18 ago 2014

Reseña: California, de Edan Lepucki

Edan Lepucki, California (Londres: Little Brown, 2014). 392 páginas.

‘It’s the end of the world as we know it’, cantaban REM a finales de los años 80. La fascinación por el apocalipsis o una versión más o menos llevadera del final del mundo lleva décadas presente en la literatura occidental. Desde la más que sugestiva The Road de McCarthy a la papilla facilona ideada para ser llevada a la televisión (The Leftovers de Tom Perrotta), o las novelas de Margaret Atwood, hay para todos los gustos.

Impulsada por el grupo editorial Hachette en su particular guerra comercial con Amazon, pronto llegará a las estanterías (o a su dispositivo electrónico, si así lo prefiere) California, la primera novela de la estadounidense Edan Lepucki. En California, una joven pareja, Calvin y Frida, han logrado huir de un escenario post-apocalíptico en la ciudad de Los Ángeles. A los cataclismos sobrevenidos con el cambio climático y algunos brutales terremotos se han añadido el colapso del gobierno, de la economía y del orden público. En algún momento, y por culpa de los continuos apagones, internet dejó de funcionar (yeah!), nos cuenta la voz omnisciente de esta entretenida (ojo, pero solamente a ratos) novela.

Cal y Frida escapan en un automóvil cargado de enseres y se adentran en una región boscosa de lo que se supone es el estado de California. En un principio se instalan en un cobertizo, apartados del mundo y de los pocos seres humanos que, según parece, habitan esa parte del mundo. La costa este de los EE.UU. y el midwest han quedado devastados por supertormentas. Del resto del planeta – ¿a quién podría importarle el resto de la humanidad? – no se sabe nada. Casi mejor, diría uno: ¿no sería deliciosamente irónico que esta hecatombe solo afectara a unos pocos ‘escogidos’ in God’s own country…?

El caso es que Cal y Frida sobreviven en su cobertizo, cultivando hortalizas, recolectando setas y frutillas y cazando animalitos en el bosque; cuando están aburridos (no hay tele, no hay libros, no hay internet) se entregan al sexo (lo cual, parece sugerirnos Lepucki, les sucede casi todo el tiempo). Al poco tiempo hacen contacto con otra familia, los Miller, que también se han establecido en la región. Bo y Sandy subsisten, al igual que ellos, a duras penas, pero están sacando adelante a sus dos hijos, Jane y Garrett.

Hay también una especie de buhonero, August, quien desde su carreta tirada por una yegua se dedica al trueque. Tanto los Miller como August transmiten a los jóvenes desconfianza y miedo. El mundo es un lugar peligroso, y es recomendable no explorar los alrededores, en concreto un asentamiento cercano que Bo Miller le enseña un día a Cal.

Todo cambia, sin embargo, cuando Cal descubre que toda la familia Miller ha muerto envenenada. Después de darles sepultura, Cal y Frida se mudan a la casa de los Miller, mejor dotada y preparada para el invierno. Pero la curiosidad les azuza, y Cal y Frida emprenden el camino hasta adentrarse en una especie de laberinto construido con enormes estacas.

Tanto va el cántaro a la fuente que al final Frida se queda embarazada (o eso sospecha ella). Al llegar a esa colonia que protegen las estacas (que los lugareños denominan ‘The Land’, la tierra), Frida se llevará una enorme sorpresa que la deja sin habla. Su hermano, Micah, al que ella creía muerto tras un acto de terrorismo suicida, es el líder de ese extraño poblado.

Lo cierto es que no les reciben con los brazos abiertos. En The Land hay muchas reglas que los recién llegados deben cumplir a rajatabla; además, la suspicacia parece ser la característica conductual más extendida. Poco a poco Frida y Cal van averiguando cosas acerca del pasado de esta extraña comunidad aislada del mundo. En ese lugar no hay niños, y por lo tanto la decisión de comunicar el posible embarazo de Frida se convierte en un significativo elemento de suspense.

La narración retrocede constantemente a un pasado indefinido: a cuando Micah y Cal eran estudiantes en Plank, o a cuando Micah comenzó a coquetear con un grupo clandestino de cariz activista, The Group. Quizás se deba a este hecho que la novela parece por momentos avanzar a trancas y barrancas.

Como contrapunto a esta existencia espartana y laboriosa, los personajes hacen constante referencia a las Comunidades, enclaves formados tras el colapso del sistema político que había existido hasta el comienzo de esta ‘vida de ultratumba’, tal y como Cal y Frida describen su nueva vida alejados de Los Ángeles. En las Comunidades viven los ricos, y el acceso a ellas está fuertemente restringido.

El principal problema de California es que el nuevo mundo distópico no está bien definido en ningún momento. Las interrogantes sin respuesta son tan numerosas que el lector debe optar por seguirle la corriente a la autora hasta el desenlace, dramático y efectista, sin duda alguna. Que Lepucki mantenga y alargue el suspense (no siempre con pericia) no soslaya los muchos peros y limitaciones que encierra esta historia. California no llega a profundizar en ninguno de los temas que toca someramente: la innata atracción que el ser humano siente por ejercer el poder, o la división social entre sexos y la asignación de roles a mujeres y hombres, entre otros.

Una de las incongruencias de la novela es la vehemente reacción que la visión del color rojo produce en las mujeres de The Land. Cuando Frida se hace un pequeño corte en un dedo mientras trabaja en la cocina, por ejemplo, o mucho antes, cuando Sandy ve el saco de dormir rojo en el cobertizo donde viven Cal y Frida. Si esa reacción tan colérica es, como parece serlo, una premisa fundamental de la historia, ¿qué ocurría exactamente en The Land cuando sus mujeres tenían la menstruación? ¿Cerraban los ojos, y santas pascuas?

Dado el mediocre poder creativo que demuestra tener Hollywood en la actualidad, no será de extrañar que California se convierta en su momento en una miniserie o en un largometraje para el consumo de masas. Más papilla, gracias, tenemos hambre.

11 ago 2014

Reseña: The Following, de Roger McDonald



Roger McDonald, The Following (North Sydney: Vintage Books, 2013). 260 páginas.
Quien quiera hacerse una idea definida y precisa de cómo es la vida en Australia sin abandonar las comodidades del siglo XXI puede optar por refugiarse (sí, has leído bien) en un gran centro metropolitano; o bien asumir riesgos y aventurarse entre las suaves ondulaciones al oeste de la Gran Cordillera Divisoria para terminar recorriendo las grandes planicies que separan al desierto de la densamente poblada franja costera. Son dos Australias distintas, pero están obviamente conectadas. La inmensa mayoría de los que visitan este país continente nunca verán esas regiones, y si aprenden algo de ellas, por lo general es bien poco y a través de terceros.

Esta singular novela del australiano Roger McDonald se compone de tres partes (o tres nouvelles, si se quiere) que presentan algunas tenues conexiones entre sí. La que abre el libro se sitúa en los albores del siglo XX en el oeste de Nueva Gales del Sur, y sigue la vida de Marcus Friendly, un chico huérfano, criado por su abuelo, que sabrá ascender peldaños en la escala social hasta alcanzar la cúspide, el puesto de Primer Ministro. De maquinista ferroviario a político en la Canberra de los años posteriores a la Gran Depresión, Friendly simboliza el ‘bloke’, el arquetipo masculino blanco que en su época sustentó (y desde un punto de vista meramente histórico, sigue sustentando) toda una mitología. Esta narración es, para mi gusto, la más conseguida de las tres. La caída en desgracia de Friendly debido a su oposición al reclutamiento forzoso en la Primera Guerra Mundial no será óbice para que progrese en las filas del partido Laborista.

La segunda sección de The Following se centra en tres personajes masculinos muy diferentes en la Australia de los años 60 y 70: Kyle Morrison, hijo del poeta Bounder Morrison, y terrateniente arruinado; el capataz de la propiedad, Ross Devlin; y finalmente un novelista amigo de Kyle, Powys Wignall (quien bien podría ser Patrick White, al igual que Friendly representaría al Primer Ministro Ben Chiefly). Kyle vive en una inmensa propiedad agrícola del oeste de Nueva Gales del Sur, gracias a la caridad de una tía suya, que intercedió para que no lo expulsaran de la granja. El desenlace funesto de esta parte me recordó en cierto modo a Voss, de Patrick White. Antes que abandonar la tierra que adora y que siente suya, se entrega a ella en cuerpo y alma. Literalmente.

La tercera nouvelle está más próxima a la época actual y la acción (por así decirlo) nos lleva a la costa sur de Nueva Gales del Sur. Un grupo de amigos está reunido al final del verano austral tratando de paliarle el dolor a su amiga Sonia, enferma terminal de cáncer. Rodeados por el humo de los incendios habituales en esa época del año, Max Petersen (parlamentario laborista que espera una cartera ministerial en cualquier momento), Harris, el marido de Sonia, y Tiger Yeomans beben y comen mientras recuerdan el pasado. Se menciona a modo de insinuación que Max es el hijo de Marcus Friendly, pero no termina de estar claro qué papel juega esa conexión en el entramado general del libro.

Con una prosa por momentos algo densa, McDonald fuerza en ocasiones al lector a desmadejar los nudos sintácticos con que engarza ideas en sus párrafos. The Following vendría pues a ser el enaltecimiento de un tiempo y una forma de vivir ya fenecidos: la sordidez de la escena política que retrata McDonald en la tercera parte contrasta con los valores de honestidad y esfuerzo que Friendly representaba.

Sin embargo, me resultó un tanto incongruente que no se haga una denuncia explícita y ecuánime de la desposesión de la población indígena. Dado que McDonald opta por un narrador omnisciente, son demasiados los interrogantes que quedan sin respuesta y muchas las lagunas que quedan sin explorar. La intención de The Following no termina de resultarme clara: numerosos personajes que aparecen y desaparecen sin que desempeñen un papel claro en un conjunto ya de por sí confuso.

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