8 mar 2014

Reseña: The People in the Trees, de Hanya Yanagihara

Hanya Yanagihara, The People in the Trees (Londres: Atlantic Books, 2014). 368 páginas.

Desde tiempos inmemoriales el ser humano ha buscado el elixir de la inmortalidad, la panacea universal que curara todas las enfermedades y le permitiera alcanzar el estatus de divinidad eterna, imperecedera. No es nada de extrañar pues que las religiones (de todo signo) sigan teniendo tantos adeptos. Son amplias tragaderas universales que nunca dejarán de funcionar entre las masas aterradas.

The People in the Trees es la única novela que hasta la fecha ha publicado su autora, quien se pasó cerca de 18 años escribiéndola, según confesó en una entrevista a Publishers Weekly. Más o menos basada en la historia real de un doctor estadounidense, Carleton Gajdusek, premiado con el Nobel en 1976, la novela es un complejo relato ejecutado de manera muy audaz por Yanagihara. Se inicia con dos escuetas notas de corte periodístico que dan cuenta de la detención y posterior ingreso en prisión de Norton Perina, prestigioso científico que ha sido acusado de estupro por uno de sus más de cincuenta hijos adoptados. Estas dos notas van seguidas del prefacio (unas diez páginas) que Ronald Kubodera, colega y admirador desmesurado de Perina, antepone al relato autobiográfico que éste ha escrito mientras ha estado en prisión. La autobiografía de Perina va seguida asimismo de otro artículo periodístico, un epílogo a cargo de Kubodera y un extracto de las memorias previamente censurado, además de un glosario y una cronología.

¿Y quién es, en sus propias palabras, Perina? Una infancia poco feliz, huérfano de madre a los pocos años, una sensibilidad muy mermada que deriva en una misoginia ridícula, prácticamente un sociópata (como tantos otros que hoy en día se agazapan tras extraños seudónimos en los foros online de los diarios). Tras completar sus estudios universitarios, a Perina le ofrecen la posibilidad de unirse a una expedición que va a explorar en 1950 una supuesta isla de la Micronesia, Ivu’ivu, en compañía de Tallent, un antropólogo del que Perina se enamora en el mismo instante de conocerlo, y de Esme Duff, por quien sentirá desprecio desde el primer momento por el hecho de ser mujer.

En Ivu’ivu descubren una remotísima comunidad indígena cuyos miembros llegan a superar los cien años de edad. Tienen una extraña ceremonia por la cual los que superan los 60 años de edad pueden comer la carne de una tortuga local (que solamente se encuentra en un lago de difícil acceso en las montañas). El problema es que, mientras que el cuerpo sigue vigoroso, sus mentes se deterioran rápidamente. A los que sufren este síndrome los expulsan del poblado, y tienen que vivir eternamente vagando por la jungla. Tallent, Perina y Duff encuentran a un grupo de estos “dreamers”; pasan varias semanas entre los indígenas, y son testigos de ceremonias iniciáticas que en otras partes del mundo darían pie a mucho más que una simple protesta.
¿Panacea universal? No, gracias.
Perina decide aprovechar su oportunidad, empeñado en descubrir cuál es el secreto de la inmortalidad de los habitantes de la isla, captura y descuartiza un ejemplar de la tortuga “opa’ivu’eke” para llevársela a su laboratorio en los EE.UU., y con la aprobación de Tallent se lleva también a tres de los “dreamers” de Ivu’ivu. El relato de sus pruebas de laboratorio con ratones es fascinante por momentos. ¿Habrá encontrado la fuente de la vida eterna? Con el paso de los años su fama como científico se extiende por todo el mundo, y culminará en el premio Nobel. Pero Ivu’ivu, naturalmente, está condenada.

Perina sigue viajando a Ivu’ivu, e incluso acompaña a Tallent y Esme en una segunda expedición. En uno de sus viajes decide adoptar a uno de los muchos niños que malviven en la isla, y al primero le seguirán muchos, muchos más. Posiblemente, demasiados.

The People in the Trees proporciona un desenlace que no defrauda, y que llevará al lector a reevaluar la apreciación que se había hecho del protagonista narrador. Yanagihara acierta de lleno con la inclusión de una segunda voz narradora, la de Kubodera, que edita la narración autobiográfica y decide suprimir un capítulo de la autobiografía de Perina para luego revelarlo a posteriori. Kubodera anuncia desde un principio su mano en la presentación del texto de las memorias de Perina, pero es esencialmente en las páginas finales donde la manipulación textual que lleva a cabo se revela en toda su dimensión y motivación.

Esta es una novela primorosamente escrita e ideada, sin duda los dieciocho años que invirtió su autora en ella valieron la pena. Yanagihara crea un mundo, un universo completamente verosímil, el de Ivu’ivu, con sus junglas asfixiantes donde no llega la luz del sol y montañas impenetrables. Pero también crea un personaje por el cual no es difícil sentir en un principio una cierta ambivalencia. En su época de ayudante de laboratorio cuando todavía era estudiante, Perina confiesa el disfrute que le produce matar a los ratones una vez han cumplido su cometido científico. Es un primer aviso inequívoco que el lector debe tomar en cuenta respecto a Perina. ¿Podría una mala persona, un individuo jactancioso, hiriente y cruel, ser un gran científico que busca alcanzar el secreto de la inmortalidad para todos los seres humanos?

La fuerte crítica al modelo occidental de colonización (Ivu’ivu, su cultura y su población, por supuesto) es el gran tema de fondo de esta novela: Perina reconoce su gran parte de culpa en la profanación, destrucción y rapiña de una suerte de jardín edénico en mitad del Pacífico que si alguna vez existió, hoy es (como en el caso de Samoa) un puesto remoto del capitalismo más salvaje del siglo XXI, donde la obesidad es rampante, el fundamentalismo cristiano ha borrado casi todos los vestigios que quedaban de una antiquísima cultura propia, y la corrupción se ha adueñado de las estructuras políticas traspasadas desde el imperfecto modelo occidental.

Visto lo visto, a uno solamente se le ocurre confesar que supone un alivio que la inmortalidad no sea, hoy por hoy, posible. Porque, ¿quién en su sano juicio querría padecer eternamente esto que llamamos vida?

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