Te preguntarás –
eso espero – de qué
maniobra estoy hablando. Pues es porque Zaher deliberadamente se dirige a un “tú” que soy yo, el lector, que quizás no
esperaba una interpelación tan directa y resuelta. La protagonista (la novela
está narrada en primera
persona, pero nunca sabemos su nombre) trabaja como maestra en una escuela de
uno de los barrios humildes de Nueva York. Es una mujer obsesionada con la
limpieza. Su rutina diaria incluye el baño, frotándose toda la piel a
conciencia y afeitándose todo pelo que le aparezca. La obsesión (¿enfermiza?) por
la limpieza tiene una motivación moral para ella. Cree que el día en que sus padres murieron
en un accidente de tráfico se tragó la moneda del título (un shekel). Esa moneda, que persiste en su interior,
es obviamente un símbolo: de su herencia (que su hermano le pasa con
cuentagotas) y de su identidad, otra vertiente, mucho más esencial e
importante, de la herencia que la narradora ha llevado consigo a América.
Y en Nueva York, la anónima protagonista de The Coin trata de mantener
una apariencia de alto nivel socioeconómico (tiene dinero pero no acceso
directo a él) con la adquisición de productos de marcas archiconocidas. La
letanía de nombres de accesorios y prendas de moda es significativa: Hermès,
Ferrari, Louis Vuitton, Chloé, Gucci, Miu Miu, Blahnik, etc.
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Un Birkin. Fotografía de la filipina Yvette Religioso-Ilagan. |
Un día abandona una abandona su gabardina en la calle, y pocos días después
descubre que un extraño la lleva puesta. Poco a poco entra en una relación con él
(en la novela lo conocemos únicamente por el apodo de ‘Gabardina’). Gabardina
la convence para viajar a París a comprar bolsos Birkin que luego revenderán en
Nueva York. La estratagema de Gabardina y la intervención de la narradora es
una atractiva subtrama que en realidad no lleva a ninguna parte. Las
observaciones sobre el comportamiento de los empleados de las tiendas de
artículos de lujo son brillantes. Pero una vez de regreso en Nueva York,
Gabardina desaparecerá de su vida para siempre.
Tan fascinantes como esos capítulos son los dedicados a los alumnos de su
escuela. Hay un subtexto de fuerte censura social. La narradora se convierte en
difusora y promotora de ideas subversivas; en paralelo, describe su personal
descenso a los infiernos. Pide una larga baja en la escuela, construye un
terrario en el apartamento donde vive y se abandona al descuido y la suciedad,
desconectándose del mundo.
Una novela que no te puede dejar indiferente. La sociedad (no solamente la
estadounidense) de esta tercera década del siglo XXI sale muy malparada.
Nuestros vicios consumistas y nuestras desidias políticas quedan expuestas en
un texto en el que abundan lo escatológico, el sexo y una brutal ironía. Observa
la protagonista que los estadounidenses tienen un comportamiento muy protector
respecto a sus hijos – no es de extrañar, pues es el único país del mundo en el
que parece existir una práctica cultural que todos conocemos como school
shooting.
The Coin es un brillante debut. Ese trastorno obsesivo compulsivo por la limpieza que
demuestra padecer la narradora tiene un objetivo claro: la suciedad. Pero no la
suciedad física (mugre, polvo, lodo, grasa, etc.) sino la moral, esa mezcla de
indecencia identitaria e ideológica de la que ha surgido el monstruo al que
todos vemos a diario en el más realista y real espectáculo de reality TV
que haya habido jamás y, por si fuera poco, en directo desde la Casa Blanca.
The Coin recibió este año el Premio Dylan Thomas que
otorga la Universidad de Swansea a la mejor novela de un autor joven. He aquí
un fragmento:
«El primer lunes del
mes de marzo, todos los maestros se reunieron en la sala de profesores. Era el
cumpleaños de Lauren, Aisha había hecho unas magdalenas de terciopelo rojo y
había también algunos asuntos administrativos de los que hablar. La maestra de
plástica iba a tomar la baja por maternidad, los baños del segundo piso estaban
destrozados y el presupuesto para actividades de atletismo estaba agotado. Yo
casi nunca decía nada en esas reuniones, y aquel día me quedé de pie junto a
los ventanales, las manos por encima del radiador, rehuyendo los bombazos
calóricos. Mantuve un perfil bajo. Era todavía la nueva maestra, y no confiaba
en que fuera a decir algo apropiado.
El último punto de la
agenda del día era una carta que Aisha había recibido de algunos alumnos. Agitó
la hoja de papel cuadriculado en el aire y dijo: “Ahora se hacen llamar el
Movimiento por la Belleza y la Justicia”. Leyó la carta rápidamente, le parecía
divertida, y se saltó algunas partes que no entendía. “Amenazan con ponerse en
huelga” —prosiguió— “y dicen que tenemos dos semanas para responder”. Soltó una
sonora carcajada y movió la cabeza. Me recordó el modo en que yo había desestimado
la nota de suicidio de Carl.
Gregory quiso saber
qué estudiantes estaban detrás de la carta y Aisha insistió en que eso no
importaba, que eran un gran grupo, aunque pienso que trataba de proteger a Sal
porque era pariente suyo.
“¿Puedo ver la
carta?”, pregunté. Era lo primero que había dicho en la reunión, y Aisha me
miró como si se sorprendiera de verme allí. Me la pasó; era la letra de Leonard,
diminuta, en azul. Había una larga lista de demandas, que Aisha había omitido
en su lectura. Requerimos una máquina de refrescos. No podemos hacer tareas los
fines de semana. Queremos llevar zapatillas en el colegio.
“¿Qué vais a hacer
respecto a esto?”, pregunté mientras miraba alrededor, a los demás maestros,
pero luego bajé los ojos y miré otra vez el radiador, no queriendo parecer demasiado
comprometida. “Pues ignorarlos”, dijo Gregory y empezó a empaquetar sus cosas
en la mochila. “No, yo no pienso ignorarlos,” dijo Aisha, “todos queremos que
nos oigan, podemos darles algo,” prosiguió, “quizás una máquina de limonada, y
podemos subir la temperatura del termostato hasta los 18 grados”.
Aisha era de esa rara especie de personas, gente amable y gentil, gente que creo que nacen ya así. Son más visibles en ciertas profesiones. En la educación, o en la atención médica, como las enfermeras que extraen sangre. Esta gente trabaja en el interior de los edificios, trabajan jornadas largas e intensivas, a veces en turnos nocturnos. Ya no quedan muchos así hoy en día, pues nuestra cultura nos socializa en contra de la amabilidad. Lo sé porque casi nunca te los encuentras en la calle». (p. 149-50, mi traducción)