Source: SMH |
One September morning I ran away with all my family trying to escape from approaching death.
There are some who will run away from the duty they were elected to do, and still think of themselves as PM material.
Enough said.
Existen modos de emprender la huida sin túneles ni disfraces, sin barqueros ni barcas, sin partisanos ni armas. Algunas tardes de letargo, cuando el trabajo es pesado y fútil, y los guardias se echan a la sombra desperdigada de los árboles – niños que duermen, sus rostros achatados de color mostaza, los rifles apoyados contra los muslos igual que si fueran sus juguetes en una guardería – los espíritus de la calima danzan en grupos en el aire, haciéndome señas para que suba la colina.
Solamente cantan cuando el sendero está seguro y puedo pasar por delante de los coreanos e internarme en la jungla, agarrándome de las enredaderas y arqueándome para atravesar la maleza, mis suelas y dedos de los pies acostumbrados ya a las rocas afiladas y a las espinas. Tengo un nombre propio para la montaña – me reservo una palabra secreta para cada cosa – y para cada una de las varias etapas en las que descanso, camino de la cima. He perdido ya la energía de los días anteriores a la guerra. Esta colina achaparrada es mi Everest, pero es también mi Olimpo. Nunca terminé de entender a Norman Lindsay en Sydney, entre tanto eucalipto y melaleuca. Para mí, que era un pornógrafo, mucho peor. Pero aquí puedo ver el campo con sus ojos de pagano. Hay en el suelo almas, más antiguas que el hombre, que deletrean los nombres de Dios en los pétalos de los hibiscos y en las sombras que crea el sol.
Bajo la cima de la escarpa se halla la boca de una cueva. Tiene un paladar fresco y seco, custodiado por un ídolo pintado tallado en madera noble. Visito al Buda para recordarme a mí mismo que el hombre puede disponer su imaginación para otros fines que no sean la guerra. Más allá de los labios de la cueva, y detrás de sus encías, se halla el santuario de un artesano, una casita de madera que se alza sobre patas anudadas de bambú. El tejado imita las curvas de los templos que vimos desde los trenes de mercancías en los que nos trajeron desde Singapur. Dentro del santuario hay un altar diminuto adornado con incienso y decorado con ofrendas para aplacar a los espíritus de la cueva. En nuestro campo no hay ningún siamés, y los campesinos del poblado local se están muriendo de hambre, pero hay alguien que sube aquí cada día antes del amanecer para renovar las ofrendas, para dejarles a los fantasmas un pedazo de fruta, la colilla de un tosco cigarrillo, un dedal de té verde. Y aunque el estómago, que tengo hecho un avispero, me ruega comida, y mis dedos flacos como palillos de bambú tiemblan por un poco de tabaco, nunca descompongo ese montaje porque la cueva es mi escape. Cuando estoy aquí con el Buda, ya no estoy en la cárcel. Es el único momento en el que pienso en mujeres.
La primera chica con la que me acosté tenía el pelo rubio y lacio igual que la modelo del cuadro de Lindsay, Deseo, y el aliento le olía a leche caliente. Ella me agarró muy fuerte de la mano, la estrujó contra sus huesos de pajarito. La amé por su generosidad, por su indolencia. A las demás las recuerdo por su gracia o su porte, por sus pechos o lo mucho que bebían, por su risa o sus muslos.
Me acuerdo de los viejos compañeros de escuela, y del tipo de amor que una vez sentí por chicos con pelusa por encima de los labios y voces chispeantes, músculos jóvenes tensados por el deporte, tenaces voluntades curtidas por la correa. Y me pregunto cuántos de ellos están ya muertos.
Esta tarde no había ningún gunso que supervisara a los guardias coreanos. Se fue a la hora del almuerzo, cuando tuvimos unos treinta minutos para comernos una escudilla de arroz, en cuclillas, igual que los esclavos. Al principio sus subordinados recelaban un poco, pero luego empezaron a relajarse. Les gusta dormir, soñar con los campos de sus abuelos, con carretas y bueyes y una buena cosecha. Les da igual si nunca terminamos de construir nada en esta jungla. Les da igual quien gane la guerra, siempre y cuando puedan volver a las chozas de las granjas donde nacieron, a torturar a sus cerdos, a decapitar los pollos y a pegarles a sus mujeres como si fueran perros, y a montar a sus perros como si fueran mujeres.
Oí la llamada de los espíritus – un día, cuando vuelva a mi estudio, me gustaría pintar su canción – y me llevaron con total seguridad por delante del brutal muchacho, a través de la parcela de tumbas que han despejado en el campo, y sendero arriba hasta mi cueva. Me arrodillé delante del Buda, que tenía una guirnalda de flores de jazmín, y me postré igual que un mahometano, luego crucé las piernas, levanté la vista más allá de su barbilla redondeada y observé su sonrisa de negro.La montaña se desmoronaba, la bóveda de la jungla se desplomaba, Siam se deslizaba de nuevo hacia el fondo del mar, y japoneses y coreanos se ahogaban chillando, y solamente quedábamos nosotros, los prisioneros – hombres libres ahora – flotando en las nubes de las Horas, contemplando como los remolinos iban absorbiendo la tierra.
La leyenda pagana sostiene que el Buda vivió durante semanas sin comer ni dormir. He visto estatuas del bodhisattva haciendo ayuno: sus rodillas, como las mías, son cabezas de martillos, sus costillas un corsé de palillos. Pude observar mi cuerpo y ver solamente abrasiones, heridas y cicatrices, pero contemplé en cambio la grandeza de los contornos de la cueva, los arabescos tajados por los océanos en sus paredes. Respiré silenciosa pero profundamente, hinchando mis pulmones de aire para desacelerar el pulso, cerré los ojos y me dejé ir.
Me sentí lleno de Dios. En mi interior estaba su fulgor, radiando como rayos de sol desde mi piel torturada. Regresé entonces con pasos tenues, libre de cargas, por el sendero hasta el lugar de trabajo. Me quedé un instante en un penacho inferior, vi unas mariposas que temblaban en el aire, un cielo de Botticelli, un sol de Turner, un paraíso de Fray Angélico. Miré hacia abajo en dirección a los coreanos y sentí una especie de amor por ellos porque eran, como todo lo demás, parte de este mundo perfecto. Vi al gunso – al que llamaban Lucy, por Lucifer – desfilando desde el campo de prisioneros, seguido por dos hombres uniformados y otro en harapos, que caminaba mucho más alto que los otros. El hombre alto estaba bromeando con los soldados; podía distinguirlo por el modo desahogado y amistoso que tenía de moverse. Parecía relajado, despreocupado, un deportista que salía a dar su paseo vespertino. Me lo imaginaba paseando a un galgo, silbando una cancioncilla popular.
Cuando los hombres que estaban construyendo los cimientos se dieron cuenta de la presencia del gunso, comenzaron a levantar rocas que no hacía falta mover y a trasladarlas a lugares donde no iban a servir de nada. Los coreanos les ladraron y gruñeron. El bruto del ojo caído, el hombre más parecido a una bestia, la emprendió a golpes de vara y derribó a un inocente prisionero con un golpe en el espinazo. El enemigo tiene la teoría de que para obligar a un hombre a trabajar más hay que golpearle hasta que ya no pueda trabajar.
Me agaché detrás de un arbusto, lo bastante cerca como para poder oír a los japoneses. Mis conocimientos de la lengua japonesa son limitados – limitados a entender órdenes – pero lo entendí cuando el gunso pidió voluntarios, y la bestia coreana dio un paso adelante junto con dos de sus asistentes, y luego otras almas malditas abandonaron sus obligaciones de centinela y se pusieron a tramar algo con susurros, mientras se daban golpecitos en las palmas de las manos con las varas de bambú.
El hombre alto estaba alejado de todo aquello y sonreía. Vi que tenía las manos atadas a la espalda. Otro australiano se acercó hasta él e intentó entregarle un regalo del mundo de los vivos, pero un coreano le impidió el paso con un golpe. No sabía que se suponía que iba a ocurrir ahora. No me dijeron en ningún momento que iba a ser hoy.
El gunso le hizo un ademán al hombre alto para que se arrodillara, y el hombre alto se rió y negó con la cabeza. No pensaba inclinarse ante él, no pensaba arrodillarse. Tendrían que quitarle el soporte de las piernas. Empecé a rezar.
El gunso se puso detrás del hombre alto y le dio un puntapié con su bota de doble punta en la parte posterior de la rodilla. Al prisionero se le doblaron las rodillas pero aguantó. El gunso volvió a golpearle, y el hombre alto soltó un quejido, y entonces cayó. Ahora la cabeza estaba a la misma altura que las armas de los guardias. Sus ojos se habían alineado con las varas. Movía los labios con furia. Me pregunté si también estaba rezando, y luego comprendí que estaba insultándolos.
Estaba maldiciéndolos, avergonzándolos, incitándolos.
El gunso fue el primero en golpear, sacudiéndole en la nuca, y entonces Lucy dio un paso atrás y le dio una patada en la cara, un chut de fútbol, atinando a darle en la cabeza conforme ésta se desplomaba.
Había solamente una víctima, por lo que cada uno de los verdugos tenía que esperar su turno. El valle estaba en total silencio excepto por los sonidos de la paliza, deliberada y concertada, como una labor de martilleo en equipo, tomando posiciones para clavar estacas. El hombre alto temblaba, y a veces daba sacudidas. Se apartaba de los golpes cuando podía verlos venir, intentaba rodar con las patadas siempre que podía, pero seguía sin gritar. La sangre le manaba por la boca, por los oídos. El cuerpo empezó a hacer espasmos, como si estuviera poseído. Sus movimientos, aunque estaba maniatado, se volvieron impredecibles, y tuvieron que sujetarlo para poder pegarle. Uno de los hombres lo agarró por el pelo para enderezarlo y parte del cuero cabelludo se desprendió y quedó colgándole en la mano. Los coreanos se rieron, porque nunca habían visto cómo se pelaba un trozo de piel y cabello. Los demás también querían arrancarle un trozo para poder luego fanfarronear junto al fuego por la noche, contar la historia de cómo había cada uno cumplido con su parte. Pero el gunso pensó que aquello era una distracción. Con un grito les dijo que tenían que arrancarle los dientes al hombre alto, dejarlos esparcidos como si fueran guijarros.
El gunso les ordenó a los prisioneros que observaran, con atención, y al principio lo hicieron, con valentía y fortaleza, pero luego empezaron a sentirse cómplices, como si ser testigos implicara conformidad, y uno tras otro se giraron y les dieron la espalda. El gunso les ordenaba a gritos que miraran a la unidad de castigo, pero en vez de eso los hombres clavaban sus ojos en los árboles, o miraban las colinas distantes, a través de las nubes, buscando una vía de escape sin brújulas ni guadañas, sin escondrijos ni sobornos, sin falúas guiadas en mitad de la noche.