Roberto Bolaño, Los detectives salvajes (Barcelona: Anagrama, 1998). 609 páginas.
He olvidado la primera
vez que oí o leí el nombre de Roberto Bolaño. Probablemente no sea un detalle
importante, pero sí puede ser de alguna manera significativo el hecho de que
fuera 2666, su gran obra póstuma (la
cual no está nada claro que Bolaño tuviera en mente publicarla como un solo
volumen), la primera de sus obras que leí. Es ahora, en 2014, que he concluido
la lectura de Los detectives salvajes,
prácticamente 17 años después de su aparición. Entre 2666 y Los detectives
salvajes han pasado por mis manos (quizá uno debiera ya empezar a subrayar
ese nimio dato de las manos, en tanto que denota la presencia física de un
libro de papel) unos cuantos títulos más – pero no he agotado todavía mi filón
bolañesco o bolañiano (que yo sepa, ninguno de los adjetivos ha cobrado estatus
oficial).
De hecho, cuando
me sobre tiempo (si es que alguna vez me sobra eso que hemos dado en llamar
tiempo) y haya completado mis lecturas de Bolaño, tengo la esperanza (¿o la
absurda ambición del lector empedernido o empecinado en hacer algo que pudiera
considerarse, de alguna manera, casi heroico?) de releer su ouvre, pero tal y como la han vertido al
inglés sus diversos traductores: Chris Andrews, Natasha Wimmer y Laura Healy.
Estoy seguro de
que no soy el primero en observar la coincidencia de que Bolaño y DF Wallace
estuvieran a fines del siglo XX escribiendo novelas que se proponían demoler la
noción convencional de la novela. Lo que no me creo es que hubiera vasos
comunicantes entre ellos. Ni el inglés de Bolaño podía ser tan bueno como para leer
y comprender Infinite Jest (1996) en
su versión original, ni el chileno se había hecho todavía un nombre en los
Estados Unidos. De hecho, la fama en las tierras del sueño americano le llegó
(por decirlo de alguna manera) cuando ya estaba criando malvas.
De Los detectives salvajes un lector podría
aseverar que es una novela detectivesca cuya trama sigue a un par de extravagantes
y desquiciados poetas por medio mundo, y no estaría tan desencaminado. Sin
embargo, otro podría muy bien responderle al anterior que es una (gran,
estupenda, novedosa) novela sobre el final de la poesía, novela a la que Bolaño
impone una estructura que en cierto modo (y solo en cierto modo) recuerda a las
novelas de detectives. Lo más llamativo de la búsqueda que emprenden una
Nochevieja de 1975 los poetas viscerrealistas Belano y Lima en el norte de
México es que la poesía real visceralista brilla por su ausencia en Los detectives salvajes. Se habla mucho
de poesía, pero ésta no aparece por ninguna parte. Cesárea Tinajero pudiera muy
bien ser una excusa para que dos locos tomen prestado el auto de un catalán
chiflado radicado en el DF y se pierdan en compañía de una joven prostituta que
huye de su padrote y un joven ingenuo muy enamoradizo y algo de aventurero.
Habrán de pasar todavía
muchos años para que, con la suficiente distancia académica y emocional, se
pueda proceder a evaluar el innegable valor de la aportación de Bolaño a la
literatura universal (no solamente a la de lengua española, como se ha visto en
los últimos cinco años – aparecen ya reconocimientos públicos de la
poderosísima influencia de sus novelas en nuevos autores, como el caso de
Rachel Kushner y su novela The
Flamethrowers).
He disfrutado
mucho de la lectura de Los detectives
salvajes, aunque puede que no me haya sentido tan deslumbrado como me
ocurrió con la lectura de 2666, allá
por 2007, mucho antes de que me decidiera a crear un blog sobre literatura.
Como en el caso de La pista de hielo,
es impresionante el juego de voces que aparecen en la segunda parte de la
novela, la cual constituye el grueso del libro, recogiendo además del
testimonio de numerosísimos testigos de las vicisitudes de los dos poetas
protagonistas, Ulises Lima y Arturo Belano, innumerables disquisiciones sobre literatura
y poesía. Al igual que David Foster Wallace, Bolaño era un soberbio lector:
quien quiera dedicar tiempo a buscar el significado de muchos vocablos que
aparecen en algunas de esas conversaciones, o más datos sobre los cientos de
autores que aparecen nombrados, tenga por seguro que va a necesitar muchas
horas.
Son naturalmente
interesantes los guiños al lector que crea ese vasto juego de muchas voces
narrativas: las contradicciones que se le presentan al lector entre unos y
otros testimonios, por ejemplo, o el mismo contraste de sus registros. Una verdadera
proeza literaria en una novela que nos recuerda que, a fin de cuentas, todo lo
que importa en literatura no es otra cosa que la propia literatura, si bien Bolaño
lo hace en Los detectives salvajes de
una manera harto alejada de lo convencionalmente literario. Y aunque solo fuera
por eso, le quedaremos por siempre agradecidos sus lectores.
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