24 nov 2014

Reseña: El oficinista, de Guillermo Saccomanno

Guillermo Saccomanno, El oficinista (Barcelona: Seix Barral, 2010). 199 páginas.

Un hombre sin nombre. Un hombre gris que ocupa un puesto de trabajo gris. Un hombre amedrentado por todo lo que le rodea: amedrentado por su mujer, una obesa despótica; amilanado por su jefe y por la compañía para la que trabaja, donde se producen despidos extemporáneos y sin motivo aparente; acobardado por el régimen político del país en el que vive, un régimen dictatorial en el que la única posible expresión de disidencia se lleva a cabo por medio de la violencia; asustado por el clima de terror e inseguridad que se respira en una ciudad sin nombre, en la que nos sobrecoge el frío y sobre la que cae una eterna llovizna ácida. El escenario que traza Saccomanno podría ser distópico si no fuera porque uno puede reconocer ciertas características de esa ciudad en la actual Buenos Aires.

El oficinista es en gran medida atemporal pero al mismo tiempo, sospecho, muy actual. Lo más llamativo, a mi parecer, es cómo retrata Saccomanno la enorme brecha social que ha deshumanizado a la sociedad occidental. Ninguno de los personajes de esta novela tiene nombre. Ni los personajes principales (el oficinista, su compañero, la secretaria y el jefe) ni los secundarios: el único de sus hijos por el que el oficinista siente algo de cariño es, sencillamente, el viejito. Por las noches, las calles militarizadas son un vasto espacio de sombras y miedos: jaurías de perros clonados, patotas de jóvenes borrachos y drogados, hordas de mendigos y desharrapados sin hogar. Elementos reales y elementos ficticios se mezclan en un escenario que se intuye muy próximo a una catástrofe quizás definitiva.

Saccomanno renuncia al estilismo en favor de una expresión vertical, cortante, directa. Frases cortas, a veces muy cortas, en las que la elisión es el recurso más frecuente: “La mañana, finalmente. Por la ventana suben los motores de unos camiones militares, bocinazos, colectivos, sirenas, autos. El raspado de un fósforo que prende una hornalla. El hervor de una cafetera. El ruido de la tostadora. Un bostezo. Un carraspeo. Una canilla. Unas pantuflas. Las voces de la cría que emerge de su letargo. Después gritos, discusiones, insultos, lamentos.” (p. 49)

Quizás lo único que se podría calificar como un poco decepcionante (y esto, siendo muy, muy severos) de El oficinista es la trama misma. No porque el desenlace sea un tanto previsible (que lo es), sino porque la línea argumental es para mi gusto algo floja. Hombre de mediana edad en puesto de trabajo mediocre con serios problemas domésticos se enamora de una joven, la secretaria, que le ofrece sexo una noche después del trabajo. Angustiado porque ella no parece sentir la misma atracción ni la misma necesidad perentoria de verlo a él todas las noches, dedica horas extra a espiarla, hasta que descubre que la secretaria sale del trabajo en el automóvil del jefe.

El oficinista experimenta una especie de revelación. Aguijoneado por la presencia acuciante y constante del “otro” – la conciencia de su mediocridad que le espeta una y otra vez que es un don nadie – se entrega a quimeras y proyectos irrealizables: eliminar a toda su familia (pese a la pena que le daría matar al viejito), robarse una ingente suma de dineros de la empresa y huir con la secretaria al extranjero.

Saccomanno apila episodios escuetos uno tras otro que no hacen sino aumentar la sensación de mediocridad y trivialidad en la vida del personaje central. Tras delatar al compañero de trabajo siente remordimientos, pero su búsqueda de la expiación deviene en una patética aventura por los barrios bajos de la ciudad. Especialmente llamativo me resultó el de su entrada en una iglesia en mitad del servicio religioso, sus ropas manchadas de sangre. El sacerdote brasileño le conmina a confesarse en público, pero el oficinista no soporta la presión brutal del clérigo y huye aterrado sin poder vaciar su conciencia.

Galardonada con el Premio Biblioteca Breve de 2010, El oficinista es un acertado retrato de la mediocridad en la que vive la inmensa mayoría del tejido social de la sociedad occidental contemporánea. Donde la cobardía nunca deja de reprimir los sueños porque el miedo es más fuerte y atenaza. Su protagonista anónimo es una atinada imagen del individuo temeroso que predomina entre las clases medias, quien interioriza (y reprime) su rebeldía a través de un "otro", que le recrimina su insignificancia, y quien solamente muestra sus aspiraciones por lograr un cambio sustancial a través de sueños inalcanzables. Un interesante relato breve que se lee, como suele decirse, en un suspiro.

22 nov 2014

Reseña: Montebello, de Robert Drewe

Robert Drewe, Montebello (Melbourne: Penguin, 2012). 291 páginas.

Para los nacidos décadas después del inicio de la Guerra Fría es muy probable que la posibilidad de una guerra atómica total, que hubiera acarreado la destrucción mutua irreversible a los dos bloques geopolíticos de aquella época, nunca les pareció demasiado real, mas para la gente que se crió en las décadas de los 50 y los 60 ese escenario final fue algo realmente plausible y demasiado creíble. Quizás no sean muchos los australianos que tienen conocimiento de las pruebas nucleares que los británicos realizaron en el remoto archipiélago de las islas Montebello a principios de la década de los 50. El entonces Primer Ministro, Menzies, les dio a los militares británicos prácticamente carta blanca para hacer lo que les viniera en gana, y en el transcurso de varios años varias explosiones nucleares arrasaron las principales islas del archipiélago. Además de aniquilar la fauna local, la radioactividad se cobró finalmente las vidas de muchos soldados australianos, cuyo atuendo consistía en pantalones cortos y sandalias, expuestos a las explosiones – básicamente utilizados por nuestros amigos británicos como ratas de laboratorio.

Montebello viene a ser una secuela de The Shark Net (2000) la autobiografía de Drewe. Como es el caso de su antecedente, este libro cuenta con un ritmo narrativo y una amplitud de miras muy gratificantes, si bien algunos de los episodios entrelazados en el conjunto parecen un tanto fuera de orden, cuando no totalmente ajenos. Pero Drewe tiene un gran sentido del humor, el cual, junto con sus agudas descripciones, no solamente de las islas sino también de otras partes de Australia Occidental de las que hace mención, hacen de Montebello una placentera lectura. Drewe es incisivo como un buen periodista de investigación, serpenteando con habilidad desde los recuerdos de su niñez a su vida adulta, pasando por una adolescencia desasosegada, al tiempo que roza apenas temas muy candentes de la Australia actual.

También puede hacer alusiones a sus fijaciones más personales. El capítulo que sirve de introducción a Montebello es una peculiar historia, un peligroso encuentro con una serpiente (muy venenosa como casi todas en Australia) durante ‘una noche oscura y tormentosa’ (p. 1). Armado con la espátula de la barbacoa y sumamente preocupado por la posibilidad de que el ofidio se introduzca en el dormitorio de su hija, derrota a su enemigo.

El episodio lo narra Drewe en clave irónica, del mismo modo que cualquier experiencia de peligro de la que uno se salve por los pelos puede retrospectivamente considerarse cómica. Pero Drewe la ve como un momento definitorio. Puede que uno de los más importantes rasgos que todo escritor debe tener es la capacidad de reírse de sí mismo: Drewe es estupendo en la ironía. La aventura con la serpiente en su casa da paso a una confesión, la de su obsesión por las islas.

Explica que su apego a las islas es en parte consecuencia de la literatura a la que estuvo expuesto cuando era niño: “Las islas mostraron su poderosa presencia en mi vida tanto como lo habían hecho en mi imaginación. De niño me atraían los relatos de náufragos” (p. 39, mi traducción). Naturalmente, menciona los clásicos que siguen capturando la imaginación de todos los niños: Robinson Crusoe, La isla del tesoro, La isla de coral y El Robinson suizo, y también títulos como La isla del Dr. Moreau y El señor de las moscas. Pero fue la pequeña isla de Rottnest frente a la ciudad de Perth que parece haber atrapado el corazón de Drewe para siempre y que le convirtió a la islofilia: “mi islomanía creció cuando descubrí la isla de Rottnest cuando era un jovenzuelo…donde los jóvenes de Australia Occidental perdían la virginidad…ellos (bueno, yo) conferían a esta isla desierta en particular a unos veinte kilómetros del continente una cualidad sensual que no les resultaba tan prontamente evidente a los extranjeros o a los procedentes de los estados orientales.” (p. 43, mi traducción)

Cuando por fin le dan el visto bueno para que se sume a la expedición de ecologistas gubernamentales que van a completar un proyecto de repoblación de especies en el archipiélago, Drewe exprime al máximo esta excelente oportunidad para seguir escribiendo sus memorias. Sus observaciones le otorgan un valor irónico añadido al relato de sus expediciones y experiencias en el campamento insular:
«[E]l alcohol nunca está lejos de tu mente en este sitio. Al comprobar que había pocos rasgos identificados en los mapas para ayudarles en la navegación durante las pruebas nucleares, los británicos se aprestaron a bautizar las calas y ensenadas del archipiélago de las Montebello. A todas les dieron nombre de algún tipo de bebida alcohólica: Hock, Claret, Whisky, Stout, Cider, Champagne, Chartreuse, Burgundy, Chianti, Drambuie, Moselle y Sach. También le pusieron nombre a Rum Cove [Cala del Ron] y a las lagunas Sherry y Vermouth. Es cosa muy apropiada el hecho de que haya un promontorio denominado Hungover Head [Punta Resaca].» (p. 82, mi traducción)
Mientras critica las razones que llevaron a realizar un programa de pruebas nucleares en ese remoto rincón del mundo, Drewe recuerda los episodios coetáneos de su juventud en Perth: ataques de tiburones, enamoramientos, lesiones deportivas. De ser niño a ser un joven y luego convertirse en hombre – y su decisión de hacerse escritor; es un relato contrapuesto a la fascinante narración del trabajo que lleva a cabo el grupo de medioambientalistas en el archipiélago y su feliz concienciación de que el programa de reintroducción de especies nativas ha comenzado a tener éxito tantos años después de la destrucción atómica que tuvo lugar en las islas.
A pesar de la remembranza de muchos sucesos trágicos, tanto pasados como actuales, que Drewe incluye en el libro, Montebello aporta una visión mayormente positiva de la vida – la idea viene a ser que de lo caótico y de lo destructivo pueden surgir una nueva vida y la belleza. Pero Drewe nos recuerda asimismo – unas veces en clave de humor, otras con un tono más sombrío – que debemos tener muy presentes los muchos peligros que pueden surgir de la nada, incluso en medio del entorno más agradable y placentero.

Hay también espacio para la reflexión. Dice Drewe: «Ese chico idealista de trece años, ese que quería ser amigo de todos los pueblos, que quería tocar con la trompeta La Vie En Rose para las chicas y prohibir la bomba atómica, hubiera preferido que hubiera una dura lección para la humanidad […] no sabía si debía sentirse contento […] o confundido como siempre.» (p. 283, mi traducción). Me atrevo a sugerir que quizás ese estado permanente de incertidumbre que sentimos por vez primera en la adolescencia es esa dura lección que podemos extraer de cada una de nuestras experiencias vitales.


Versión en castellano de la reseña publicada en inglés en Transnational Literature Vol. 7 no. 1, November 2014, que puedes descargar como PDF aquí.

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