Bruce Wagner, The Empty Chair (Nueva York: Penguin, 2013). 285 páginas.
The Empty Chair, de Bruce Wagner, cita la primera estrofa de un
soneto de César Vallejo, que en el original en castellano dice:
Me moriré en
París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París —y no me corro—
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París —y no me corro—
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.
The Empty Chair, la silla vacía, es un libro que trata de dos
muertes separadas en el tiempo y el espacio, pero los dos relatos que lo
componen también versan de la búsqueda de la espiritualidad y la aspiración que
casi todos los seres humanos tenemos de alcanzar una especie de logro que dé
sentido a la vida vivida.
Un libro inusual
en cuanto a su estructura, The Empty
Chair se compone en realidad de dos nouvelles.
Por motivos que no debo mencionar en una reseña, Wagner decide anteponer el
relato más reciente de los dos. En el prefacio, Wagner se ficcionaliza como oyente
de historias: “Me he pasado una gran parte de los últimos quince años viajando
por el país, escuchando a la gente contar sus historias.” (p. 1). Esos relatos,
ofrecidos “de forma voluntaria y sin compensación” los transcribe y edita mínimamente
un Bruce ficticio, al que los dos narradores (Charley en ‘First Guru’ y Queenie
en ‘Second Guru’) se dirigen con toda naturalidad mientras le cuentan sus
historias. El efecto es, naturalmente, bastante acertado.
Charley viaja y vive
en una furgoneta repleta de libros por la costa oeste. No tiene problemas
económicos porque sus abogados le ganaron un caso de abusos sexuales contra la
Iglesia Católica. Aunque es abiertamente homosexual, estuvo casado con Kelly, budista
profesional a quien Charley dirige sus dardos críticos: “Con el budismo pasa
como con todo en lo que el ser humano mete mano: un día te despiertas y todo se
ha ido a la mierda. A la magia la han reemplazado camarillas de capullos con sus políticas, eslóganes
y memeces, e insulsos rituales.” Juntos tienen un hijo, Ryder, quien crece en un
entorno de constante sermoneo sobre la impermanencia
por parte de su madre. Un día Charley se encuentra a Ryder muerto, totalmente desnudo;
se ha ahorcado en la sala de meditación de su madre. La cosmovisión religiosa
que Kelly se había construido lógicamente se desmorona al instante.
El segundo relato
se sitúa en su mayor parte en la India, pero en dos momentos separados por unos
treinta años. Queenie es una mujer ya madura y propensa a la depresión en Nueva
York; un día recibe la llamada de su antiguo amante Kura, extraficante de
drogas y en la actualidad multimillonario, quien le salvó la vida a Queenie
cuando ésta era una adolescente licenciosa. Juntos viajaron a Bombay, donde
Kura quería encontrar a un gurú hindú. Al llegar a la tienda de tabacos que
hace las funciones de templo del gurú descubren que éste ha muerto, y en su
lugar un alto americano rubio ha asumido el papel de gurú. Queenie se marcha de
India pero Kura se queda adorando y aprendiendo del extraño gurú gringo, hasta
que un éste desaparece sin dejar rastro. La llamada de Kura atrae a Queenie de
nuevo a la India, donde los sirvientes de Kura han localizado al americano en
una cueva en un villorrio en las afueras de Delhi.
Hay sin embargo
un elemento que es nexo incontestable entre los dos relatos, un sorprendente
giro en la trama del segundo relato (anterior sin embargo al primero). Aviso
para navegantes: en ambos relatos son muy abundantes las referencias al budismo,
y quien, como yo, no sea muy entendido en el tema, encontrará algunos de los
párrafos de The Empty Chair algo
oscuros, por no decir impenetrables.
Wagner, de quien
ya reseñé The
Chrysanthemum Palace hace unas cuantas semanas,
confecciona una interesante narrativa a partir de dos monólogos en los que los
personajes se autoevalúan y critican sin miramientos. Con ello no quiero decir
que la travesía sea fácil: rara vez el ritmo narrativo del monólogo se acerca a
una plena verosimilitud, y en ese sentido, The
Empty Chair languidece a ratos. Sí es de agradecer, en cambio, la sutil
pero mordaz crítica subyacente en ambos relatos de lo inmensamente vacuo en esa
búsqueda de la espiritualidad en muchos adinerados habitantes del primer mundo.
Los ecos y reflejos que se cruzan entre ambas nouvelles proporcionan un dinamismo y una razón de ser al conjunto,
con la silla vacía como su poderoso símbolo central.
No me queda tan
claro, no obstante, la hipótesis que Wagner plantea al final de su prefacio: “Si
fuera posible mantener todas las historias
de la gente de todo el tiempo en la cabeza, el corazón y las manos, no cabe
duda alguna de al final que estaría cada una de ellas inexpugnablemente unidas por un único detalle religioso.” Ese incognoscible
Misterio con mayúsculas al que hace referencia Wagner unas líneas más abajo, y
que él prefiere denominar “Dios”, no me sirve. Para nada. Mas puede que a
usted, que se ha tomado la molestia de leer esta reseña, sí.