20 mar 2012

En el SPOKE Word Festival de Adelaida



El pasado fin de semana tuve la suerte de formar parte de un panel de oradores en el contexto del Día Multicultural del SPOKE Word Festival en Adelaida. En el panel figuraban escritores de muy diversa índole y origen: Juan Garrido Salgado, Lionel Fogarty, Dylan Coleman, y Ranjit Ratnaike.

Juan Garrido Salgado y Lionel Fogarty leyeron algunos de sus poemas. Garrido es un poeta mapuche chileno que reside en Australia desde 1990, tras huir del régimen pinochetista, mientras que Fogarty es un autor aborigen, nacido en la tierra Wakka Wakka, que trata los temas de los derechos de los pueblos indígenas a conservar sus tierras y sobre la injusticia que sufren los aborígenes en su propia tierra.

Coleman publicará en octubre su primer libro, ‘Mazing Grace, y el sábado habló de la búsqueda y recopilación de datos y testimonios que le van a permitir contar la historia de su padre, emigrante griego que vivió terribles experiencias que le dejaron una profunda e indeleble huella, y de su madre, que creció en la misión de Kooniba, en el desierto de Australia Meridional. Dylan es de linaje indígena y griego, y ganó el Premio David Unaipon para manuscritos inéditos de los Premios Literarios del Gobierno de Queensland.

Ratnaike es originario de Sri Lanka, y ha publicado un libro titulado Saradasi: The Prophecy, una obra de ciencia ficción.

Por mi parte, mi intención fue hablar un poco de la experiencia de escribir en una tierra extraña desde una triple perspectiva como emigrante, como traductor y como autor. La idea principal en la que centré mi breve alocución fue la de cruzar fronteras, en oposición a los manidos eslóganes políticos que tratan de explotar el miedo y la ignorancia.

Cada vez que nos desplazamos, cada vez que traducimos, cada vez que escribimos, estamos superando líneas divisorias – unas son invisibles, otras son físicas, muy visibles. El caso es que, en un mundo donde la tecnología sigue avivando los procesos tanto de comunicación como de desplazamiento (físico y virtual), ese constante atravesar las fronteras ha de terminar por borrarlas, por eliminarlas y quitarles el sentido, la razón de ser.

Jude Aquilina, del SA Writers Centre, presenta a los miembros del panel 
Esta es una versión editada de lo que dije el sábado, seguida de su traducción al castellano.


It is both challenging and exciting to engage in these conversations. I’d like to speak about my experience of writing, about how I see what academics like to call the writerly self, or what I would rather name my identity as a Spanish-Australian individual who crosses borders on a daily basis in writing, and one who ultimately will always be a migrant writer. I like to think of writing as border-crossing. 
We live in a world where we are still constrained (and contained) by physical, linguistic and abstract lines, by borders, and in that sense only we could argue we’re all migrants. There are those who commend such lines and think of themselves realists, always appealing to our fears by stressing that the border is there to be protected, a line not to be transgressed, while at the same time making a vainglorious display of pride in the multicultural fabric of Australia’s migrant background. We should remind them that migrants need to cross borders, that the origins of this country are based and always will be based on a transgression. 
In the film The Three Burials of Melquiades Estrada, Tommy Lee Jones takes us on a superbly ironic journey across the border back into Mexico. They reach a derelict house where a lonely blind old man, who seems to be just waiting for his death, spends his time listening to a Mexican radio station in a language he does not understand. Why, the character played by Jones asks him. “I like the sound of it”, the old man replies. 
Like the old man, I like the sound of what’s over the border, and my writing aims to reach out and bring others over the border, so that eventually the line becomes blurry and meaningless. I believe I write from a place that has many characteristics of a border zone: it is neither here, nor there. I can write in a language that is not my native tongue, yet I feel comfortable enough to produce beautiful poetry in that language and share it. 
A few days ago, my cousin Juli Capilla, an established poet who has published a few prize-winning books, while writing in his blog about an exhibition of modern Australian indigenous painting he had been able to visit with his two children, suggested that I could provide some information about the many cultures of the Aboriginal peoples. My response was that I should feel ashamed: I still know very little about these cultures after fifteen years. How can we cross those invisible lines that still separate us within your/my country? 
I believe we need to come to terms with the fact that the border, la frontera, is spreading everywhere. And it is precisely that process (embodied by the unstoppable spread of English as a world language) that will render all borders blank, inconsequential. We should not reinforce the infectious, malicious idea that physical, political and economic borders have been made in order to separate at a time when borderline zones are pioneering new forms of plurality in the wider community. Let us allow the blurring of frontier-based dynamic cultures to put an end to the ignorant contagion of intolerance that the border protection mindset encourages. 
I have successfully crossed one invisible, personal border. It has taken fifteen years for me to do so; it has taken such a very long time for me to feel entitled to say that the land of the Ngunnawal in the Canberra area is a land I belong to. The price was too dear, too personal, and too cruel. This realisation only came to me after I buried my daughter Clea. 
Clea was born, bred and buried in Ngunnawal land. After she died, it occurred to me that my child, who was a proud Year 1 student at the local public school, Amaroo School, did belong in Ngunnawal, and because she’s buried there, so do I now.

Participar en estas conversaciones es un reto emocionante. Quisiera hablar de mi experiencia como escritor, de cómo veo lo que a los académicos les gusta denominar el ser escritor, o lo que yo prefiero llamar mi identidad como un individuo hispano-australiano que cruza fronteras todos los días al escribir, uno que en última instancia siempre será un escritor migrante. Me gusta pensar en la escritura como un cruce de fronteras. 
Vivimos en un mundo donde seguimos constreñidos (y contenidos) por líneas físicas, lingüísticas y abstractas, por fronteras, y únicamente en ese sentido se podría decir que todos somos migrantes. Hay quienes ensalzan esas líneas y se dicen realistas, siempre apelando a nuestros miedos al acentuar que la frontera está para ser protegida, una línea que no debe ser transgredida, mientras que al mismo tiempo hacen una exhibición vanagloriosa de orgullo por el tejido multicultural del origen migrante de Australia. Debemos recordarles que los migrantes tienen que cruzar fronteras; que los orígenes de este país se basan y siempre se basarán en una transgresión. 
En la película Los tres entierros de  Melquíades Estrada, Tommy Lee Jones nos lleva en un viaje maravillosamente irónico de regreso a México cruzando la frontera en sentido contrario. Durante el viaje llegan a una casa en ruinas donde vive un viejo solitario y ciego, quien simplemente parece estar esperando la muerte y quien pasa el tiempo escuchando una estación de radio mexicana en un idioma que no entiende. ¿Por qué, le pregunta el personaje que interpreta Jones? “Me gusta cómo suena”, le responde el viejo. 
Como a ese viejo, a mí me gusta cómo suena lo que está al otro lado de la frontera, y al escribir aspiro a alcanzar y a traer a otros al otro lado de esa línea fronteriza, de manera que a la larga la línea se vuelva borrosa y sin sentido. Creo escribir desde un lugar que tiene muchas de las características de una zona fronteriza: no está ni aquí ni allí. Sé escribir en una lengua que no es mi lengua materna, pero me siento lo bastante cómodo para producir hermosa poesía en esa lengua y compartirla. 
Hace unos días, mi primo Juli Capilla, poeta ya establecido que ha publicado varios libros galardonados, escribía en su blog sobre una exposición de pintura aborigen moderna que había podido visitar con sus dos hijos, y sugería que yo podría dar más información sobre las muchas culturas de los pueblos aborígenes. Mi respuesta era que debería sentir vergüenza: sé muy poco todavía de estas culturas tras quince años. ¿Cómo cruzar estas líneas invisibles que aún nos separan dentro de vuestro/mi país? 
Creo que debemos asumir el hecho de que la frontera, the border, se está extendiendo a todas partes. Es precisamente ese proceso (plasmado por la propagación imparable del inglés como lengua mundial) que hará de todas las fronteras algo vacío e incoherente. No debemos reforzar esa idea contagiosa y maliciosa de que las fronteras físicas, políticas y económicas se han hecho para separar, justo cuando las zonas fronterizas son pioneras en la creación de nuevas formas de pluralidad en la comunidad global. Permitamos que la imprecisión de las dinámicas culturas que surgen en las líneas fronterizas termine con el ignorante contagio de la intolerancia que alienta la mentalidad de la protección de fronteras. 
Yo he conseguido cruzar una frontera invisible y personal. Me ha llevado quince años hacerlo; me ha llevado todo ese larguísimo tiempo sentirme con derecho a decir que la tierra de los Ngunnawal en la región de Canberra es una tierra a la que pertenezco. El precio fue demasiado caro, demasiado personal, demasiado cruel. Me di cuenta de ello solamente tras enterrar a mi hija Clea. 
Clea nació, se crió y fue enterrada en la tierra de los Ngunnawal. Después de su muerte, me vino la idea de que mi hija, una estudiante del año 1, orgullosa de su escuela pública, la Escuela de Amaroo, sí pertenecía a la tierra Ngunnawal; y porque está enterrada allí, también yo pertenezco ahora.

11 mar 2012

Un año después: 11 de marzo

Racecourse Beach (borrowed from Surf-Sisters.com)

Lo creas o no, Canberra celebra su día de fiesta siempre el segundo lunes del mes de marzo, sea cual sea la fecha. El año pasado ese festivo día cayó en el 14 de marzo, por lo que aprovechando el final del verano austral nos fuimos toda la familia a la costa, a una preciosa playa llamada Racecourse Beach.
Llegamos allí poco después de la hora de la cena (en Australia se cena sobre las 7 en el horario de verano), dejamos todos nuestros bártulos playeros, guardamos comida y bebida, preparamos las camas y fuimos a echar un vistazo rápido a la playa antes de que se hiciera de noche.
Sobre las 8 de la noche ya estábamos de regreso en el bungalow alquilado por tres noches, dispuestos a relajarnos, y con el ánimo de propiciar que los mellizos pudieran disfrutar de un largo fin de semana. Encendí entonces el televisor, dispuesto a ver alguna de esas películas que han repetido mil veces, o simplemente para entretener a los chicos un rato antes de meterlos en la cama.
Esto es lo que vimos:

Dirás: Todo el mundo ha visto esas imágenes; no son nada nuevo. Cierto, las han pasado por TV una y otra vez hasta la saciedad. Pero estoy seguro de que tú, quien en estos momentos lees estas palabras que ahora escribo, no las puedes ver ni las has visto de la misma manera que mi familia y yo las vimos. Ojalá nunca tengas que verlas.


No, tú no has visto esa larga lengua negra (que en las imágenes avanza por las tierras del norte de la isla de Honshu a gran velocidad, ¿verdad que sí?) aparecer de repente entre tus pies, mientras corrías agarrando de la mano a tu hijo de cinco años y gritabas 'Corred, corred' a tus hijos y tu esposa.
Tú no has sido alzado en vilo por la fuerza brutal del océano y engullido décimas de segundo después por una montaña de agua, un océano que de pronto se ha salido de su sitio. No, tampoco lo has visto venir como lo veo venir yo, así, aquí, ahora o en cualquier momento, porque, oh shit, la línea del horizonte está arqueada y aunque no parece que tenga sentido, aunque parece absurdo e increíble, el instinto te dice que tienes que correr.
Tú no has corrido descalzo con el pánico metido en el cuerpo, mientras vas gritándoles a todos los que te vas encontrando en tu huida desesperada que corran, que corran, que viene el océano.

Tú no has sentido los golpes de innumerables trozos de coral, de maderos, de troncos de árbol en la espalda, las piernas, los pies, la cabeza mientras te estás hundiendo, no puedes hacer nada por evitarlo, no puedes nadar en esta masa de agua que juguetea contigo y con ese niño de 5 años, tu hijo, que tienes bien agarrado con un brazo porque si lo sueltas, ¿qué va a sucederle?

¿Qué os va suceder? Después de la primera, y unos segundos de lo que parece una calma que tira de vosotros hacia atrás, viene una segunda, que es mucho peor, que arrastra todavía mucha más mierda, que lleva esos tejados de calamina que podrían cortarte la cabeza, como le sucedió a algunos...

Y no se termina, porque luego viene una tercera, y estás tragando agua, y como puedes, sin saber cómo, consigues levantar en vilo por encima del agua a ese niño de cinco años, a tu hijo, para que por lo menos él sí, oh fuck, oh fuck, por lo menos él sí, joder, por lo menos él sí, que respire, que se salve…

Y tus fuerzas empiezan a abandonarte cuando todavía llega una cuarta, y tú ya no piensas en nada, no puedes ya pensar en nada porque todo se oscurece, ya no puedes luchar más contra esos diez metros de altura de un océano que de pronto ha engullido la playa por la que apenas treinta segundos antes estabas paseando con tu familia: tus tres hijos, tu esposa y tú, de vacaciones en lo que apenas un minuto antes era el paraíso.

Y de algún modo, cuando aquello termina, sigues flotando con tu hijo en brazos, estás inmovilizado por los escombros que se han acumulado, y cuando por fin logras salir de allí, no encuentras a tu hija, la hermana mayor, la niña de tus ojos.

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Hace ahora un año, esos dos niños que la mañana samoana de la que hablo tenían cinco años y una hermana mayor que ya no tienen, vieron esas imágenes en la tele y les dijeron a sus padres, llorando: “I don’t want to die”. Por suerte, tú no has vivido eso, ese terror televisado directamente al inconsciente de sus recuerdos, a los miedos que creías haber dejado atrás. Y yo te digo que ojalá nunca tengas que vivir algo así.

Cuando esto salga publicado [lo he dejado programado para las 00:00 horas del 11 de marzo de 2012], estaremos los cuatro otra vez en Racecourse Beach. Nosotros, los padres de esos dos chicos, estaremos intentando normalizar sus vidas, estaremos haciendo un esfuerzo por que esos niños, los mellizos que le tenían tantísimo miedo a lo que veían en televisión y que estaba sucediendo a miles de kilómetros de distancia, disfruten de la playa y que jueguen con las olas del océano, como cualquier otro niño.
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Uno puede interiorizar una pesadilla así; de hecho, uno no tiene otra opción que hacer que pase a formar parte de su ser y apartarlo de la vida diaria, del trabajo, de lo cotidiano. O uno hace eso, o se vuelve loco. Seguro que este fin de semana los canales de televisión 'celebran' el primer aniversario. Durante muchas horas, la alerta se había extendido a las costas orientales de Australia - iba a tardar ocho horas en llegar, habían calculado.

Nunca llegó. Pero uno nunca se acostumbra a revivir la peor de sus pesadillas.
Hay algo que me despierta casi todas las noches, y no es ni el perro del vecino, ni la preocupación por pagar los plazos de la hipoteca, ni la posibilidad de que comience una guerra nuclear porque EE.UU. (o quien sea) ataque a Irán.

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