Julian Barnes, Levels of Life (Londres: Jonathan Cape, 2013). 118 páginas.
“En los primeros
años de la vida, el mundo se divide, grosso modo, entre los que han tenido sexo
y los que no. Más adelante, entre los que han conocido el amor y los que no.
Más adelante todavía – al menos si tenemos suerte (o lo contrario, mala suerte)
– se divide entre los que han padecido el duelo y los que no. Estas son
divisiones absolutas; son trópicos que cruzamos.” (p. 68, mi traducción). Levels of Life es, en muchos sentidos,
un extraordinario libro que, a quien no haya cruzado ese Trópico del Duelo puede
que le resulte inabordable.
Pat Kavanagh, la
esposa del autor de The
Sense of an Ending,
murió en 2008, 37 días de que los médicos descubrieran que tenía un tumor
cerebral. Exactamente cuatro años después Barnes completó Levels of Life (Pat murió un 20 de octubre, fecha en la que firma Julian
el libro), el cual, con 118 páginas y una inusual pero acertadísima estructura,
constituye una lectura amena y absorbente.
Levels of Life está dividido en tres partes: ‘The Sin of Height’,
‘On the Level’ y ‘The Loss of Depth’ [El
pecado de la altura, Con honestidad
y La pérdida de profundidad]. Aviso
para navegantes: quien espere encontrar una memoria desgarrada del duelo de
Barnes tras la muerte de su esposa (no emplearé ninguno de los eufemismos que
el propio Barnes deplora), mejor que no tome este libro entre sus manos, porque
probablemente no entenderá nada.
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Autorretrato de Nadar (c. 1865). Fuente: Wikicommons |
La primera parte
es una somera historia de los pioneros de la navegación aerostática, y Barnes
dedica su atención principalmente a Gaspard-Félix Tournachon (apodado Nadar), quien
fue también pionero de la fotografía aérea. Nadar “fue periodista,
caricaturista, fotógrafo, aeronauta, empresario e inventor, ávido registrador
de patentes y fundador de compañías” (p. 15). Fue, asimismo, el primer ser
humano en tratar de explotar la capacidad “de mirarnos desde la distancia, de
hacer que lo subjetivo sea de repente algo objetivo”. El maravilloso y
acelerado de la aeronáutica posibilitó hace ya años que el ser humano saliera
de la Tierra y pudiera observar el lugar donde vivimos desde la distancia. De
pronto, en otro trópico o línea que la humanidad ha cruzado, podíamos vernos a
nosotros mismos tal como (hasta entonces se había asumido no sin cierta
obediencia ciega a la religión establecida) lo había estado haciendo Dios.
Quizás fue ese el momento en que murió la idea de Dios.
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Earthrise. Fotografía de Bill Anders (24 de diciembre de 1968). Fuente: Wikicommons. |
La segunda parte
es un relato dramatizado de la historia de amor entre otros dos aeronautas, el capitán inglés Fred Burnaby y la actriz
francesa Sarah Bernhardt (a quien Nadar retrató en numerosas ocasiones). Barnes
recurre a la ficción (“podemos establecer que se conocieron en el París de los
1870” (p. 37). Toda historia de amor es en potencia una historia de duelo, nos
dice Barnes en varias ocasiones en el libro. Burnaby cree estar enamorado de la
actriz (La Divina), pero Bernhardt no se compromete con nadie: “Estoy hecha
para la sensación, para el placer, para el momento. Estoy a la búsqueda constante
de nuevas sensaciones, de nuevas emociones. Así seré hasta que mi vida se
acabe. Mi corazón desea más excitación que la nadie – una persona sola – pueda dar.”
(p. 56) Rechazado, Burnaby se examina y descubre que “fue él que se engañó a sí
mismo. Mas si ser honesto no te protegía del dolor, puede que fuera mejor
estarse en las nubes” (p. 61-2).
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Sarah Bernhardt. Retrato a cargo de Nadar. Fuente: Wikicommons. |
La tercera parte
es la reflexión personal de Barnes sobre el duelo como proceso vital, y sobre
su experiencia personal a lo largo de esos cuatro años. El duelo, explica
Barnes (y coincido plenamente con él) “es un estado humano, no una afección médica,
y si bien hay pastillas que nos ayudan a olvidarlo – y todo lo demás – no hay
pastillas que lo curen.” (p. 71).
El tono de esta
tercera parte no es confesional, sino meditativo; no es autoindulgente sino escrupuloso
en su naturalidad. Se compone de retazos de sus vivencias tras la muerte de
Pat: comentarios inapropiados, consejos inútiles, silencios vergonzosos, la ira
del doliente… Si no fuera por la ironía anónima con la que delicadamente maneja
esas anécdotas y episodios, el resultado sería devastador para aquellos que, en
su caso, metieron la pata.
Desde un punto de
vista meramente personal, me produjo un leve placer íntimo la frase siguiente,
por lo cercana que la experiencia de Barnes parece
estar a la mía propia: “Algunos amigos tienen tanto miedo del duelo como de
la muerte; te evitan como si temieran contagiarse” (p. 75).
Desde las alturas
de los globos aerostáticos en los que los pioneros veían a sus congéneres
Barnes pasa a la caída libre, al descenso a los infiernos del duelo sin caer en
las “muchas trampas y peligros [que hay] en el duelo, y que el paso del tiempo no reduce.
La autocompasión, el aislacionismo, el desprecio por el mundo, un
excepcionalismo egoísta: todos aspectos de la vanidad” (p. 113).
Las ideas que
Barnes explica en los siguientes extractos me parecen especialmente
significativas y conmovedoras. En referencia a esas fotografías que todos
tenemos de nuestros seres queridos: “Esas viejas fotos familiares de tiempos
más felices han pasado a parecer menos originales, menos parecidas a fotografías
de la vida misma, más parecidas a fotografías de fotografías. […] el recuerdo
que tienes de tu vida – tu vida previa – se asemeja a ese milagro corriente que
contemplaron Fred Burnaby, el Capitán Colver
y el Sr. Lucy en alguna parte cerca del estuario del Támesis. Estaban por
encima de las nubes, debajo del sol, […] El sol estaba proyectando sobre el espeso
banco de nubes que había debajo la imagen de su nave […] Burnaby la comparó con
una ‘colosal fotografía’. Y así es con nuestra vida: tan clara, tan segura,
hasta que por una razón u otra […] la imagen se pierde para siempre, disponible
solamente para la memoria, convertida en anécdota.” (p. 110)
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Caricatura de Fred Burnaby en Vanity Fair, 2 de diciembre de 1876. Fuente: Wikicommons. |
Los que hemos sido golpeados por el duelo (“griefstruck”
es la palabra que emplea Barnes) sabemos que el dolor nunca desaparece, y
aceptamos vivir con él: “El dolor demuestra que no has olvidado; el dolor
refuerza el sabor del recuerdo; el dolor es una prueba de amor.” (p. 113)