Martín Kohan, Bahía Blanca (Barcelona: Anagrama, 2012). 276 páginas.
De un viaje por
tierras patagónicas, al sur de la provincia de Buenos Aires, en la última década del
siglo XX, tengo muchos recuerdos, pero ninguno de ellos incluye la ciudad de
Bahía Blanca. No podré negar que pasé por ella o muy cerca de ella, pero
confieso que no me quedó ninguna cosa memorable de aquel lugar en el mundo.
Digo esto porque el narrador en esta novela homónima de Martín Kohan viene a
reafirmar más si cabe la impresión que por algún motivo conservo de esa ciudad
argentina, que no resulta ni llamativa ni atractiva: “Ninguna persona que yo
conozca ha dicho jamás nada bueno de Bahía Blanca, y fue por eso que la elegí como
destino. […] el peor lugar del mundo según todos. […] Las razones esgrimidas solían
ser, entre otras, las siguientes: el clima adverso, con entradas de fríos oceánicos
comparables a las entradas de los ejércitos vencedores en las ciudades
vencidas; la arquitectura casi siempre ingrata, colección de fealdades o de
bellezas fallidas, que en última instancia es lo mismo…”(p. 1).
Lo que Mario
Novoa, el narrador protagonista de Bahía Blanca,
no nos cuenta en esa primera página (ni en las casi cien que siguen) es desde
qué situación se ha marchado o de qué problema ha huido, si es que tiene algún
problema. Y el lector, a medida que progresa en la lectura, va observando
ciertos tics, ciertas obsesiones en el personaje, que narra su estancia en la
ciudad que sirve de cabecera de la ruta que lleva a la Patagonia argentina en
forma de diario fechado.
Por medio de sus
anotaciones, Mario desvela que se ha plantado en Bahía Blanca tras engañar a
las autoridades universitarias con el pretexto de un proyecto de investigación en
torno a un autor, Martínez Estrada, quien le ocasiona una suerte de obsesión
porque tiene, nos dice Novoa, una prodigiosa capacidad para cambiar de tema.
En Bahía Blanca,
Novoa pasa días enteros aislado o sin establecer apenas contacto con la gente.
Las visitas de unos jóvenes catequistas o la conversación con el vecino de la
casa de la universidad donde se aloja quedan reflejadas con humor y obsesiva
minuciosidad. Mientras Mario sigue sin dar cuenta de lo sucedido antes de su
escapada a Bahía Blanca, el meollo de la narración lo constituyen sus paseos por
una ciudad sin atractivo alguno, pero que a sus ojos parece acogedora, puede
que hasta agradable.
Cuando su permiso
académico está a punto de terminar, el pasado hace súbitamente acto de
presencia, y fuerza a Novoa a explicarse. El pasado se llama Ernesto Sidi,
antiguo compañero y socio de negocios, a quien Novoa reconoce a la puerta de un
burdel del barrio portuario; poco después, y tras unas entradas en el diario en
las que Novoa despoja de todo atisbo de ocultación su neurosis
maniaco-compulsiva (refleja las dos voces que le hablan en su cabeza), se nos
revela el acto criminal del que Novoa va huyendo tanto física como mentalmente.
Quiere tanto como ausentarse de él como olvidarlo. Cuando Sidi lo reconoce por
la calle y lo invita a subir al coche, Mario tiene que admitir que el pasado no
se desvanece por arte de magia, y termina confesándole a Ernesto qué es lo que
hizo. Resquebrajado el muro de contención que se había construido, la realidad
y la verdad penetran en la narración, y desde ese momento, las referencias a su
exesposa, Patricia, se multiplican.
Con el regreso de
Novoa a Buenos Aires, la novela entra sin embargo en una dinámica bien
distinta. La narración deja por momentos de tener el interés que tenía, y pasa
a ser una colección de retazos que dibujan las manías, las obsesiones o las
costumbres fuertemente enraizadas en la mente de un hombre que está enfermo,
que se sabe enfermo, pero que no va a aceptar(se) diagnóstico alguno.
Puede que el
hecho de que Novoa sea profesor universitario de literatura sea el detalle
menos plausible de Bahía Blanca, pero
a Kohan le sirve para crear una subtrama metaliteraria que, personalmente, me
supo a poco. Novoa recibe un email de un estudiante de posgrado que le pide su opinión
acerca de la novela de Dostoievski Crimen
y castigo. La correspondencia sucesiva entre el profesor y el estudiante,
intercalada en una sucesión de acontecimientos más bien inanes que no vienen
sino a reforzar la obsesión como característica fundamental de Novoa como
sujeto, consigue despertar mucho interés. Tanto es así, que la abrupta conclusión
de esta sugestiva derivación argumental deja un mal sabor de boca.
Sin que esté en
mi ánimo desvelar el desenlace, cabe añadir que la solución narrativa propuesta
por Kohan no termina de cuajar: nos encontramos a Novoa, desquiciado por la
posibilidad de volver con Patricia; la acecha en el exterior de su casa y
provoca un encuentro fortuito. En una huida hacia ninguna parte, Novoa se lleva
a Patricia en un largo viaje nocturno a través de la provincia de Buenos Aires,
y amanecen en… lógicamente: Bahía Blanca.
Kohan realiza un
encomiable trabajo de caracterización del personaje a través de sus palabras,
de sus giros, de su sintaxis. Palabras repetidas hasta la saciedad, enumeración
gratuita de sinónimos, minuciosas observaciones del entorno cotidiano intercaladas
de forma compulsiva en los diálogos. Novoa, por quien en un principio el lector
puede sentir hasta simpatía, se convierte en un ser cargante, fastidioso,
hiperactivo en la observación de detalles nimios. Un criminal neurótico, insistentemente
enamorado de una mujer que ya no es la misma mujer de quien se enamoró, Novoa
se muestra al final como un pobre majadero incapaz de ver la realidad: que la imagen
del pasado que podemos formarnos en la mente se puede derruir, y solamente un
ser neurótico, un hombre enfermo y transgresor como Novoa es incapaz de constatar el estado de ruina, prefiriendo ver lo que una vez hubo y se perdió irremediablemente.
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