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22 abr 2020

Reseña: Escipión, de Pablo Casacuberta

Pablo Casacuberta, Escipión (Madrid: 451 Editores, 2010). 302 páginas.
El narrador protagonista de esta novela del uruguayo Casacuberta se llama Aníbal Brener. Pudo haber sido académico de renombre, pero la coexistencia con su padre, el ínclito profesor Brener, lo hundió en el anonimato, el alcohol, la desidia y la derrota. Otro perdedor, dirás. Pues sí, otro más que añadir a la lista.

He ahí la premisa inicial de la novela. El viejo conflicto generacional: padre e hijo enfrentados; hijo que huye; padre que le fustiga; hijo que se derrumba y el consiguiente distanciamiento inabordable.

Cuando el profesor muere, Aníbal se entera por la tele. No acude al funeral, mientras que su hermana sí lo hace y preside el homenaje que el estado rinde a uno de sus próceres.

Pero resulta que el profesor le ha tendido una trampa a Aníbal: le ha brindado la posibilidad de hacerse con su herencia. Pero hay ciertas condiciones que el joven derrotado ha de cumplir para poder hacerse con la fortuna que legítimamente le corresponde: deberá escribir una obra sobre un tema de historia contemporánea, y el libro resultante deberá contar con al menos 500 páginas (un tostón, digámoslo sin tapujos) y aparecer en el mercado bajo el sello de una casa editorial de cierto renombre. Como argumento, parece casi válido.

Montado en un elefante, ¿Aníbal trata de recuperar los diarios de su padre y la poca ropa limpia que le queda?
Sin embargo, lo que el lector se encuentra es una pesadísima narración en una primera persona trastornada, maniática, obsesionada con detalles absurdos y a un tiempo ajena a la realidad. De la misma manera que, rememorando la ruptura que le separó de su progenitor, hace una burla insufrible del estilo de su padre, él mismo cae en el estilo insufrible, a ratos chapucero y en ocasiones ridículo. Si la intención de Casacuberta hubiera sido la ironía cultivada mediante el monólogo interior, y condenar a Aníbal cual pez que muriera por su boca, aún podría el lector llevarle la corriente.

Pero no es así. No, porque después de batallar la lectura de ciento y pico páginas de disquisiciones inanes adornadas con una ajada retórica, decimonónica de espíritu, al lector lo sumerge Casacuberta en una riada de verano que, a fuerza de mucho gerundio y un exceso de hipérboles, se lleva por delante todo lo construido hasta entonces, incluida la más mínima esperanza de que hubiera tenido entre sus manos una novela que valiera la pena leer.

Tras ser arrastrado por la riada cuando trataba de recuperar una bolsa en la que estaba uno de los cuadernos del diario del profesor Brener (quien era, según parece, menos dado al rigor académico y a la mesura habitual de la esfera intelectual cuando estaba rodeado de mujeres jóvenes.

El tumor no se llamaba Escipión ni era africano.
Si en la concepción germinal de la novela se hubiera admitido propuesto el autor contraponer otro, o incluso otros, puntos de vista narrativos, no sería una cosa de leer tan fastidiosa como de hecho lo es. Llevar al lector por vericuetos tan retorcidos como el viaje a la estancia de Manzini, donde Aníbal es testigo de un acto de servidumbre sexual, pocos momentos antes de la llegada de su exnovia y de la insólita inundación que propicia el no menos gris desenlace es, a fin de cuentas, una tomadura de pelo. Escipión fracasa en lo que más necesita una novela: no consigue despertar el interés del lector en casi ningún momento.

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