29 nov 2012

Reseña: That Deadman Dance, de Kim Scott


Kim Scott, That Deadman Dance (Sydney: MacMillan Australia, 2010). 400 páginas.


Uno de los temas recurrentes en la narrativa australiana, tanto la más reciente como en la del siglo XX, es el de la usurpación, la invasión y posterior expolio y exterminio de los pueblos indígenas a lo largo y ancho del enorme territorio del continente australiano. Entre las del siglo XX, y para quien no esté muy al tanto de la narrativa australiana que podríamos denominar precursora, uno puede recomendar Capricornia de Xavier Herbert (1938), la enigmática pero absolutamente magnífica Voss (1957) del único Nobel australiano de literatura, Patrick White, Oscar and Lucinda (1988), la merecidamente laureada novela de Peter Carey, y ya en el siglo XXI, las recientes novelas de Kate Grenville, The Secret River (2005) o The Lieutenant (2008).

A diferencia de todas las anteriores obras, la novela de Kim Scott (que fue galardonada con el Commonwealth Writers Prize de 2011 y el Miles Franklin Award del mismo año) presenta incontestablemente el tema de la frontera desde el punto de vista de los habitantes originarios de la región donde Scott sitúa la trama. Scott es descendiente del pueblo Noongar, y escribe por lo tanto desde un ángulo muy diferente del de los autores mencionados anteriormente.

Scott lleva a cabo un prodigioso esfuerzo imaginativo al crear una serie de personajes que resultan extraordinariamente creíbles, seres humanos con sus virtudes, sus imperfecciones y sus vicios. En el breve prólogo (véase más abajo) el narrador nos presenta al personaje central, Bobby Wabalanginy, y al colono Chaine, a quien Wabalanginy considera su Kongk (tío). Ya el nombre del personaje principal nos da una pista inicial sobre su personalidad, y acerca de la función que Scott quiere otorgarle. Con un nombre Noongar y un nombre inglés, Bobby (dejémoslo en Bobby simplemente para abreviar) es el puente entre los pobladores de la zona y los colonos ingleses. El lugar, que en la novela se denomina King George Town, corresponde a la actual Albany, en Australia Occidental.

Panorámica de King George Sound, Albany, Australia Occidental. Fotografía de Hughesdarren.
La historia no se narra de forma cronológica, sino que avanza y retrocede según los deseos del autor: en la primera parte (1833-35) Bobby es un niño pequeño al que acoge el Dr. Cross, un fascinante personaje. En la segunda parte (1826-30) Bobby es un bebé, y el asentamiento colono apenas ha comenzado – es gracias a los nativos que los colonos ingleses sobreviven, y una relación amistosa parece florecer entre dos mundos tan distintos. La tercera parte (1836-38) cubre esencialmente la caza de ballenas a la que remite el prólogo, y una azarosa expedición dirigida por Chaine. La cuarta parte da un salto temporal hasta 1841-44, cuando el núcleo urbano de King George Town se ha expandido y la colonia empieza a socavar la civilización nativa.

El Dr. Cross representa al humanista occidental, respetuoso con el conocimiento indígena y sus tradiciones, ávido por aprender e integrarse. Significativamente, Cross establece una profunda amistad con uno de los jefes del clan Noongar, Wunyeran, y tras la muerte de éste, pide que cuando a él le llegue su hora, lo entierren junto a su amigo. Sin embargo, al final de la novela, empleados del municipio desentierran a ambos – mientras que a Cross lo inhuman en otro lugar, con monumento incluido, los huesos de Wunyeran son arrojados al río y desaparecen con la primera crecida.

That Deadman Dance es una novela rica en matices y en voces. Al lector se le presentan las experiencias de muy diversos personajes en el contexto del contacto colonial inicial – que en Australia Occidental no siempre fue tan violento (es decir, genocida) como en la costa este de Australia. Scott nos regala con la voz de los Noongar y su narración de la llegada de esos hombres “de más allá del horizonte”; también con las diversas experiencias de los diversos colonos (el exconvicto Skelly, que no quiere volver ni a Inglaterra ni a Sydney, el exsoldado Killam, el yanqui desertor Jak Tar, que abandona el ballenero para buscarse una vida mejor en esta parte del mundo y se empareja con una joven Noongar, o la de la hija de Chaine, Christine, quien crece y aprende con Bobby y quien en algún momento parece fantasear con una relación sexual (algo que sería tabú) con el protagonista.

Son muchos los episodios que integran y alientan esta novela: las escenas de caza de ballenas, que no desmerecen para nada las de Moby Dick; la malaventurada expedición que organiza Chaine y que termina en naufragio y un largo regreso a pie siguiendo la costa sin apenas provisiones, con traiciones y ejecuciones extrajudiciales incluidas; el proceso de aprendizaje de la lengua inglesa por parte de Bobby (la carta que le escribe a la mujer de Cross es de una belleza pasmosa por su ingenuidad y su candidez).

Middleton Beach, Albany, Australia Occidental. Fotografía de Krafol
Entremezcladas en la trama hay diversas referencias a un Bobby ya mayor, que pone ante turistas y residentes una suerte de espectáculo con anécdotas y trucos diversos, y entre los cuales hace gala de una danza, la “danza del hombre muerto” que da título a la novela. Se trata de la adaptación al folklore nativo de una rutina de la instrucción militar, que trajeron consigo los colonos. Es una excelente metáfora, una sutil evocación del contacto inaugural y la fusión de dos civilizaciones; mas cuando Bobby intenta utilizarla para explicar a los colonos qué es lo que han hecho mal, nadie quiere entender, y le dan la espalda.

That Deadman Dance desentierra el ideal del contacto pacífico y recíprocamente enriquecedor entre culturas, para luego hacer añicos de ese ideal describiendo con detalle el proceso de desintegración del contacto, pasando de la colaboración y la amistad al engaño, y del intercambio lingüístico a la añagaza y el subterfugio como tretas para la explotación. Y en el centro de todo está Wabalanginy, traductor e intérprete, embajador de dos poderes, puente entre culturas, líder de su pueblo y hombre afable y querido por todos, quien al final asiste impotente a la destrucción de su mundo bajo el peso de la historia. Está además escrita en un lenguaje que llega al lirismo en muchas páginas.

Te dejo con mi versión en castellano del 'Prólogo' de That Deadman Dance.


Prólogo
Kaya.
           Al escribir una palabra así, Bobby Wabalanginy no podía evitar una sonrisa. Nadie haber hecho escrito eso antes, pensó. ¡Nadie escrito nunca hola o de esa manera!
            Se alsó una bayena
            Bobby Wabalanginy escribía con tiza húmeda, quebradiza como un hueso endeble. Bobby escribía en un fino pedazo de pizarra. Moviéndose entre lenguas, Bobby escribía sobre piedra.
            Con un nombre como el suyo, Bobby Wabalanginy, bien sabía él lo difícil que era la ortografía.
            Bobby Wablngn escribió se alsó una bayena.
     Pero no había ballena alguna. Bobby estaba imaginándola, recordando…
           Bayena franka.
           Bobby sabía ya lo que era estar bien cerca de una ballena franca. Era poco más que un bebé cuando vio por primera vez a las ballenas, revolcándose entre él y las islas: una isla muy cercana, una gran familia de ballenas que exhalaban con facilidad, sus chorros de agua reluciendo bajo la luz del sol, grandes cuerpos oscuros brillantes en ese mar azul y soleado. Bobby quería meterse en el agua y nadar hasta donde estaban ellas, pero fajado contra el cuerpo de su madre, su espíritu solamente podía llamarlas. A diferencia del hombre ese de la Biblia, Jonás, Bobby no tenía miedo porque llevaba muy dentro de sí una historia, una historia que Menak le entregó enfundada con el recuerdo del corazón fiero, palpitante, de una ballena… 
Un día soleado, recorriendo un largo brazo de roca junto al manso océano, ves cómo el agua se hincha de repente en una gran burbuja que sube hasta la superficie, y ¡oh maravilla!, el agua se derrama por la carne recubierta de percebes y surge el lomo enorme de una ballena. Estás rodeado por el húmedo resuello de una ballena.
Los percebes tachonan su suave, oscura piel, los cangrejos la cruzan apresurados. Ese lomo negro debe de ser resbaladizo, traicionero como las rocas… Mas ves el agujero que tiene en la espalda, el aliento que entra y sale, y piensas en todos los agujeros que el océano ha hecho en esta costa; y en cómo un hombre listo puede deslizarse a su interior, y elevarse hacia la tierra durante un instante o regresar al océano un momento después.
Siempre curioso, siempre valiente, das un paso, y la ballena queda bajo tus pies. Dos pasos más y ya estás resbalando, resbalando y hundiéndote en una oscura caverna que respira, en la que resuenan los cantos de ballenas. Junto a ti late un corazón lleno de sangre, tan caliente que pudiera ser fuego.
Hunde tus manos en el corazón de esa ballena, apóyate contra él y apriétalo, y deja que tu voz se funda con el rugido de la ballena. Canta esa canción, la que tu padre te enseñó, mientras la ballena se hunde en las profundidades.
Qué oscuro es el fondo del mar, y al mirar a través de los ojos de la ballena ves burbujas que te rebasan, deslizándose… Pero no había nada de eso. Bobby estaba solamente imaginando, estaba solamente escribiendo. Con el cielo al fondo, en un rocoso promontorio, Bobby dibujaba círculos en la pizarra, dibujaba burbujas.
Burbuhas.
Se alsó una bayena
Con la base de la mano borró los trazos. No era cierta, era solamente una vieja historia, y ni siquiera podía recordar bien la canción. No había ninguna ballena. Y el día no era soleado. En realidad, el viento jalaba el pequeño chamizo de madera y lona de Bobby, y la lluvia escupía en las paredes. Al resguardo del promontorio justo por debajo de él, el mar estaba tranquilo, pero un poco más allá, a cierta distancia de tierra – apenas unos largos de bote, no mucho más – estaba revuelto y agitado, y algunos flecos de espuma se derramaban según una pauta que todavía estaba aprendiendo. La lluvia caía en forma de afiladas espinas plateadas, y luego ya no había mar alguno, ya no había cielo alguno, y el mundo se había comprimido delante de él, hasta convertirse en un espacio gris estriado en líneas diagonales.
Bobby oyó un andar pesado, y Kongk Chaine se metió de un salto en la pequeña choza. Apenas había espacio bajo aquel techo y entre aquellas endebles paredes para los dos hombres. Bobby percibió el olor a ron y a tabaco; como Kongk respire hondo y se ponga de pie, el chamizo se vendrá abajo. Chaine emanaba vaho a causa de la lluvia, su calor corporal y su lozanía; el agua de la lluvia caía desde el ala de su sombrero y le resbalaba por la tupida barba.
Aquí te hace falta una hoguera, Bobby.
Estaba observando cómo reaparecía el océano convulso, y la lluvia que corría para desaparecer en él.
Nada de nada, ¿eh?
Estaban sentados, podían olerse el uno al otro, y a pesar del calor que despedía el cuerpo que tenía a su lado, Bobby sentía cómo el frío le calaba los huesos. Tenía los dedos manchados de tiza, y la piel de las yemas estaba suelta, arrugada. Con un dedo, escribió algo en la pizarra húmeda.
Bien, casamos una bayena.
Chaine dejó escapar un grito. Se rió. Bobby sintió el brazo de aquel hombre alrededor de sus hombros, cómo le apretaba con su zarpa endurecida y callosa.
Yo mismo espero cazar una ballena, chico. Y más de una, ya puestos. Más de una. Pero ahora mismo, lo que quisiera es ver la luz del sol, y el cielo despejado.
Bobby sonrió y asintió. Puede que el Doctor Cross ya no estuviera, pero Geordie Chaine seguía vivo, otro hombre mayor.
Abrasos.
Bobby quería ser el primero en avistar las ballenas, pero sabía que era más probable que fueran los yanquis, o incluso los gabachos, los que las avistaran primero, puesto que contaban con velamen y todo. La punta inclinada de un mástil y sus velas podía indicar el surtidor de una ballena que todavía no había visto.
Bobby mantenía una intensa vigía. Escribió en la pizarra y se lo enseñó a Kongk Chaine para que lo leyera. Daba igual si estaba vigilando el tiempo, las ballenas o escribiendo, Bobby Wabalanginy estaba siempre dispuesto a dar un grito y salir corriendo en cuanto viera lo que todos ellos buscaban.
Bien, escribió en ese momento. Otra vez deseándolo, imaginándolo.
Bien nada bayenas, la mar abultado.
Borró la palabra bien, e inmediatamente una multitud de gotas de agua cruzó la cresta de ola que se distinguía detrás de él; unas pisadas diminutas sacudieron las hojas ásperas, cruzaron con pesadez las rocas de granito y resonaron con fuerza en la lona que los rodeaba. Bobby dejó escapar un grito de sorpresa y alegría, pero Chaine, que estaba a su lado, no podía distinguir palabra alguna, ni siquiera podía oír su propia voz, solamente el embate de pies y manos diminutos, y el agua que borboteaba como una risotada. Se miraron el uno al otro, diciendo palabras que no se oían mientras una fina lámina de agua recorría el granito que tenían bajo los pies.
Estaban resguardados de la lluvia, de las peores ráfagas de viento en aquel escondrijo, pero aun así el azote de la lluvia y el viento les alcanzaba. La capa de piel de canguro de Bobby, y el aceite y ungüentos que se ponía en la piel lo mantenían caliente. Sentía cómo la vida le cosquilleaba en las yemas de los dedos.
Una estela de púas plateadas cruzaba las aguas tranquilas que había debajo del promontorio y desaparecía en el mar picado, más allá de la isla que tan cercana estaba de la orilla. Por toda la costa del sur las panzas de los nubarrones se arrastraban por encima de promontorios e islotes rocosos.
Chaine se estremeció y dejó escapar un pedo. Tras un gruñido, empezó a descender con cuidado por la pendiente que llevaba a la playa.
Bobby escribió directamente de la lengua de su padre y su madre en la lengua de Chaine.
Kongk sa ido, bienen bayenas.
¡Allí! Bobby vio una vela, y cómo un mástil cambiaba su inclinación, y luego, iluminado por un rayo de sol entre penachos grises y blancos y las lágrimas de océano, un surtidor de espuma. Ah. Muchos surtidores, un montón de manchas plateadas brotando en una amplio canal de luz solar angulada, allí a lo lejos sobre el mar, estampado por el viento. Por un instante pensó que eran velas, una gran flotilla de buques que iban entrando desde la línea del horizonte. Pero no, eran ballenas. Bobby, bajando el sendero arenoso como un torbellino, dando gritos, dando más gritos, avivando con su voz a los hombres para que pusieran manos a la obra. En ese justo momento no tuvo tiempo, pero más tarde lo escribiría.
¡Porai ressopla!
Bobby lo escribió e hizo que ocurriera una y otra vez en las temporadas de caza que estaban por venir, y que comenzaban en ese lugar, en ese instante.
Kaya.

26 nov 2012

Reseña: Crimson Crop, de Peter Rose


Peter Rose, Crimson Crop (Crawley: UWA Publishing, 2012). 86 páginas.

En el poema que abre este volumen del australiano Peter Rose (su quinto libro de poesía) se nos describe a un hombre que se golpea la cabeza contra las máquinas expendedoras en la estación de Roma Termini hasta hacerla sangrar:

“banging his head on the machines
(Coke, coffee, condoms –
anything commercial)…”
La sangre que se derrama por su cuerpo parece hacer de él un mártir (pos)moderno, mientras “tutti romani rushed to their trains”, asustados, temerosos, refugiados de esa lúcida locura tras sus abrigos o sus lentes. Es la denuncia de la indiferencia, esa malaise que tanto se ha extendido en el primer mundo, sea éste Italia, Sydney o  San Francisco, y a la que el poeta llega mientras desde su apartamento observa a un loco que llora en la calle y oye en insólita conjunción el sonido de dos coros, el ‘preludio’ a una infección: por un lado, el ritmo machacón del bajo de una banda de rock del vecino de al lado, mientras una arpía aúlla ‘Yairs!’ en el piso de abajo.

Es sin duda un preludio algo turbador para escogerlo como apertura de un poemario. Pero Peter Rose no le tiene miedo a las aristas afiladas que el mundo nos muestra en su cotidiano devenir. En otro de los poemas de la primera sección – el libro consta de cuatro – el poeta es sorprendido en su casa por unos jóvenes que inspeccionan otro apartamento; sentado junto a la ventana, está leyendo a Elizabeth Bishop en voz alta, y en los ojos de los jóvenes ve la sospecha,
“As if they didn’t like what they heard,
or marvelled at a tenement that housed such types, …”
El título del poema, ‘Open Book’, es naturalmente también un juego de palabras, algo con que Rose regala  a su lector con frecuencia (muy recomendable es, por la chispa que rebosa, ‘More Mutant Proverbs’, de la tercera sección, el cual está dedicado al gran Peter Porter). El poeta se debe a la literatura, pero es bien consciente de que en los tiempos en que vivimos la poesía puede causar no solo fastidiosa indiferencia sino abierta hostilidad.

Los poemas de esta primera parte llevan a escenas urbanas y mundanas, tratadas con mucha pulcritud y fina ironía (‘Sheridan Close’, ‘Green Park’, ‘Traffic’ o ‘Grade’), o a situaciones curiosas que analiza con mesura (‘Gladstone’ es un excelente ejemplo), pero también hay espacio para la sutil meditación sobre la soledad (‘Brougham Place’) o el pasado (‘Wall’).

La segunda sección de Crimson Crop la componen nueve elegías. La elegía es, lamentablemente, un género ingrato: requiere del lector el esfuerzo de salir de su cómodo entorno y vestir los ropajes del que llora. Peter Rose ha escrito nueve estupendos poemas elegíacos, algunos de ellos de motivos personales. En ‘Beach Burial’ Rose retoma el título de un poema – considerado ya un clásico – del modernista australiano  Kenneth Slessor, pero en este caso son las cenizas de su padre lo que vienen a inhumar en la playa:
“No one notices what’s borne in a casket,
old sumpture furnaced in the drabbest stove,
death a utilitarian blast.”
Como las motas de polvo al trasluz, la pérdida está en todas partes, dice Rose en su poema ‘Motes’. Y es, precisamente a causa de la universalidad de la pérdida, porque nuestro dolor, en un afán reduccionista, termina siempre por ser algo compartido, que la poesía debe acomodar un amplio espacio, tanto para el clamor colérico como para el sollozo reposado.

La tercera sección de este poemario contiene poemas también muy logrados, si bien la temática aquí es algo un tanto más heterogénea, y la irrupción de lo mundano está en todo caso supeditada a la estética literaria. Los versos de Rose tienen una fuerza deslumbrante: no solamente por el hecho de que el poeta hace gala de una erudición nada corriente en estos tiempos, sino porque las imágenes con las que esparce sus versos son frescas, atrevidas:
“That new sound system we all lust after
is a kind of psychotherapy: mirror without end.” (de ‘Spool’)
La sección final de Crimson Crop lleva por subtítulo ‘Fifteen New Poems in the Catullan Rag’; se trata de una suerte de anexo a un libro anterior de Rose de 1993, epigramáticos en su tono y plenamente australianos en su temática. Son versos de un sutil sarcasmo, en los que Rose (editor desde hace años de la revista Australian Book Review) parodia actitudes y personajes de la vida literaria australiana, de la que tiene amplísimo conocimiento. Tomemos por ejemplo ‘Sensation’:
“For the third night in a row
Socration wakes Catullus with gripping news.
This time it’s from the Gallic Review.
Of the seven poems Socration sent them
they’ve taken two. They can’t pay
because they’re being conquered
but nothing fazes Socration,
who urges Catullus to place an order.”
Ciertamente, abundan los tintes corrosivos en el tono general de estos poemas; en el caso de ‘Sensation’, para quien conozca un poco el mundillo de las revistas literarias en Australia, la historia que describe tiene fuertes visos de realidad.

Crimson Crop es, a mi parecer, un poemario muy completo, que deleita al lector de poesía tanto por la forma como por el contenido, y es por fortuna una valiosísima isla en el vasto océano de medianías que abundan en la poesía australiana contemporánea. No es por tanto de extrañar que hace apenas un par de meses fuese galardonado con el Premio Judith Wright Calanthe en Queensland.

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