1 abr 2012

Abril: Pirates Bay

Pirates Bay, desde su extremo sur
La península de Tasman se encuentra en el extremo meridional oriental de la isla de Tasmania. Fruto del capricho de la naturaleza, esta península se halla unida a otra península, la de Forestier, por un muy estrecho istmo llamado Eaglehawk Neck (Cuello de halcón). Una breve mirada en Google Maps revela claramente lo insólito del lugar: tiene unos cuatrocientos metros de longitud y apenas treinta de anchura.


Dadas sus características realmente únicas, las autoridades penales británicas establecieron en Eaglehawk Neck un puesto de vigilancia para evitar las huidas de los presos del Penal de Port Arthur, unos kilómetros más al sur. Hubo algunos que lograron burlar a los guardianes cruzando a nado Pirates Bay, aguas muy frías y posiblemente infestadas de tiburones. La mayoría de los forzados no lograban atravesar la increíble barrera que Eaglehawk Neck representaba para ellos: además de los guardianes (hombres nada amables, cabe suponer) los británicos dotaron el puesto de perros entrenados para la caza.

Una de las historias más curiosas que cuentan del lugar es la de un convicto que intentó escapar de noche disfrazado de canguro. Vestido con la piel de un marsupial, imitando a Skippy, nuestro simpático amigo, dicen, se fue desplazando lentamente, dando saltos y deteniéndose a cada poco a “comer” hierba. La leyenda cuenta que se encontraba ya al otro lado de la cerca cuando terminó su aventura: uno de los guardias probó su puntería con la escopeta, y el convicto se entregó ante la sorpresa mayúscula de los guardias.

La innegable belleza del lugar no oculta sin embargo la dureza de las condiciones que soportaron los penados. La Historia todavía no ha juzgado con el necesario rigor el transporte sistemático de personas al otro confín del mundo que realizaron los ingleses. A fin de cuentas, en la mayor parte de los casos, se trataba de personas cuyo único delito fue el robo de alguna cosa de poca monta, además de ser extremadamente pobres (e irlandeses).

30 mar 2012

La Suite Iberia de Albéniz, en Canberra


Guillermo González
La noche del jueves tuvimos la fortuna de asistir a un formidable concierto de piano organizado por la Embajada de España en Australia. El maestro Guillermo González interpretó para una reducida audiencia (la entrada era por invitación) la suite Iberia de Isaac Albéniz íntegramente.
A beneficio del público, González se tomó la molestia de ir explicando a su manera (no siempre fácil de comprender para los que no conocen España) en qué elementos y aspectos de la cultura fundamentalmente andaluza basó su composición Albéniz. Especialmente iluminadoras fueron sus referencias al estado físico y emocional del compositor en sus últimos años de vida, que queda perfectamente reflejado en la música.
Desde siempre, cada vez que asisto a un concierto de buena música, de música clásica, recuerdo el entusiasmo con que mi abuelo materno, Venancio, hablaba de sus compositores favoritos, de la pasión con que describía la música. Con frecuencia, y puede que sea ley de vida que esto nos suceda solamente muchos años después – cuando ya no están con nosotros – uno redescubre en ciertos aspectos de la niñez al abuelo como una persona realmente única, y por quien se siente, si cabe más profunda todavía, una postergada admiración.


Además del gusto por la música, mi abuelo me descubrió el mundo de la literatura y el gusto por los idiomas. Nacido en un pueblecito cercano a La Mancha conquense, mi abuelo Venancio – el ‘abuelito’ – desafiando todas las presiones contrarias imperantes en el régimen fascista de Franco, aprendió, gracias a su profesión de viajante comercial, la lengua catalana y la habló con mucho orgullo.
Mis hijos mellizos han empezado a asistir a clases de piano durante el primer trimestre del curso. En casa hay ahora un viejo piano que, arrinconado durante muchos años en la casa de mis suegros, se limitó a acumular polvo y fue brutalmente aporreado por muchas manos de niños. De hecho, a muchas teclas blancas les faltan trozos de marfil; pero ahora está ya afinado, y sus notas llenan una casa triste de sonidos amables y comprensivos, sonidos tiernos que nos hablan y a veces hasta reconfortan, a falta de otros sonidos más directamente humanos.
Anoche me resultó muy curioso escuchar con claridad las tonadillas típicas de Madrid en el trasfondo de ‘Lavapiés’, sonidos de otra época, de otro mundo, que hoy en día apenas se escucharían en Madrid si no es en forma un tanto estereotipada, para el entretenimiento de turistas guiris despistados.
Particularmente entrañable y misteriosa me resultó también la parte de la suite titulada ‘Albaicín’, donde el piano de González hacía brillar y tintinear en mis oídos las aguas del Genil y las aguas que discurren por los jardines del Generalife, en un mágico contraste con las guitarras flamencas que sonaban al otro lado del río. Anoche, ‘Albaicín’ me llevó de vuelta a una ciudad de la que en otro tiempo siempre dije que tenía la vista más hermosa del mundo. Desde entonces, he visto algunas que presentan una dura y seria competencia. Por apenas unos instantes me volví a ver como aquel veinteañero en Granada, un chico mucho más joven e ingenuo, un hombre sin las secuelas de la tragedia y el trauma, en la estimulante compañía de una persona de la que no he sabido nada en más de veinte años.
La realidad, sin embargo, recupera su papel predominante y su crudeza en nuestras vidas, y lo hace a través de la ficción. A la mañana siguiente, tras el concierto, he leído esto que cito, procedente de The Leftovers, de Tom Perrotta: ‘Apparently even the most awful tragedies, and the people they’d ruined, got a little stale after a while’. Apparently.

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