie da por casualidad con un enorme vivero subterráneo de marihuana escondido en un contenedor enterrado y mantenido mediante un generador a diésel. Consciente de que los propietarios del negocio irán tras ellos tan pronto sepan que han sido descubiertos, Jaxie trata de convencer al sacerdote de que debe dejar definitivamente su pequeño remanso de paz en mitad de la nada. Pero MacGillis se niega.

Un lugar de Australia Occidental llamado Mount Magnet. ¿Llegará Jaxie allí? O mejor dicho: ¿llegará vivo? Fotografía de E.W.Digby.  
Como Luther Fox en Dirt Music (2001) (y en menor medida Quick Lamb en una de las subtramas de Cloudstreet (1991)), el protagonista huye de la ausencia de un futuro creíble y de la violencia. Y es después del desenlace que comienza su historia, al volante de un coche que no es suyo y para el cual no cuenta con licencia de conducción:
“Cuando me pongo en marcha y del asfalto me llega ese suave y sombrío rumor por debajo, como si todo fuese la hostia de diferente. Como si estuviese en un mundo nuevo, todo escurridizo, plano y fácil. Aun con el motor, que te suelta ese rugido, y el viento que te azota entrando por la ventanilla, los sonidos son de veras suaves, fofos como una almohada. Civilizados, eso es lo que quiero decir. Como si estuvieses aún en la tierra pero apenas ya no lo notases. Y eso es la leche. Te pensarás que nunca antes me había subido a un carro. Pero cuando has estado moviéndote al pinrel igual que una puta cabra durante semanas y meses, cuando en tanto tiempo no has visto otra cosa que ese lento terreno tan duro y pedregoso, repleto de arbustos espinosos, joder, eso se te viene de repente. Ya te digo, es cosa de locos. Se te echa encima una sensación como de ángel. Como si fueses una flecha luminosa.
Es la hostia, ya he alcanzado los cien kilómetros por hora y todavía no he metido la quinta. En una tapicería tan mullida, y con uno de esos abetitos que cuelgan del retrovisor. Estoy volando. Pero tengo el culo bien sentado para hacerlo. Separándome del suelo. Dejando atrás la tierra. Y ya no soy ninguna clase de bestia. (p. 3-4)”
Con The Shepherd’s Hut Winton no hace sino confirmar su notable lugar en las letras australianas contemporáneas. Esta es una excelente historia, y el hecho de que esté narrada en primera persona por un muchacho de quince años que apenas ha completado la educación secundaria le agrega un valor singular. Quien quiera disfrutarla deberá sin embargo hacerlo en inglés. Como queda demostrado en el extracto que he tratado de verter al castellano, ninguna traducción podrá capturar el tono de Jaxie por completo.


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