Eleanor Catton, The Luminaries (Londres: Granta, 2013). 832 páginas.
Un meritorio
editor y traductor español lamentaba no hace mucho la desafortunada tendencia que
predomina en la industria del libro de traducir ficción contemporánea en lengua
inglesa a un castellano con una “sintaxis decimonónica”. Se trataría de una especie
de traición, muy acomodaticia con las posiciones un tanto amilanadas de la
inmensa mayoría de los editores españoles, los cuales, no nos engañemos, copan
el mercado del libro en lengua española y en cierto modo deciden no solamente
qué es lo que leen sino cómo lo leen, los lectores que no pueden acceder a los
textos en la lengua original. Y no es noticia que hoy en día se traduce
muchísima ficción en lengua inglesa solamente por el hecho de que fue escrita
en lengua inglesa, no necesariamente porque sea de mayor calidad que otras
literaturas. Ese flagrante desequilibrio obedece a imperativos económicos.
A este respecto,
no sé qué diría el editor al que me refería más arriba sobre el caso de The Luminaries. Hace apenas un mes una
joven neozelandesa que hasta ahora solamente había publicado un título en 2008
(The Rehearsal, traducido como El ensayo general por Tamara Gil Somoza
y publicado este año por Siruela) va y gana el Man Booker de 2013 con una
novela que desde la primera página destila un sabor innegable a Jane Austen o
Wilkie Collins, y muestra una textura sintáctica que recuerda perfectamente a
Charles Dickens.
Hokitika en la década de 1870. Fuente: Wikicommons. |
Catton sitúa The Luminaries en una pequeña ciudad de
la isla Sur de Nueva Zelanda, llamada Hokitika, en los años 1865 y 1866.
Hokitika es, por aquel entonces, apenas un poblado, que atrae a miles de
buscadores de oro de todo el mundo. A simple vista, The Luminaries es una historia de misterio, o mejor dicho, una
historia en torno a varios misterios. Como no puede ser de otro modo, se inicia
en una oscura noche de tormenta, con la azarosa llegada de un joven abogado
escocés, Walter Moody, quien va huyendo de su pasado y buscando hacerse rico en
los yacimientos de oro río arriba. Al entrar en el salón del hotel donde se ha
alojado le da la impresión de que ha interrumpido una conspiración entre los
doce hombres que a esa hora están allí. Como mandan las leyes de la cortesía y
la urbanidad, entabla conversación con uno de ellos, Tom Balfour. Al revelar
parte de su historia personal, Moody les ofrece a los doce hombres allí
reunidos la posibilidad de contar con un oyente imparcial. La coincidencia (uno
de los temas recurrentes en The Luminaries)
hace que Moody haya llegado a Hokitika en el barco que forma parte de la
intricada trama de misterios y delitos que los doce buscan resolver.
El puerto de Hokitika en 1867. Fuente: Wikicommons |
La trama
comprende varios hilos que, en principio, no parecen guardar relación entre sí:
una prostituta, Anna Wetherell, a la que han encontrado inconsciente bajo los
efectos del opio, y de quien se sospecha un intento de suicidio (un delito por
aquel entonces), la desaparición de Emery Staines, un rico jovencito a quien la
fortuna ha sonreído en los yacimientos de oro, la muerte (aparentemente por
causas naturales) de un solitario ermitaño llamado Crosbie Wells en su cabaña
del valle de Arahura, a unas cuantas millas de la ciudad, y el posterior hallazgo
de una fortuna en pequeños lingotes de oro enterrados en la cabaña, pero
procedentes de la explotación minera a nombre de Staines.
Con más de ochocientas páginas, The Luminaries
fue sin duda una arriesgada apuesta para una autora que todavía no había
establecido su carrera: la trama da vueltas y vueltas para abarcar muchos
episodios y su justificación desde el pasado de los personajes. Hay venganzas
personales, disparos sin balas, documentos legales con firmas falsificadas,
traiciones y revelaciones de secretos, consumo de drogas, corrupción, engaños,
naufragios y una sesión de espiritismo con dos chinos disfrazados para crear
‘ambiente’, etc. Y como colofón, un juicio en el que las revelaciones resultan
dramáticas e inesperadas, y que termina con el asesinato de uno de los
testigos, arrestado en el transcurso del juicio, por un desconocido.
Son muchos los
buenos atributos que se le pueden observar a The Luminaries. El lector podrá disfrutar de una narración
omnisciente que rinde tributo a la novela de la época victoriana al tiempo que
la parodia. El lector podrá también observar, mientras va descubriendo las
soluciones a los misterios, la ingeniosa estructura en torno a la cual Catton
construye su obra. The Luminaries se
compone de doce partes. La primera cuenta con más de 300 páginas – un número más
que suficiente para lo que se entiende como novela hoy en día. Cada una de las
partes es más o menos la mitad de extensa que la anterior, de modo que la
última consta de apenas una página, si llega.
El lector podría
también paladear un lenguaje ya arcaico de mitad del siglo XIX que utiliza con
mucho esmero una novelista de 28 años en 2013, y que añade pequeños detalles de
época (la autocensura de palabras prohibidas, o el breve resumen en cursiva que
precede a cada capítulo, al estilo decimonónico, como en este ejemplo, el
primero:
Mercurio en Sagitario
En el
cual arriba un extraño a Hokitika; se interrumpe un secreto conciliábulo;
Walter Moody oculta sus más recientes recuerdos; y Thomas Balfour comienza a
contar una historia.
En otra de las
convenciones novelísticas victorianas, en los inicios de la novela el narrador
omnisciente hace acto de presencia en el texto para comentar los hechos o
alertar al lector de algún detalle que haya quedado poco claro, o para excusar
la omisión de alguna conversación entre personajes que podría aburrir al
lector. Es otro de los juegos de Catton, y podrá entretener o no al lector; es
innegable, no obstante, que todos estos aspectos que he mencionado son parte de
una estrategia deliberada por parte de la autora. Su escrupulosa adhesión al
estilo y la lengua de la novela victoriana crea una superestructura totalmente
premeditada, la cual, conforme la novela progresa, va cayendo hasta dejarle al
lector poco más que lo que son en realidad restos, vestigios de una narración fragmentada,
más en consonancia con las tendencias narrativas actuales. En cierto modo, lo
que hace Catton es diseñar un escenario que tiene tanto de homenaje como de
simulacro: obsérvese la alusión a lo teatral que ello supone.
En este sentido,
resulta interesante que cuando Moody (espectador/oyente imparcial al inicio)
abandona Hokitika tras haber triunfado como abogado defensor en el juicio, se
encuentra en su caminata con un irlandés. Paddy Ryan se ofrece a hacerle
compañía en el camino, y le propone que cuente una historia para ‘que nos
olvidemos de los pies, y no nos demos cuenta de que estamos andando’. Conforme,
Moody le confiesa al irlandés que se halla ante un dilema antes de comenzar su
relato: ‘Estoy tratando de decidir entre toda la verdad o nada más que la
verdad’…’Me temo que mi historia es tal que no puedo lograr ambas a un tiempo’.
Un último aspecto
a mencionar sobre The Luminaries es
otra estructura agregada por Catton. En tanto que es cardinal en la novela el
tema del destino, Catton introduce cada una de las partes de la novela con una
especie de carta astral, en la que los doce signos zodiacales se corresponden
con los doce hombres del salón del hotel; hay asimismo una lista de personajes
estelares y planetarios, con sus lugares correspondientes los primeros y su
área de influencia pertinente en el caso de los segundos; solamente uno está en
‘terra firma’, Crosbie Wells, el difunto. Además, Catton prologa el libro con
una nota dirigida al lector, en la que explica que ‘las posiciones estelares y
planetarias del libro se han determinado de manera astronómica’. Dada mi
indiferencia absoluta por todo lo relacionado con la astrología, confieso que
apenas entendí nada de ello, ni puedo arrojar luz alguna sobre cómo se relaciona
lo anterior con muchos de los títulos de los capítulos.
Vista del río y la playa de Hokitika. Fuente: Wikicommons |
Un osado
experimento literario, para el que Catton pasó un año completo leyendo textos
de la época, The Luminaries marca una
cota de complejidad que será difícil de superar, por no hablar de su traducción
a un castellano decimonónico con el que sin duda alguna merecería ser recompensado.
Parafraseando el título, es una novela tan brillante como las lumbreras que
iluminan el firmamento austral de las noches neozelandesas.