19 oct 2010

Reseña: The Road, de Cormac McCarthy


Cormac McCarthy, The Road (Londres: Picador, 2006). 307 páginas.

Una América destruida por gigantescos incendios, un paisaje incinerado, bosques enteros ennegrecidos, lluvia y nieve impregnada de ceniza. Un ecocidio (¿o es la hecatombe nuclear?) parece haber terminado con la humanidad, y los supervivientes se dividen entre los buenos y los malos. Los malos no se detienen ante nada, y son capaces de la antropofagia con tal de sobrevivir.

En The Road McCarthy nos hace acompañar a un padre y su hijo, un niño de pocos años, en su huida del frío que se ha adueñado de esa región del planeta y de la hambruna resultante de la hecatombe. En el camino van encontrando horrores, escondiéndose continuamente y afrontando alguna que otra situación de vida y muerte. Cuando el hambre parece que va a terminar con sus vidas, la fortuna les sonríe y dan con provisiones que almacenaron otros seres humanos que no tuvieron tanta suerte como ellos.

El horror apocalíptico que nos describe McCarthy es pavoroso; el padre se debate en ocasiones entre seguir luchando por sobrevivir o terminar con sus propias vidas. En la carretera padre e hijo son el objetivo de otros seres humanos, los malos, dispuestos a cazar a otros seres humanos para poder comer. En la novela abunda la imaginería de la brutalidad, pero McCarthy nos la presenta con una urgencia cercana y directa. La pesadilla universal que viven padre e hijo (cuyos nombres nunca se nos revelan), McCarthy nos la presenta con un lenguaje tan frugal y sobrio como pulcro y portentoso.

McCarthy fascina al lector en su exposición brutal de la lucha por la supervivencia en un mundo sin moral y sin ley, y aunque el padre parece ser la única brújula para el niño, la única convicción de la conciencia humana, ésta va diluyéndose a medida que la necesidad perentoria de luchar por seguir vivo le lleva a tomar decisiones que al niño no siempre le parecen correctas.

¿Nos alcanza el horror de The Road todo lo seriamente que cabría esperar? Depende de qué tipo de lector sea uno. Si el lector recapitula un poco, quizá unos días después de haber leído la novela, la idea de que la historia de The Road sea mera ciencia ficción no es tan descabellada – por muy lúcida, inquietante y bien narrada que esté. Por otra parte, el detalle un tanto rosa del final (que no desenlace, pues la historia queda muy abierta a múltiples interpretaciones) puede que no termine de cuadrarle a quien no tenga convicciones religiosas. Y pongo por caso, y salvando las distancias, otra novela norteamericana reciente, What is the What, de David Eggers, inspirada en una historia real en la región sudanesa de Darfur. El horror que nos cuenta Valentino Deng a través de Eggers es un horror palpable, verídico y muy cercano, de hecho tan próximo que en general todos preferimos mirar hacia otro lado.

The Road es, con todo, una narración fascinante, y en muchos aspectos, espléndida. La desolación del paisaje apocalíptico que McCarthy describe con lenguaje vibrante tiene ribetes poéticos. Y sin embargo, personalmente me sobra el penúltimo párrafo de la novela, en el que McCarthy parece darnos a entender que el niño termina yéndose con los buenos, y que éstos son los creyentes en Dios. Cómo puede el ser humano aferrarse a una fe que lo rebaja y lo menoscaba en medio de la devastación absoluta es un postulado con el cual no puedo sino discrepar. Puede que sea muy difícil vender libros en los EE.UU. sin hacerles un guiño a los piadosos.

16 oct 2010

Un cuento: La dentellada

La dentellada

J. Salavert

Había visto las primeras señales unas dos horas antes, pero no las interpretó como algo extraño y terrible.

Ocurrió todo muy rápido. Los pájaros subieron desde la falda de la colina en un hervidero frenético y salvaje; nerviosos, se posaron en las ramas de los árboles de la plantación. Poco antes, los perros habían comenzado a aullar con un lamento extraño e insólito; les había conminado al silencio.

Cinco minutos antes, la tierra había temblado. Fue un largo temblor para lo que acostumbraban a sentir en la isla. Al temblor le siguió apenas cinco minutos más tarde un estruendo sordo, amortiguado por la distancia. Un fragor inhumano avanzó desde el océano a velocidad de vértigo y se abalanzó contra la isla.

Desde su humilde fale no se veía la playa. Le pareció escuchar un rumor difuso, que en realidad era el rugido salvaje de una bestia sedienta de muerte y destrucción. Una masa inimaginable de océano procedente del sur se estaba estampando contra la isla. Desde la cima de la colina, sin embargo, no le pareció que algo extraordinario hubiera sucedido.

Su familia había malvivido toda la vida en esa tierra. Unos años habían sido mejor que otros, saliendo adelante con las cosechas de taro, su pequeña piara de cochinos, algunas gallinas y pollos. Era una existencia muy pobre, que a veces rozaba la miseria. Habían sobrevivido con estrecheces hasta que pudieron convertir una buena parte de aquella selva que les rodeaba en plantación de bananas, que se pagaban mejor que el taro. Tenía también algunos papayos y mangos, y había ampliado el huertecillo para plantar tomates, pepinos y otras verduras. No vivían mucho mejor que lo habían hecho las generaciones de sus padres o sus abuelos, pero al menos ya no pasaban hambre, como había sido el caso durante años, cuando él era apenas un niño.

Era cierto que las familias de la playa vivían mucho mejor, no le cabía ninguna duda. Vivían mejor gracias al dinero palagi. Los Fautua, por ejemplo, habían consolidado ya su negocio turístico, expandido con el paso de los años hasta poder dar alojamiento y comidas a más de doscientos turistas. Habían abierto un restaurante en el que también recalaban muchos extranjeros para saciar su sed con una Vailima fría o un refresco, o para comerse un sándwich mientras contemplaban aquella extraordinaria y hermosa vista del océano Pacifico: la permanente línea blanca del arrecife de coral, y pasada la hermosa blancura del arrecife, otra isla, más pequeña, que destacaba con su verdor exuberante en el este en medio del azul más puro y grandioso.

En realidad no les tenía envidia; prefería su modesta choza a vivir con  el trajín diario de la carretera paralela a la playa, por la que circulaban coches, camionetas y camiones, y algunos de los pequeños autobuses de transporte local, siempre atiborrados de gente camino de la capital o de otros pueblecitos o asentamientos desperdigados por la isla. Y lo cierto era que desconfiaba de los extranjeros. No entendía su idioma ni sus costumbres, tan distintas de las tradiciones ancestrales de su gente.

Durante la temporada seca muchas veces corría el riesgo de quedarse sin agua, pero el pueblo no le quedaba demasiado lejos, y sus vecinos podían echarle una mano siempre que la situación se volviera crítica. Como muchos de los hombres de su generación, había sentido la tentación de emigrar durante muchos años. Pero no lo hizo cuando tuvo la ocasión, y ahora ya no estaba en edad de dejar la isla, la tierra de sus antepasados.

Pues ésa era en realidad la historia de su tierra, de esa isla en medio del Pacífico donde la gente entierra a sus muertos en el jardín, delante de sus casas. Él había oído las historias y anécdotas que contaban los del pueblo acerca de los que años atrás habían partido rumbo a Nueva Zelanda o Australia. Regresaban a veces en esos ruidosos pájaros de hierro que de vez en cuando veía en la distancia. Tenían siempre los bolsillos repletos de dinero, vestían ropas vistosas y calzaban hermosos zapatos de cuero. Hubo alguno que incluso les había mostrado a los lugareños de manera bien ostentosa un reloj de oro. Con él exhibía su poderío económico. También era cierto que muchos de ellos mantenían a flote a sus familias mediante las remesas que les hacían llegar regularmente desde Auckland, Wellington, Sydney, Brisbane.

Minutos después cruzó la plantación y se asomó con un poco de aprensión. La playa había desaparecido. Todas las casas, el restaurante, los fales para turistas en la primera línea de playa, todo había sido arrasado por el agua. En su mayor parte, el agua había regresado al océano igual que un niño pequeño vuelve a las faldas de su madre tras haber hecho alguna travesura. Entre la carretera y el pie de la colina el agua había quedado estancada, formando una laguna donde antes vivían las familias de los que trabajaban en los restaurantes. Todo había sido arrasado; solamente algunos árboles habían podido resistir la embestida de aquel monstruo que se había arrojado con toda su furia y hambre de muerte desde las entrañas del mar.

No le extrañó demasiado que unas dos o tres horas más tarde, cuando ya el asfixiante calor del mediodía se intuía en el aire, surgieran caminando desde el límite de su plantación cuatro turistas. Primero divisó a una mujer que a duras penas llevaba en sus brazos a un niño de unos cinco años; su mirada ida, perdida en otro lugar, que no era aquel donde se encontraba.

La palagi se había cubierto los pies descalzos con una especie de tela colorida, pero de la pierna derecha le brotaba sangre, tenía un corte profundo en forma de V mal trazada y bocabajo. Detrás de ellos venía un hombre, también descalzo; cojeaba del pie derecho y llevaba en brazos a otro niño, de edad similar.

Cuando se le acercaron un poco más, pudo ver los restos de arena en el pelo de la mujer y los niños. Sus rostros estaban desencajados, sucios. Las ropas estaban también muy sucias, como si hubieran cruzado una marisma. La mujer se paró y le dijo algo al palagi que venía detrás, en un idioma que reconoció como inglés, aunque él apenas lo hablaba y en realidad no lo entendía. Nunca había tenido la tentación ni la necesidad de conversar con ninguno.

El palagi se acercó hasta el fale e hizo un gesto. Le estaba pidiendo agua. A pesar de su desconfianza, él se apresuró a buscar un cazo y lo llenó. Se dio la vuelta y se lo ofreció al hombre, quien primero le dio de beber al niño. Luego el hombre se lo pasó a la mujer, quien primero le dio de beber al otro niño y luego tomó un largo sorbo.

Volvió a llenarles el cazo de agua. El palagi tomó entre sus manos el cazo y bebió. Dio un largo sorbo y por fin levantó la vista para devolverle el cazo. Le dio las gracias.

Los ojos del palagi se clavaron por primera vez en los suyos, y él vio en ellos una señal imborrable. Era una rúbrica atroz, aterradora. La marca de una saña violenta, imposible de olvidar. El hombre portaba en sus ojos la dentellada de la muerte, una dentellada profunda, aterradora.

Supo que aquel hombre había quedado herido de por vida por la muerte. Y aquella noche, mientras repasaba los sucesos de aquel día con su familia, comprendió el terror que había visto marcado a fuego y sangre en los ojos del palagi, y supo que iban a reportarle silencio y soledad. Mucho tiempo.

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