Juan Mihovilovich, Yo mi hermano (Santiago: LOM ediciones, 2015). 129 páginas.
Son pocas las
obras literarias que hacen de la esquizofrenia una propuesta narrativa o
incluso estética. En el caso de este libro del chileno Mihovilovich, Yo mi
hermano, al lector la escritura se le aparece como un doble monólogo, dos
voces de un mismo narrador que a ratos interroga, a ratos apela y a ratos
maldice a su otro yo, representado por "su hermano".
Ya
desde el principio el narrador avisa de que la voz de ese hermano va a tratar
de suplantarlo. Tanto es así que hacia el final de la novela pareciera que esa
voz impostora se haya adueñado del relato, y puede que Mihovilovich (juez
nacido en Punta Arenas) se deleite en la confusión del lector.
Punta Arenas, Chile. Fotografía de Penarc. |
El hermano
protagonista, aparentemente recluido en una casa a la que casi nadie viene,
rememora su niñez y las muchas desdichas que su hermano mayor le infligió. Por
ejemplo, el recuerdo de cómo el hermano mayor lo empujó al río helado cerca de
la casa con una sonrisa cruel y desalmada. En otro episodio el narrador relata
el día en que el hermano le saca el ojo al hijo de unos vecinos. Con la
narración de muchos otros incidentes familiares y alguna que otra colorida
descripción de la larguísima convivencia fraterna, el hermano menor va
construyendo la leyenda negra del hermano mayor, ribeteada de un odio extremo.
Yo mi hermano es un libro atípico, no solamente por su
estructura narrativa. Cada capítulo cuenta con dos partes, en la que la segunda
es un paréntesis contrapuesto a la primera. No hay nombre alguno, y cuando hay
que nombrar a algún personaje, Mihovilovich opta por utilizar la inicial:
“¿Cómo supe que habías embarazado a C.? Te preocupa, ¿no es cierto? […] Es
claro, tus problemas no son de peso, sino de conciencia. Haber preñado a C. no tendría
mayor significación a menos que hubieras querido desembarazarte – qué término
tan apropiado – del ser que ayudaste a gestar.” (p. 29)
La locura, parece
querer decirnos Yo mi hermano, nace del dolor, de la crueldad del
abandono, de la rivalidad ilimitada, de la vileza y la bajeza con que los
monstruos justifican sus acciones y la indiferencia con que culminan aquellas.
La contraposición de las dos voces narrativas crea un eco rico en matices, pero
que no termina de tener una posibilidad de resolución final. A fin de cuentas,
la realidad nunca es una, sino la suma de las percepciones de muchos de eso que
creemos realidad.
Un libro que
podría resultar perturbador para muchos por lo que tiene de feroz disputa de la
identidad propia, con ecos bíblicos. Si Kafka sugería que “El escritor que no
escribe no deja de ser un monstruo que coquetea con la locura”, también hay
escritores que, al escribir, pareciera que coquetean con una especie de
enajenación.