8 jun 2011

Reseña: El somni de Farringdon Road, de Antoni Vives



Antoni Vives, El somni de Farringdon Road (Barcelona: RBA, 2010). 473 páginas.






La guerra civil española continúa siendo el contexto en el que se sitúan muchas novelas recientes. Antoni Vives, economista, político y novelista catalán nacido en 1965, nos transporta con El somni de Farringdon Road a esa turbulenta época de la historia del estado español, y lo hace desde una casona en Londres, en pleno siglo XXI, donde un joven pareja, Víctor y Marta, que están en la ciudad del Támesis de vacaciones, se acercan a la Marx Memorial Library, cerca de Farringdon Road, y allí entablan conversación con una vieja señora llamada Jane Mulligan, quien entiende sus palabras en catalán y les dice que llevaba tiempo esperándoles. Para ahondar más el misterio, les regaña por no haberle hecho caso al sueño antes. ¿De qué sueño les habla?

Mientras se encuentran allí ocurren cosas extrañas e inexplicables, pero terminan por enfrascarse en ordenar los papeles y fotos de un álbum, que lleva por título The Farringdon Road Dream. Y así da comienzo la interesante narración que constituye la historia de la vida de Pau Capdevila, un joven huérfano barcelonés, abogado de profesión y que ha padecido tuberculosis. Poco antes de la guerra y para ayudar en su convalecencia, Capdevila se marcha a un pueblo de las tierras altas de Tarragona, a Vilalba dels Arcs. Allí se enamora de Marta Soler, la hija de un jerarca local. Sus diferentes clases sociales son el mayor obstáculo a la felicidad de ambos, además de la férrea oposición del hermano de Marta y el pretendiente, el señorito Lluís Coll. Pau tiene que huir del pueblo tras ser víctima de una agresión que, de no ser por Marta, hubiera terminado en un vil asesinato.

Vuelve Pau a Barcelona, y al poco tiempo se produce el alzamiento militar que desencadena la guerra civil. A partir de este momento, la narración se irá centrando en los sucesos de la guerra civil y en los enfrentamientos entre las fuerzas que en teoría defendían la legalidad vigente, es decir, el gobierno de la II República, en la retaguardia. Las vicisitudes de la contienda bélica van arrastrando a Pau de un lugar a otro: de Barcelona al frente de Aragón; de allí al frente de Madrid; de Madrid a Albacete, donde conocerá a una enfermera americana, Jane Mulligan, antes de partir a la batalla del Jarama. Allí es hecho prisionero y enviado a un convento que ha sido convertido en campo de concentración.

Vives hace que Capdevila se maneje entre diversos personajes reales históricos que forman parte de la trama de la novela, como Simone Weil, Ernest Hemingway, Buenaventura Durruti o el siniestro mafioso sindicalista Justo Bueno; el efecto general de esta mezcla de ficción e historia es en términos generales bastante acertado. La tensión narrativa no decae en ningún momento: la narración nos desplaza de un lado al otro del frente, siguiendo a Pau y a Marta, quien se ve obligada a huir con Lluís Coll a Zaragoza al inicio de la guerra cuando tanto su padre como su hermano son muertos en el pueblo a manos de los revolucionarios anarquistas.

Cuando el siniestro Joan Riera intenta eliminarlo en el frente de Madrid y mata a Durruti por error, Pau tiene que salvar el pellejo como sea, y los papeles de un brigadista internacional albanés muerto en combate, Viktor Rama, le servirán para poder salir con vida de Madrid. A partir de ese instante, Pau tiene que vivir como un extranjero en su propio país, siempre alerta y bajo sospecha. Sus experiencias con los brigadistas internacionales forman el grueso de muchos capítulos de la novela, y son de lo más memorable de esta ambiciosa narración de Antoni Vives.

Las extraordinarias experiencias y vicisitudes por las que pasa Pau le ayudan a cimentar sus reflexiones y razonamientos sobre la guerra civil. A punto de entrar en la que será la última batalla, de la que no espera salir con vida, con inconmensurable candidez y franqueza Pau le manifiesta a un comisario del PSUC que todavía no había estado en el frente:

‘Precisament hem confós la lleialtat necessària als principis de dignitat de les nostres vides, per humils que siguin, amb la lleialtat als grans principis desl partits, de les revolucions que ens havien d’alliberar. Sense dignitat no hi ha revolució, no hi ha servei, no hi ha comunitat ni país. Dignitat per merèixer la llibertat, comissari; això ens ha faltat. La dignitat de la veritat, l’única justificació per al somni. La garantia de la netedat del somni. Avui, però, la dignitat és tan sols orgull, honor. Això sí que pesa en els nostres dies. Per això guanyen els qui se’n foten de la dignitat, que és el mateix que fotre’s de la llibertat. En aquest bàndol i a l’altre. Pregunti, pregunti als nois de les nostres trinxeres per què lluiten. No en sortirà cap gran paraula. Entre els qui tenen por, entre els qui estan cagats; si fossin sincers, arrencarien a córrer i ens deixarien sols. Pregunti-ho entre els qui han vençut l’impuls de fugir i, encara més, entre els qui l’han vençut i estan convençuts de per què són aquí, per què val la pena conservar una merda de penyal ressec i fastigós, la resposta serà senzilla: lluitem per ser lliures. Després és vosté, comissari, qui els haurà d’assegurar que, a la rereguarda, hi regna la llibertat, el somni d’un país digne, fraternal, poca cosa mes. I hem fallat en això darrer. Hem fallat en el nostre somni. No ens ho podem permetre mai més.’ (p. 461)
‘We’ve mistaken the required loyalty to the principles of dignity in our lives, no matter how humble those principles are, with the loyalty to the great principles of the party, of the revolutions which were to set us free. There’s no revolution without dignity; there’s no service, there’s no community, no country. The dignity to deserve freedom, Superintendent; that’s what we’ve been lacking. The dignity of truth, the only justification for the dream. The guarantee that the dream will be an unsoiled one. Nowadays, however, dignity is merely pride, honour. That does carry some weight these days. That’s why the winners are those who laugh at dignity, which is the same as laughing at freedom. On this side and on the other side. Go and ask, ask the boys in our trenches what they are fighting for. No great words will be said. Amongst those who are afraid, amongst those who are shit-scared; if they were truthful, they would run off, they would leave us behind. Ask amongst those who have overcome the impulse to flee or, even better, amongst those who have overcome it and are convinced about why they’re here, why it’s worth their while to keep this crappy, repugnant, scorched rock, their answer will be an easy one: we’re fighting to be free. And then it will be you, Superintendent, who will have to assure them that freedom reigns in the rearguard, the dream of a worthy, brotherly country, and little else. But we’ve failed in that last bit. We’ve failed our dream. And we can’t afford to do that ever again’.

A pesar de los numerosos detalles sobre asesinatos, venganzas, odios, torturas y crueldades varias practicadas por unos y por otros, y cuyas descripciones salpican la novela – cosa inevitable tratándose de una historia ambientada en la guerra civil – El somni de Farringdon Road viene a ser un sentido y profundo alegato por la paz, la tolerancia y el amor. Como lector, prefiero quedarme con las palabras que alimentan y reflejan ese sueño, el de una auténtica libertad nacida de la dignidad y el respeto, aunque la vieja máxima de que la historia se repite y estamos condenados a revivirla parece en ocasiones incrementar sus probabilidades, para nuestra inseguridad e incertidumbre.

2 jun 2011

Llega Cloudstreet a la pequeña pantalla



La semana pasada se estrenó la serie televisiva inspirada en la novela Cloudstreet, de Tim Winton. En un principio, la serie se verá únicamente en un canal de la TV de pago, pero es de esperar que pronto se pueda ver en alguno de los otros canales comerciales que no cobran por acceder a su contenido.

Hace muchos años que Cloudstreet me cautivó. Fue en enero de 1996 cuando la tuve en mis manos por primera vez, pero la he releído al menos en otra ocasión. La lectura de esta gran obra de la literatura australiana, además de serme muy gratificante, me descubrió muchos aspectos del que, con el paso de los años, acabaría siendo no solamente mi país de residencia sino el lugar donde quise establecer mi hogar.

De hecho, la novela me fascinó tanto que me propuse traducirla al castellano; a pesar de ser una tarea ingente (y obviamente sin recibir pago alguno: Cloudstreet todavía no se ha publicado en español) durante varios años persistí en ello, hasta que terminé un primer borrador al que todavía le hace falta un buen repaso. Ese borrador lo concluí apenas dos meses antes del suceso que cambió mi vida para siempre, el 29 de septiembre de 2009. Apenas he vuelto a tocarlo.


Me resulta increíble que hasta este día, las obras de Tim Winton no hayan merecido casi ninguna atención por parte de las editoriales de lengua castellana. La única novela suya publicada en España hasta ahora ha sido Dirt Music, que como ya mencioné en un post anterior, fue literalmente 'masacrada' en el proceso, siempre arduo, de la traducción. Cabe mencionar que casi todas las novelas de Winton han sido traducidas a los más importantes idiomas europeos, excepto el castellano.

Cloudstreet es la historia de dos generaciones de dos familias de Australia Occidental, los Pickles y los Lamb, a quienes la tragedia y el infortunio juntan en una gran casona de Perth hacia el final de la Segunda Guerra Mundial. Es un libro único, tanto por su excelente trama y estructura narrativa como por el estilo del autor.

Cloudstreet ha sido elegida repetidas veces por el público australiano como su libro australiano favorito. No creo que por muchos años vaya a aparecer ninguna otra obra literaria que despierte la simpatía y cautive la imaginación de los lectores australianos como lo hace Cloudstreet.

Debajo he enlazado el video oficial de promoción de la serie.





E incluyo también un extracto muy breve de la novela, que lleva por título 'Una casa en Cloud Street'. Si te apetece leer este fragmento en el original inglés, también puedes hacerlo, pinchando aquí:



Una casa en Cloud Street

Sam Pickles no terminaba de creérselo, y por el modo en que todos iban saliendo del Salón de Damas, sin mirarle a los ojos, estaba claro que nadie más se lo creía. Iban a vender el bar, y el dinero iría a parar a la rama local del Club de Campo, excepto dos mil libras que habían ido a parar a un tal Samuel Manifold Pickles. Y había también una casa, una casa grande en la ciudad, que había dejado en herencia al mismo Samuel Manifold Pickles con una cláusula de que no había de venderse durante los siguientes veinte años.
            Rose Pickles se paseaba por las salas silenciosas, siguiendo las rancias alfombras por los pasillos hacia cuartos recién desocupados donde hasta hacía sólo un mes habían vivido jinetes y marineros. Se tiraba de la coleta y podía oler el aroma del mar en la piel. Después de semanas de inútil espera, suponiendo lo peor, no tenía claro si estaba contenta o triste. No podía evitar sentir que su vida aquí se terminaba.
            Unos días después, los Pickles empaquetaron tres maletas de cartón y un baúl, y cogieron el tren a Perth. Se había acabado Geraldton. La bahía, el bar, los pinos, el interminable viento estival. Nadie lloraba; nadie se atrevía.
            Ya era tarde cuando llegaron a la ciudad, y cogieron el primer taxi en su vida, a Cloud Street. Al número uno de Cloud Street. Cuando el taxista los dejó se quedaron mirando la sombra que había entre los árboles. En algún lugar se oyó el pitido de un tren.
            ¡¡¡Chuuu-chhuuu!!!
            Sam se acercó hasta la veranda de madera, boquiabierto en la penumbra. Metió la llave en la cerradura, notando cómo Rose le empujaba desde detrás.
            ‘Venga, papi.’
            Se abrió la puerta. Una docena de olores atenazados les dieron de golpe en la cara: agua de lila, podredumbre, cosas que no reconocieron. Sam encontró un interruptor y de repente, el recibidor, largo y ancho, apareció ante ellos. Dieron unos pasos hacia el interior, ante las protestas y quejidos de los tableros del suelo; se movían despacio y cautelosos al principio, para abrir una puerta aquí o echar un vistazo allá, e intercambiaban miradas neutras con las cejas muy arqueadas, cogiendo ánimos a medida que avanzaban; los cuatro empezaron a corretear, alzando la voz hasta chillar, abriendo y cerrando puertas de golpe, hasta que finalmente subieron a la carrera por la escalera.
            ‘¡Es la hostia de grande!’, soltó Sam.
            ‘La hostia de extraña, qué quieres que te diga,’ murmuró Dolly.
            ‘¿Dónde vamos a dormir esta noche?’, preguntó Ted.
            ‘Hay veinte habitaciones o más’, le dijo Sam, ‘ponte a elegir.’
            ‘¡Pero si no hay camas!’
            ‘¡Invéntatela!’
            ‘Tengo hambre.’
            ‘Toma, cómete una galleta.’
            Con todas las luces del piso superior encendidas, Rose se paseaba de cuarto en cuarto entre estelas de polvo, telarañas y olores. Se acercó a la puerta de una habitación justo en el centro de la casa, pero al abrirla los pulmones se le quedaron sin aire, y le vino una sensación calurosa y repulsiva. Puah. Olía como a alacena vieja. La habitación no tenía ventanas, en las paredes las sombras marcaban sombras, y dentro sólo había un piano erguido y una solitaria pluma de pavo real. ‘Esta no es la mía’, se dijo a sí misma. Tuvo que salir antes que se mareara más todavía. En la siguiente puerta encontró una habitación que tenía una ventana que miraba a la calle, un cuarto a lo Ana de las Tejas Verdes.
            ‘Bueno’, pensó, ‘pues algo ha ganado el viejo.’ Cloud Street. Sonaba bien. La verdad, dependía de cómo se mirase. Y en ese momento, ella prefería pensar en ello como una victoria, y no en las pérdidas que con toda probabilidad, ella lo sabía, llegarían.
Al cabo de un día o dos ya tenían la casa de Cloud Street lo bastante limpia como para vivir en ella, aunque en privado Sam juraba que todavía podía oler el agua de lila. Se trataba de un lugar grande y triste de dos plantas, con un jardín repleto de árboles frutales. Tenía unas largas y combadas ventanas de guillotina, con volutas blancas debajo de los alféizares. Por todas partes se estaban descascarillando los tableros de las paredes, sobresaliendo como costras levantadas, pero la casa contaba con suficiente pintura blanca como para tener un cierto aire señorial, que parecía ostentar por encima de las demás casas de la calle, que eran modestas casuchas de ladrillo rojo y chapa. Había casa suficiente como para veinte personas. Eran tantas las habitaciones que uno podía acabar perdido, desconcertado. Desde el piso de arriba se veían los patios traseros de todas las demás casas, y entre los árboles se distinguía la línea del ferrocarril y el mar de hierba ennegrecida que la acompañaba. El jardín estaba hecho un desastre. Los estanques se habían quedado secos; los naranjos, limoneros, manzanos, moreras y demás cítricos estaban artríticos, con un aspecto montaraz. El escaramujo trepador crecía como un nido de espinas.
Rose prosiguió explorando, y encontraba grietas y manchas de humedad, rectángulos todavía no deslucidos allí donde habían estado colgados los cuadros. Había habitaciones y habitaciones y más habitaciones, pero no fue la gran sorpresa que habría sido de no haber vivido ya en el hotel Eurítmico todo el año anterior. Le gustaban el pasamano de hierro de la parte de delante y la veranda con forma de hocico de toro. Los suelos se vencían en algunos trechos, y en otros parecían hincharse y entonaban una cantinela al pisarlos. Cada uno de los chavales tenía ya su habitación en el piso de arriba, y la suya daba a la calle, con sus vallas blancas y las jacarandas. Olía a humedad, como la caseta playera en Greenough que el tío Joel les había dejado disfrutar cada año por Navidad. Sabía que dentro de un año o dos ya se habría olvidado incluso de cómo era el tío Joel. Le había tenido mucho cariño y sabía por ello que tenía que tenerle también cariño a este lugar, aunque la casa la apenara, porque era un regalo suyo, y si no hubiera sido por él no tendrían nada.
            Rose se puso a limpiar ella misma aquella habitación sin ventanas ni vida porque sabía que todos los libros de la casa de la playa iban a llegar en tren, junto con los muebles, y ésta iba a ser la biblioteca. Le encantaban los libros, aunque sólo fuera tenerlos en las manos y hojearlos mientras olisqueaba la brisa fresca y umbrosa que hacían las hojas cuando las páginas se deslizaban rápidamente entre sus dedos. ¡Una casa con biblioteca! Pero hizo la mitad del trabajo, y entonces lo dejó. Las paredes tenían agujeros que parecían ojos, donde habían estado los tornillos de las estanterías; el viejo piano gimoteaba, y no le agradaba la idea de estar allí con la puerta cerrada. No, no era una habitación hecha para libros. Los libros podían ir a su dormitorio, y en cuanto a esta habitación, pues podía quedarse cerrada.
            La lluvia cayó blandamente toda la mañana en el tejado de calamina, y a media tarde un camión se detuvo delante de la casa.
            Desde la ventana, Rose observó cómo los hombres iban entrando las cajas desde el camión. Finalmente, bajó las escaleras como un torbellino, sacando a los demás del tenebroso silencio de la limpieza en que estaban enfrascados. Por la puerta empezaron a entrar baúles y cajones, un viejo y voluminoso sofá del Salón de Damas del hotel, vasijas de latón que exhibían la estrella de David, un reloj de cuco, colchones y camas, un enorme pez espada disecado, palos de golf, dieciséis fotos en blanco y negro del caballo Eurítmico, cada una del tamaño de una ventana. Rose se puso a abrir cajones y baúles, y encontró cortinas, toallas, sábanas. Había cinco cajones llenos de libros. Sacó un puñado de ellos: Liza de Lambeth, Judas el Oscuro, Los amigos de Joe Wilson, Consejos para Pescadores de Agua Dulce; olían a verdor y a polvo, pero Rose estaba jubilosa.
            ‘Bueno, bueno’, dijo su madre, que había aparecido junto a ella, ‘al menos con todos estos cachivaches no parecerá que hemos tomado la casa al asalto.’
            ‘¡Mira cuántos libros!,’ suspiró Rose.
            ‘No hay donde ponerlos’, le dijo Dolly.
            El viejo se les acercó. ‘Ya te haré algunas estanterías.’
            Rose observó los ojos de su madre, que recorrieron el trayecto desde el muñón de la mano hasta regresar a los suyos; continuaron desempaquetando en silencio.
            A la mañana siguiente tenían ya todos los enseres desembalados y la casa era suya, aunque se movían dando tumbos por el interior cual si fueran guisantes enlatados. Les llegó el cheque de los albaceas.
            ‘¡Somos ricos!’, les gritó Sam desde el buzón.
            Pero al día siguiente era un sábado. Día de carreras. Y había un caballo llamado Baño de Plata. Sam estaba muy seguro; además, la mala sombra les seguía con tan buena voluntad y todo eso. Pero el caballo estaba cojo.
            El sábado por la noche volvían a ser pobres. Sam llegó sobrio a casa, a tiempo de que Rose lo echara escaleras abajo de un empujón. Bajó con los pies y la cabeza, como si fuera una lámpara de pie, y en el recodo la crisma se quedó incrustada en la escayola de la pared. Sacó la cocorota, bajó los últimos escalones andando, se encogió de hombros delante de los chavales, que salieron de la casa sin siquiera molestarse en hacer un mal gesto.
            En el escalón de la parte de atrás, Ted hablaba bajo, en un murmullo. ‘Ésa es la suerte de mierda que tenemos. Tenemos casa, pero estamos sin un chavo.’
‘Tenemos un estanque, pero ningún pez’, añadió Chub.
’Y árboles, pero no tienen fruta.’
’Un brazo, al que le falta una mano.’
Rose se encaró con ellos. ‘Qué bien, mira qué par de graciosos. Hay que ver, qué tíos tan chistosos.’
‘Yo te digo que esto es como un castillo de naipes, joroba, de verdad te lo digo’, sentenció Ted. ‘La vieja va de comodín y juega con todos, y el viejo es la mona, puñeta.’
Viniendo desde detrás, Sam los cogió in flagranti. De la nariz le caían gotas de sangre. Se apartaron para dejarle pasar. Rose lo observó mientras se encaminaba hasta la valla trasera, donde se quedó de pie sobre la hierba. Desde alguna parte llegaba el clamor de los espectadores de un partido de fútbol. El viejo se quedó allí de pie, en la hierba, las manos metidas en los bolsillos, y Rose entró en la casa cuando ya no podía soportar verlo más.

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