16 mar 2014

Reseña: The Empty Chair, de Bruce Wagner

Bruce Wagner, The Empty Chair (Nueva York: Penguin, 2013). 285 páginas.

The Empty Chair, de Bruce Wagner, cita la primera estrofa de un soneto de César Vallejo, que en el original en castellano dice:

Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París —y no me corro—
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

The Empty Chair, la silla vacía, es un libro que trata de dos muertes separadas en el tiempo y el espacio, pero los dos relatos que lo componen también versan de la búsqueda de la espiritualidad y la aspiración que casi todos los seres humanos tenemos de alcanzar una especie de logro que dé sentido a la vida vivida.

Un libro inusual en cuanto a su estructura, The Empty Chair se compone en realidad de dos nouvelles. Por motivos que no debo mencionar en una reseña, Wagner decide anteponer el relato más reciente de los dos. En el prefacio, Wagner se ficcionaliza como oyente de historias: “Me he pasado una gran parte de los últimos quince años viajando por el país, escuchando a la gente contar sus historias.” (p. 1). Esos relatos, ofrecidos “de forma voluntaria y sin compensación” los transcribe y edita mínimamente un Bruce ficticio, al que los dos narradores (Charley en ‘First Guru’ y Queenie en ‘Second Guru’) se dirigen con toda naturalidad mientras le cuentan sus historias. El efecto es, naturalmente, bastante acertado.

Charley viaja y vive en una furgoneta repleta de libros por la costa oeste. No tiene problemas económicos porque sus abogados le ganaron un caso de abusos sexuales contra la Iglesia Católica. Aunque es abiertamente homosexual, estuvo casado con Kelly, budista profesional a quien Charley dirige sus dardos críticos: “Con el budismo pasa como con todo en lo que el ser humano mete mano: un día te despiertas y todo se ha ido a la mierda. A la magia la han reemplazado  camarillas de capullos con sus políticas, eslóganes y memeces, e insulsos rituales.” Juntos tienen un hijo, Ryder, quien crece en un entorno de constante sermoneo sobre la impermanencia por parte de su madre. Un día Charley se encuentra a Ryder muerto, totalmente desnudo; se ha ahorcado en la sala de meditación de su madre. La cosmovisión religiosa que Kelly se había construido lógicamente se desmorona al instante.

El segundo relato se sitúa en su mayor parte en la India, pero en dos momentos separados por unos treinta años. Queenie es una mujer ya madura y propensa a la depresión en Nueva York; un día recibe la llamada de su antiguo amante Kura, extraficante de drogas y en la actualidad multimillonario, quien le salvó la vida a Queenie cuando ésta era una adolescente licenciosa. Juntos viajaron a Bombay, donde Kura quería encontrar a un gurú hindú. Al llegar a la tienda de tabacos que hace las funciones de templo del gurú descubren que éste ha muerto, y en su lugar un alto americano rubio ha asumido el papel de gurú. Queenie se marcha de India pero Kura se queda adorando y aprendiendo del extraño gurú gringo, hasta que un éste desaparece sin dejar rastro. La llamada de Kura atrae a Queenie de nuevo a la India, donde los sirvientes de Kura han localizado al americano en una cueva en un villorrio en las afueras de Delhi.

Hay sin embargo un elemento que es nexo incontestable entre los dos relatos, un sorprendente giro en la trama del segundo relato (anterior sin embargo al primero). Aviso para navegantes: en ambos relatos son muy abundantes las referencias al budismo, y quien, como yo, no sea muy entendido en el tema, encontrará algunos de los párrafos de The Empty Chair algo oscuros, por no decir impenetrables.

Wagner, de quien ya reseñé The Chrysanthemum Palace hace unas cuantas semanas, confecciona una interesante narrativa a partir de dos monólogos en los que los personajes se autoevalúan y critican sin miramientos. Con ello no quiero decir que la travesía sea fácil: rara vez el ritmo narrativo del monólogo se acerca a una plena verosimilitud, y en ese sentido, The Empty Chair languidece a ratos. Sí es de agradecer, en cambio, la sutil pero mordaz crítica subyacente en ambos relatos de lo inmensamente vacuo en esa búsqueda de la espiritualidad en muchos adinerados habitantes del primer mundo. Los ecos y reflejos que se cruzan entre ambas nouvelles proporcionan un dinamismo y una razón de ser al conjunto, con la silla vacía como su poderoso símbolo central.

No me queda tan claro, no obstante, la hipótesis que Wagner plantea al final de su prefacio: “Si fuera posible mantener todas las historias de la gente de todo el tiempo en la cabeza, el corazón y las manos, no cabe duda alguna de al final que estaría cada una de ellas inexpugnablemente unidas  por un único detalle religioso.” Ese incognoscible Misterio con mayúsculas al que hace referencia Wagner unas líneas más abajo, y que él prefiere denominar “Dios”, no me sirve. Para nada. Mas puede que a usted, que se ha tomado la molestia de leer esta reseña, sí.

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