23 may 2012

Reseña: Spirit House, de Mark Dapin


Mark Dapin, Spirit House (Sydney: Pan Macmillan, 2011). 359 páginas.


Si hay algo que los veteranos de la guerra pueden enseñar a los jóvenes – y soy de la firme creencia que debe haber muchas cosas de valor que podemos aprender de ellos – es esta: que la guerra deshumaniza a los seres humanos.

La novela de Dapin – que hace la número dos – nos pone delante los horrores que enfrentaron los prisioneros de Changi (Singapur) y la vía de ferrocarril en Birmania durante la Segunda Guerra Mundial, mas el lector debiera estar agradecido de que la cualidad de lo humano no deje de ser un importante aspecto a lo largo de toda la novela. Dapin emplea una adecuada estratagema narrativa para lograr sus fines. Spirit House está narrada principalmente por David, un muchacho de trece años cuyos padres se han separado. Al joven David lo han enviado a vivir a la casa de sus abuelos en Bondi (el famoso barrio de Sydney de la playa del mismo nombre, y con un alto porcentaje de residentes judíos), pero el veterano Jimmy Rubens, su abuelo, está como una cabra. Ha guardado el trauma, la pérdida, el sufrimiento y el dolor dentro de su ser durante muchos años.

David, como es lógico, siente curiosidad por las experiencias de su abuelo Jimmy durante la guerra. Le gustaría entender por qué Jimmy no quiere desfilar con los veteranos en el día de Anzac; la atracción de las historias bélicas es muy fuerte, y no para de hacerle preguntas. A pesar de contar solamente con trece años de edad, se encuentra siempre presente en las etílicas veladas del Club de Veteranos, donde Jimmy se junta con sus tres amigos judíos, Solomon, Myer y Katz, veteranos de la contienda como Jimmy. Estas veladas y las cenas que les siguen en el restaurante tailandés producen los diálogos más divertidos que haya leído en mucho tiempo.

Los recuerdos del tiempo pasado en Changi y en Tailandia están llenos de episodios espeluznantes de horror, de tortura, de desesperación. Sin embargo, Dapin demuestra que sabe cómo manejar una narración, para en definitiva apartarla de la probable truculencia y el desánimo de los recuerdos de Jimmy, gracias al agudo sentido del humor que Dapin les otorga a los prisioneros de guerra en su novela; este humor es obviamente un mecanismo de defensa contra la pesadilla vital en los campos de concentración durante la guerra.

Entrelazados en la novela aparecen algunos extractos del diario de una persona que también estuvo en Tailandia – solamente descubriremos el nombre de su autor hacia el final de la novela, y le aseguro al lector que es toda una sorpresa. Estos fragmentos están escritos con mucho gusto en una prosa muy poética, y suponen un agradable contraste con las bromas sexualmente explícitas, las palabrotas y el yídish con el que Dapin sazona las conversaciones de los veteranos judíos.

El motivo de la casa de los espíritus aparece ya en el primer capítulo, una entrada de mayo de 1944 en el diario de Siam, en la cual un soldado prisionero australiano se refugia de los brutales guardas coreanos en un santuario que ha encontrado en una cueva. Con el propósito de recuperar la cordura y alejar los demonios que todavía lo atormentan cuarenta años después en Bondi, Jimmy decide construir un templo, una casa de espíritus en el jardín de su destartalada casa, en la cual tiene la intención de proporcionar alojamiento definitivo para los espíritus de todos los amigos que murieron en la guerra o como consecuencia de ésta, y de ese modo encontrar una paz interior.

A su nieto, David, le encanta hacer novillos y ayudarle en su empresa, a pesar de las malas pulgas de Jimmy y sus arrebatos de locura. Las charlas entre el anciano y el adolescente resultan conmovedoras por lo que tienen de genuino. David quiere llegar a comprender el trastornado pasado de su abuelo lo máximo posible, mientras que la narración de Jimmy se mueve desde la desesperanza más dolorosa a las tronchantes anécdotas de sus compañeros en los campos de concentración, entre los cuales destaca Townsville Jack.

Townsville Jack es presentado como un personaje misterioso que siempre se negaba a revelar datos sobre sí mismo. El retrato que Dapin hace de Jack a través de la narración de Jimmy construye la imagen de un travieso jovenzuelo a quien le encantan las carreras (se las ingenia para organizar carreras de ranas tanto en Changi como en Tailandia), pero también un amigo noble y leal, un hombre amante de la libertad y de espíritu rebelde que lucharía contra la injusticia hasta el final.

Spirit House mezcla impecablemente  las historias humorísticas y las horribles: en su narración, Dapin describe la época y las circunstancias de una generación mayor de hombres que pagaron un precio demasiado alto, y cuya actitud ante la vida puede que resulte incomprensible por parte de las generaciones más jóvenes. Dapin parece sugerir que, de hecho, la incomprensión se hubiera producido en ambas direcciones.

Puedo dar fe del hecho de que para las personas traumatizadas, contar y volver a contar su historia es una necesidad. En la ficción (en contraposición a la vida real), tanto los personajes como los lectores pueden disfrutar de la ventaja del humor como un contrapunto mitigante. Para que Jimmy Rubens pueda sentirse en paz consigo mismo, es necesario que cuente la historia de esos jóvenes australianos que acudieron a la guerra como civiles y recibieron la orden de sus superiores de rendirse al Ejército Imperial japonés, para luego sufrir un trato infrahumano, mientras que a sus oficiales les dispensaban un trato mucho más favorable.

Pese a los raudales de bromas e hilaridad presentes en Spirit House, se trata de una novela seria, que no dejará indiferentes a sus lectores. Puede que un día podremos decir con Myer aquello de ‘Creía que me había meado, pero resultó que ya había llegado el monzón’.

Esta reseña ha aparecido simultáneamente en inglés en la revista Transnational Literature. Puedes leer la versión inglesa aquí. En el mismo número aparece una reseña del poemario Tales, Poems and Songs from the Underwater World del poeta fiyiano Daren Kamali, la cual puedes leer aquí.

Te invito ahora a leer una muestra de la novela, mi traducción de las primeras páginas de Spirit House:


Diario de Siam

Mayo de 1944

Existen modos de emprender la huida sin túneles ni disfraces, sin barqueros ni barcas, sin partisanos ni armas. Algunas tardes de letargo, cuando el trabajo es pesado y fútil, y los guardias se echan a la sombra desperdigada de los árboles – niños que duermen, sus rostros achatados de color mostaza, los rifles apoyados contra los muslos igual que si fueran sus juguetes en una guardería – los espíritus de la calima danzan en grupos en el aire, haciéndome señas para que suba la colina.
Solamente cantan cuando el sendero está seguro y puedo pasar por delante de los coreanos e internarme en la jungla, agarrándome de las enredaderas y arqueándome para atravesar la maleza, mis suelas y dedos de los pies acostumbrados ya a las rocas afiladas y a las espinas. Tengo un nombre propio para la montaña – me reservo una palabra secreta para cada cosa – y para cada una de las varias etapas en las que descanso, camino de la cima. He perdido ya la energía de los días anteriores a la guerra. Esta colina achaparrada es mi Everest, pero es también mi Olimpo. Nunca terminé de entender a Norman Lindsay en Sydney, entre tanto eucalipto y melaleuca. Para mí, que era un pornógrafo, mucho peor. Pero aquí puedo ver el campo con sus ojos de pagano. Hay en el suelo almas, más antiguas que el hombre, que deletrean los nombres de Dios en los pétalos de los hibiscos y en las sombras que crea el sol.
Bajo la cima de la escarpa se halla la boca de una cueva. Tiene un paladar fresco y seco, custodiado por un ídolo pintado tallado en madera noble. Visito al Buda para recordarme a mí mismo que el hombre puede disponer su imaginación para otros fines que no sean la guerra. Más allá de los labios de la cueva, y detrás de sus encías, se halla el santuario de un artesano, una casita de madera que se alza sobre patas anudadas de bambú. El tejado imita las curvas de los templos que vimos desde los trenes de mercancías en los que nos trajeron desde Singapur. Dentro del santuario hay un altar diminuto adornado con incienso y decorado con ofrendas para aplacar a los espíritus de la cueva. En nuestro campo no hay ningún siamés, y los campesinos del poblado local se están muriendo de hambre, pero hay alguien que sube aquí cada día antes del amanecer para renovar las ofrendas, para dejarles a los fantasmas un pedazo de fruta, la colilla de un tosco cigarrillo, un dedal de té verde. Y aunque el estómago, que tengo hecho un avispero, me ruega comida, y mis dedos flacos como palillos de bambú tiemblan por un poco de tabaco, nunca descompongo ese montaje porque la cueva es mi escape. Cuando estoy aquí con el Buda, ya no estoy en la cárcel. Es el único momento en el que pienso en mujeres.
La primera chica con la que me acosté tenía el pelo rubio y lacio igual que la modelo del cuadro de Lindsay, Deseo, y el aliento le olía a leche caliente. Ella me agarró muy fuerte de la mano, la estrujó contra sus huesos de pajarito. La amé por su generosidad, por su indolencia. A las demás las recuerdo por su gracia o su porte, por sus pechos o lo mucho que bebían, por su risa o sus muslos.
Me acuerdo de los viejos compañeros de escuela, y del tipo de amor que una vez sentí por chicos con pelusa por encima de los labios y voces chispeantes, músculos jóvenes tensados por el deporte, tenaces voluntades curtidas por la correa. Y me pregunto cuántos de ellos están ya muertos.
Esta tarde no había ningún gunso que supervisara a los guardias coreanos. Se fue a la hora del almuerzo, cuando tuvimos unos treinta minutos para comernos una escudilla de arroz, en cuclillas, igual que los esclavos. Al principio sus subordinados recelaban un poco, pero luego empezaron a relajarse. Les gusta dormir, soñar con los campos de sus abuelos, con carretas y bueyes y una buena cosecha. Les da igual si nunca terminamos de construir nada en esta jungla. Les da igual quien gane la guerra, siempre y cuando puedan volver a las chozas de las granjas donde nacieron, a torturar a sus cerdos, a decapitar los pollos y a pegarles a sus mujeres como si fueran perros, y a montar a sus perros como si fueran mujeres.
Oí la llamada de los espíritus – un día, cuando vuelva a mi estudio, me gustaría pintar su canción – y me llevaron con total seguridad por delante del brutal muchacho, a través de la parcela de tumbas que han despejado en el campo, y sendero arriba hasta mi cueva. Me arrodillé delante del Buda, que tenía una guirnalda de flores de jazmín, y me postré igual que un mahometano, luego crucé las piernas, levanté la vista más allá de su barbilla redondeada y observé su sonrisa de negro.La montaña se desmoronaba, la bóveda de la jungla se desplomaba, Siam se deslizaba de nuevo hacia el fondo del mar, y japoneses y coreanos se ahogaban chillando, y solamente quedábamos nosotros, los prisioneros – hombres libres ahora – flotando en las nubes de las Horas, contemplando como los remolinos iban absorbiendo la tierra.
La leyenda pagana sostiene que el Buda vivió durante semanas sin comer ni dormir. He visto estatuas del bodhisattva haciendo ayuno: sus rodillas, como las mías, son cabezas de martillos, sus costillas un corsé de palillos. Pude observar mi cuerpo y ver solamente abrasiones, heridas y cicatrices, pero contemplé en cambio la grandeza de los contornos de la cueva, los arabescos tajados por los océanos en sus paredes. Respiré silenciosa pero profundamente, hinchando mis pulmones de aire para desacelerar el pulso, cerré los ojos y me dejé ir.
Me sentí lleno de Dios. En mi interior estaba su fulgor, radiando como rayos de sol desde mi piel torturada. Regresé entonces con pasos tenues, libre de cargas, por el sendero hasta el lugar de trabajo. Me quedé un instante en un penacho inferior, vi unas mariposas que temblaban en el aire, un cielo de Botticelli, un sol de Turner, un paraíso de Fray Angélico. Miré hacia abajo en dirección a los coreanos y sentí una especie de amor por ellos porque eran, como todo lo demás, parte de este mundo perfecto. Vi al gunso – al que llamaban Lucy, por Lucifer – desfilando desde el campo de prisioneros, seguido por dos hombres uniformados y otro en harapos, que caminaba mucho más alto que los otros. El hombre alto estaba bromeando con los soldados; podía distinguirlo por el modo desahogado y amistoso que tenía de moverse. Parecía relajado, despreocupado, un deportista que salía a dar su paseo vespertino. Me lo imaginaba paseando a un galgo, silbando una cancioncilla popular.
Cuando los hombres que estaban construyendo los cimientos se dieron cuenta de la presencia del gunso, comenzaron a levantar rocas que no hacía falta mover y a trasladarlas a lugares donde no iban a servir de nada. Los coreanos les ladraron y gruñeron. El bruto del ojo caído, el hombre más parecido a una bestia, la emprendió a golpes de vara y derribó a un inocente prisionero con un golpe en el espinazo. El enemigo tiene la teoría de que para obligar a un hombre a trabajar más hay que golpearle hasta que ya no pueda trabajar.
Me agaché detrás de un arbusto, lo bastante cerca como para poder oír a los japoneses. Mis conocimientos de la lengua japonesa son limitados – limitados a entender órdenes – pero lo entendí cuando el gunso pidió voluntarios, y la bestia coreana dio un paso adelante junto con dos de sus asistentes, y luego otras almas malditas abandonaron sus obligaciones de centinela y se pusieron a tramar algo con susurros, mientras se daban golpecitos en las palmas de las manos con las varas de bambú.
El hombre alto estaba alejado de todo aquello y sonreía. Vi que tenía las manos atadas a la espalda. Otro australiano se acercó hasta él e intentó entregarle un regalo del mundo de los vivos, pero un coreano le impidió el paso con un golpe. No sabía que se suponía que iba a ocurrir ahora. No me dijeron en ningún momento que iba a ser hoy.
El gunso le hizo un ademán al hombre alto para que se arrodillara, y el hombre alto se rió y negó con la cabeza. No pensaba inclinarse ante él, no pensaba arrodillarse. Tendrían que quitarle el soporte de las piernas. Empecé a rezar.
El gunso se puso detrás del hombre alto y le dio un puntapié con su bota de doble punta en la parte posterior de la rodilla. Al prisionero se le doblaron las rodillas pero aguantó. El gunso volvió a golpearle, y el hombre alto soltó un quejido, y entonces cayó. Ahora la cabeza estaba a la misma altura que las armas de los guardias. Sus ojos se habían alineado con las varas. Movía los labios con furia. Me pregunté si también estaba rezando, y luego comprendí que estaba insultándolos.
Estaba maldiciéndolos, avergonzándolos, incitándolos.
El gunso fue el primero en golpear, sacudiéndole en la nuca, y entonces Lucy dio un paso atrás y le dio una patada en la cara, un chut de fútbol, atinando a darle en la cabeza conforme ésta se desplomaba.
Había solamente una víctima, por lo que cada uno de los verdugos tenía que esperar su turno. El valle estaba en total silencio excepto por los sonidos de la paliza, deliberada y concertada, como una labor de martilleo en equipo, tomando posiciones para clavar estacas. El hombre alto temblaba, y a veces daba sacudidas. Se apartaba de los golpes cuando podía verlos venir, intentaba rodar con las patadas siempre que podía, pero seguía sin gritar. La sangre le manaba por la boca, por los oídos. El cuerpo empezó a hacer espasmos, como si estuviera poseído. Sus movimientos, aunque estaba maniatado, se volvieron impredecibles, y tuvieron que sujetarlo para poder pegarle. Uno de los hombres lo agarró por el pelo para enderezarlo y parte del cuero cabelludo se desprendió y quedó colgándole en la mano. Los coreanos se rieron, porque nunca habían visto cómo se pelaba un trozo de piel y cabello. Los demás también querían arrancarle un trozo para poder luego fanfarronear junto al fuego por la noche, contar la historia de cómo había cada uno cumplido con su parte. Pero el gunso pensó que aquello era una distracción. Con un grito les dijo que tenían que arrancarle los dientes al hombre alto, dejarlos esparcidos como si fueran guijarros.
El gunso les ordenó a los prisioneros que observaran, con atención, y al principio lo hicieron, con valentía y fortaleza, pero luego empezaron a sentirse cómplices, como si ser testigos implicara conformidad, y uno tras otro se giraron y les dieron la espalda. El gunso les ordenaba a gritos que miraran a la unidad de castigo, pero en vez de eso los hombres clavaban sus ojos en los árboles, o miraban las colinas distantes, a través de las nubes, buscando una vía de escape sin brújulas ni guadañas, sin escondrijos ni sobornos, sin falúas guiadas en mitad de la noche.

18 may 2012

Reseña: La mala espera, de Marcelo Luján


Marcelo Luján, La mala espera (Madrid: EDAF, 2009). 227 páginas.

“Alguien tendrá que explicar alguna vez qué aspecto tiene la venganza, qué ropa usa y cómo respira. Por lo pronto, eso que yo vi ahí parado, en silencio, con el pelo recogido y los brazos como sogas a un costado del cuerpo, con un vaquero gastado y los dedos bajo las mangas de un pulóver azul, será mi eterna imagen del desquite, del resarcimiento final”.

Esto nos cuenta el Nene (Rubén) hacia el final de La mala espera, la primera novela del argentino Marcelo Luján, quien con ella se llevó el Premio de Novela Negra Ciudad de Getafe de 2009. Entre este momento de clarividencia única y el inicio de la trama, al Nene le van a ocurrir muchísimas cosas, pocas de ellas buenas.

Rubén es un tipo bastante inocente, digamos que un argentino más de los muchos que se marcharon a fines del siglo pasado de su añorado Buenos Aires para buscarse la vida en España. El Nene llega a Madrid con muchas ambiciones (“me como el mundo”), pero al poco tiempo irá descubriendo que muchas de las decisiones que ha de tomar le vienen dadas: los naipes están marcados. Pero ¿quién los ha marcado, y por qué?

Hábilmente narrada en primera persona, la voz del Nene destila resonancias porteñas que se mezclan con lo más castizo de la central ciudad que sigue siendo capital del estado español. La trama avanza a golpes y a saltos, mientras la voz del narrador nos lleva de vuelta a Buenos Aires para rememorar quién es Rubén y qué tipo de vida dejó allá.

Al cabo de unos pocos meses de malvivir en Madrid, Rubén se muda a la casa de un matrimonio  conocido, el Pipo y su mujer francesa. Buscando comerse el mundo, el Nene empieza a recibir encargos de trabajo para una “agencia”, en la que una colombiana, llamada Angie, y otro argentino, Fangio, parecen marcar los ritmos y delimitar territorios. Para entonces Rubén ya se ha establecido en un piso céntrico propiedad de otro argentino, Nicolás, chico de familia acomodada y seguidor incondicional del Valencia C.F.

La mayoría de los trabajitos que realiza el Nene son de vigilancia: esperar y observar, observar y esperar. Pero cuando Angie le calienta las ideas (y no solamente las ideas) y le ofrece una suculenta tajada de un ingreso de varios kilos de cocaína vía Lisboa desde Santo Domingo, las cosas empiezan a torcerse.

Siguiendo un encargo (órdenes de Fangio) Rubén acude a un puticlub del que no saldrá por su propio pie. La narración de la brutal golpiza que recibe y su consiguiente oscilación entre la vida y la muerte en un hospital es de lo más conseguido que tiene la novela. Cuando finalmente recobra la consciencia (el bazo jamás lo va a recuperar), le viene también la conciencia de haber sido objeto de una trampa, de que lo han ofrendado como sacrificio. Entonces tiene que averiguar quién o quiénes querían quitárselo del medio, y luego (quizás) regresar a su vida en Buenos Aires.

Cimentada en un buen ritmo narrativo, La mala espera abunda en curiosos pormenores, en sensaciones y recuerdos, y nos advierte (por si hace falta hacerlo) de que el libre albedrío y el hampa son mutuamente excluyentes. La trama sostiene perfectamente hasta el final el misterio de una venganza cultivada y guardada durante muchos años, y su contundente desenlace no decepcionará a nadie. Para quien disfrute del género de la novela negra, pienso que La mala espera será una lectura satisfactoria.

Solamente una protesta como lector y comprador de libros. ¿Es realmente tan difícil para las editoriales producir libros que no contengan erratas? ¿Por qué no se puede hacer a los libros una revisión a conciencia del texto para evitar cosas horripilantes como “conciente” (p. 126)? ¿O es acaso esto reflejo, indicio y síntoma (lo digo porque las páginas webs de los diarios españoles están también plagadas de errores ortográficos y de redacción) de un mal ampliamente extendido entre la industria editorial española? Yo compro mis libros, y quiero comenzar a exigir corrección. Quiero el producto por el que pago, no un burdo sucedáneo dispuesto como sea por el becario de turno. 

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