Por mucho que desde
las páginas de suplementos literarios y publicaciones similares se insista una
y otra vez en la superioridad de la novela sobre el relato corto, la aparente
supremacía existe únicamente en términos económicos – las listas de los libros
más vendidos las nutren en buena medida novelas no particularmente brillantes.
Si el cuento parece contar con un estatus marginal, ello no es óbice para
reconocer que hay escritores cuyos cuentos reúnen características literarias de
altísima calidad, por lo que en ese sentido la hegemonía novelística sería más
bien infundada.
El caso de Alice
Munro puede ser una de las mejores pruebas de lo anterior. Munro ha contribuido
durante muchísimos años sus cuentos a, entre muchas otras revistas, The New Yorker. Dear Life es su colección final, y posiblemente la más personal de
todas, como confiesa en una nota que precede a los cuatro últimos relatos de
este volumen, de los que dice que “no son en realidad cuentos. Forman una
unidad independiente, la cual es autobiográfica en sentimiento.”
Los cuentos que
dan inicio a Dear Life tienen
variadas temáticas, pero tienen algunos nexos que los unen, además de la
ubicación geográfica canadiense. Muchos de ellos remiten al lector a la época
de la segunda guerra mundial y la posguerra. Además, la difícil relación que se
da entre el paso del tiempo y el recuerdo de los sucesos pasados: cómo los
cambios bruscos afectan nuestras vidas, las vidas de personas normales, como tú
o yo, y el reflejo que de dichos cambios crea en nuestra memoria el transcurrir
del tiempo y la manipulación subjetiva de la memoria.
El primer relato,
‘To Reach Japan’, es deslumbrante. Una joven madre y ama de casa de Vancouver aficionada
a la poesía, acude a una fiesta de la revista donde le han publicado algunos
poemas. Tras tomarse varios vasos de zumo que resulta ser alcohol de alta
graduación, un periodista de Toronto la rescata, pero al dejarla a la puerta de
casa renuncia a besarla. El recuerdo la consume, y cuando meses después
consigue un trabajo de profesora en Toronto, le escribe al periodista. Durante
el viaje en tren comete una indiscreción y le hace pasar un muy mal trago a su
hija. ¿Qué ocurre cuando el tren llega a la estación?
En ‘Amundsen’ una
joven maestra, Vivien, acepta un puesto de trabajo en un sanatorio para niños
tuberculosos. Allí conoce al médico, el Dr. Fox, un hombre mucho mayor que ella;
al poco tiempo sucumbe a su influjo y entabla relaciones con él. El relato nos
guía paulatinamente hacia un desenlace ingrato para Vivien: en lugar del
romance que Munro parece haber sugerido podía aflorar en la vida de la maestra,
la mezquindad de un hombre sin escrúpulos se impone y quebranta la vida de la
maestra.
‘Corrie’ es la
historia de una joven acaudalada pero discapacitada por la poliomielitis; en
este relato, la mujer entabla relaciones con un hombre casado, arquitecto, y quien
al poco tiempo le revela que una exsirvienta los ha descubierto y empieza a
hacerles chantaje. El desenlace es de lo más sorprendente: gracias a un episodio
imprevisto, relatado de forma muy escueta, Munro nos hace dudar sobre la
veracidad de algo que afectó la vida de Corrie.
Una de las virtudes
en los cuentos que componen Dear Life
es el modo en que la autora realiza un sublime despliegue del poder que tienen
las emociones sobre el ser humano, y lo confusas que pueden resultarnos. En ‘Dolly’,
una anciana mujer cuenta cómo, tras haber acordado un pacto suicida con su
viejo esposo, sucumbe a un ataque de celos cuando él reconoce a una vieja novia
en una vendedora ambulante de perfumes. Sin pararse a pensarlo en frío, hace la
maleta y se sube al coche, dispuesta a dejarlo para siempre. ¿Pero qué es "siempre" para una septuagenaria?
Posiblemente se
deba al estilo tan sobrio y sin florituras de Munro, pero el caso es que los
cuentos de Dear Life introducen
plácidamente al lector en el mundo de sus personajes; sin embargo, la placidez
es del todo engañosa, es un mero artificio, quizá porque el mundo real no
abunda en placidez y quietud sino más bien en malevolencia, mezquindad y
pobreza de espíritu. Munro no revela esas caras oscuras y lóbregas de la
humanidad, sino que simplemente se limita a aludir a ellas. O dicho de otro
modo: lo que es en apariencia un sencillo entramado lingüístico deja entrever
al lector un mundo agrio. Lo connotado es mucho más expresivo de lo que las
simples palabras que la autora emplea parecían habernos dicho.
En su reseña
para la London Review of Books, Christian
Lorentzen opinaba que “los relatos de Munro sufren cuando aparecen en una recopilación,
porque la forma correcta de leerlos es dentro de una revista”. No puedo estar más
disconforme con esa opinión: precisamente el hecho de juntar los cuentos en un único
volumen permite al lector marcar el tempo de lectura, abandonarla y retomarla a
su antojo, elegir cuándo (re)leer un relato, o en qué orden (re)leerlos, y
combinar su lectura con la de otros libros. Por cierto, en la edición que he
leído, impresa en letra grande, cuentos que normalmente ocuparían diez páginas
ocupaban treinta, y ése era un placer/valor añadido.
Munro ha dicho
que éste será su último libro, que dejará de escribir. Por suerte para los que
nos gusta la buena literatura, ha dejado un importante legado que podrán disfrutar
muchas generaciones venideras de lectores.
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