30 oct 2011

Marditoh roedoreh

Es una agradable tarde de finales de invierno, y estoy tranquilamente sentado en mi oficina. Por los anchos ventanales que tengo tanto enfrente de mí como a la derecha puedo vigilarlos. Hoy son tres, pero pueden llegar a ser hasta cinco o seis según el día; son una distracción que, según me vaya el día y según esté mi estado de ánimo, puede resultar casi hipnótica.
El conejo es una plaga

Hay dos de mayor tamaño que los otros: son papá y mamá, supongo, y cuatro pequeños. Es una tierna escena que me hace recordar a Bambi, si no fuera por la seriedad del problema, y porque no estamos en el corazón de un bosque europeo. No, esto es Australia, y estos lindos conejitos, que corretean al sol todavía tibio de mediados de agosto por los jardines que rodean nuestras oficinas, son una plaga.

Con frecuencia, siempre que el tiempo lo permite, salgo de la oficina a la hora del almuerzo y doy un pequeño paseo, más que otra cosa para descansar la vista. Desde hace unos meses, vaya por donde vaya en este campus universitario, los agujeros que hacen estos graciosos, encantadores roedores suponen un riesgo para nuestros tobillos. Están por todas partes.
Hay que mirar por dónde se pisa

Recordemos un poco la historia: parece ser que el conejo silvestre (Oryctolagus cuniculus) fue introducido en Australia por un colono inglés, Thomas Austin, en 1859, aunque ya la Primera Flota que estableció la colonia penal en Sydney en 1788 trajo consigo conejos domésticos, para comida. En mala hora, Austin se los hizo traer desde Europa simplemente para poder seguir practicando la caza. Junto con los conejos se introdujeron otras especies de uso cinegético, como la liebre y el zorro, también aclimatadas a las condiciones australianas y muy extendidas.

Durante la Gran Depresión de los años 30, muchas familias australianas pudieron hacerle frente a la crisis gracias a la caza de conejos silvestres, que suplementaban su dieta. Hoy en día, casi nadie come conejo: la carne de conejo silvestre es más bien dura y tiene un sabor que nuestros mimados paladares contemporáneos no encuentran muy agradable.

Curiosamente, Australia, el continente habitado más seco, exporta una buena parte de la lluvia que recibe en forma de carne de vacuno y ovino y otros productos agrícolas, de los que produce grandes volúmenes. Además, es un país exportador de arroz y algodón, entre otros productos que requieren irrigación intensiva. Otra gran paradoja australiana.

Esta es la capital de Australia, Canberra, una ciudad moderna, ideada y diseñada exclusivamente para albergar el gobierno federal, y que cumplirá sus primeros cien años en 2013. Situada en el lecho de un valle por el que discurre un triste río de llamativo nombre, el Molonglo, la ciudad se ha ido extendiendo de norte a sur y de este a oeste. La referencia geográfica por excelencia es Black Mountain, un cerro que, según dicen, esconde una extinta caldera volcánica, con la imponente Torre de Telecomunicaciones apuntando al espacio exterior, que parece buscar allí arriba respuestas a preguntas que ahora prácticamente nadie se hace.

Pero no fueron solamente animales lo que introdujeron los europeos: también hay plantas no autóctonas que se han extendido por el continente sin control alguno. Solamente en Canberra se cuentan más de setenta y siete especies invasivas. En otras partes del continente hay otras muchas especies no autóctonas incontroladas; el camello, por ejemplo, en los desiertos del Territorio del Norte; los caballos salvajes, en las zonas montañosas en el sur de Nueva Gales del Sur; el olivo asilvestrado en las colinas de las afueras de Adelaida; el sapo de caña, que desde Queensland se está extendiendo hacia el poniente y ha llegado ya al extremo nororiental de Australia Occidental.

Y mientras en el campus de la Universidad Nacional Australiana los conejos campan a sus anchas y se dedican a horadar tremendos agujeros en el terreno en los que algún incauto estudiante, posiblemente ebrio, meterá una noche el pie y se torcerá el tobillo, en las áreas más alejadas del centro urbano las especies autóctonas están viendo desaparecer su hábitat a un ritmo cada vez más acelerado.
Y no solamente sufren la desaparición de su entorno natural ante la imparable construcción de nuevos suburbios. Todos los años, las autoridades contratan a tiradores profesionales para reducir la población de canguros.
Uno de los muchos barrios nuevos. People breeding like rabbits? 

El canguro, el animal icónico australiano por excelencia, pero ampliamente desconocido por la mayoría de los ciudadanos, fue durante decenas de miles de años la base nutritiva de la población indígena australiana. Los aborígenes subsistían con un modo de vida nómada, basado en la caza y en la recolección.
Canguros (Eastern grey kangaroos) en Mulligans Flat

De algún modo, uno tiene la impresión de que esta obvia contradicción en nuestra conducta (sacrificamos un gran número de animales nativos todos los años mientras contemplamos con total desidia el daño que hacen los roedores y otras muchas especies foráneas) es síntoma de algo mucho más extenso, mucho más perverso. Quizás si se les hiciera la pregunta a algunas especies nativas, podrían sugerir que el hombre occidental es la peor especie foránea invasora.

Para fortuna nuestra, no tienen los medios (y dudo que tuvieran la maldad y la crueldad necesarias) para contratar a tiradores profesionales, año tras año.

24 oct 2011

Reseña: Traiciones de la memoria, de Héctor Abad Faciolince

Héctor Abad Faciolince, Traiciones de la memoria (Madrid: Alfaguara, 2010). 265 páginas.

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Nos dice Abad Faciolince en el prólogo de este libro que “Cuando uno sufre de esa forma tan peculiar de la brutalidad que es la mala memoria, el pasado tiene una consistencia casi tan irreal como el futuro.” En una época en la que proliferan los libros que indagan y rebuscan en los límites entre la realidad y la ficción, que escudriñan los surcos abiertos en ese terreno resbaladizo e incierto del recuerdo y la memoria, cabría preguntarse si realmente la mala memoria es una “forma peculiar de la brutalidad”. Personalmente, “brutalidad” me parece una elección léxica un tanto peculiar (una pizca dramatizada) para referirse a la memoria, sea mala o buena.


Que la memoria nos traiciona es un hecho innegable. Cuántas veces hemos ido a buscar algo que creíamos (¡lo juraríamos!) saber dónde estaba, y luego lo habíamos extraviado, e incluso habremos buscado a quien culpar de nuestra mala memoria… Del mismo modo, creo que todos podríamos mencionar algún suceso que según nuestra memoria acaeció de cierto modo, pero que tal como lo narran otros testigos (nuestros familiares, por ejemplo), sucedió de otra manera bien distinta.


Traiciones de la memoria es un volumen muy desigual. Compuesto de tres relatos (‘Un poema en el bolsillo’, ‘Un camino equivocado’ y ‘Ex futuros’), da la sensación de que tanto el segundo como el tercero son añadidos quizá superfluos al primero, el único de los tres que realmente da la talla y captura desde el primer instante el interés del lector.


El padre de Abad fue asesinado en 1987 por un sicario en una calle de Medellín; en el bolsillo del cadáver de su padre, todavía caliente, su hijo encontró un poema, un soneto. Tomando este dato, Abad escribe una crónica, fascinante a ratos, del proceso de investigación de por qué su padre llevaba un soneto de Jorge Luis Borges en el bolsillo, y que le llevó a descubrir que un conjunto de cinco poemas atribuidos apócrifamente a Borges sí eran del gran autor argentino.


Se trata de una crónica en la que Abad disemina las pistas que fue encontrando (de forma gráfica, pues el libro incluye numerosas fotos, reproducciones de artículos y de otros documentos), pruebas, recuerdos y casualidades, siempre impulsado por la persistencia y la intuición de que los poemas de Borges eran auténticos. Pese a la aparentemente irrefutable conclusión a la que llegaron los mayores especialistas en Borges de que los poemas eran burdas imitaciones, Abad no desistió de su empeño hasta lograr los indicios y pruebas que demostraban que fue Borges el que compuso el poema que llevaba su padre en el bolsillo el día que lo asesinaron.


Desgraciadamente, no todo en Traiciones de la memoria resulta tan fascinante. El segundo relato, ‘Un camino equivocado’, una narración deslavazada y sin un claro tema que lo concrete, cuenta los primeros meses de su huida a Italia tras la muerte de su padre y las amenazas recibidas. No cabe ninguna duda de que el exilio es una experiencia dura: toda emigración lo es. No cabe ninguna duda de que los comienzos en una tierra extraña suelen ser ásperos: lo son. Las reflexiones que Abad hace en torno a sus vivencias en Turín traslucen en ocasiones una fina película de quejido: la anécdota de que por su acento colombiano no consiguiera trabajo como profesor de castellano es poco creíble, o ridícula.


De ser totalmente cierta (cabe también la posibilidad de que la memoria le haya traicionado, ¿no?), solamente me cabe decir que para su desgracia, Abad aterrizó en el esperpéntico inframundo de la enseñanza del castellano. Le doy el ejemplo de una de las más prestigiosas universidades australianas: ¿Y si le dijera yo a Abad Faciolince que por estos pagos es quizás - ¿otra traición de la memoria? - el acento de las zetas y las ces, que él tuvo que ‘adoptar’ para poder captar alumnos de clases particulares en Turín, contra el que se ejerce la discriminación que él denuncia? Claro que, al menos, a algunos nos queda el consuelo de que el haber aprendido el idioma con ese acento te asegura saber sin vacilación alguna cómo se escriben palabras como “piscina” o “conciso”, por poner solamente un par de ejemplos.


El tercer relato, ‘Ex futuros’, es el más corto de los tres, y busca ser una reflexión sobre el papel de la literatura tanto para el lector como el escritor. Defrauda un poco porque Abad no lo concibió como corolario al primero. Falta cierta conectividad entre los tres relatos del volumen: tras terminar ‘Un poema en el bolsillo’, el lector quizás se espere que los dos otros relatos tengan, si no una continuidad temática, al menos una conexión mejor definida. No es ese el caso.


Una cosa curiosa es la inclusión a doble página de un mapa eurocéntrico del mundo al final del primer relato; en él, el autor refleja por medio de flechas los numerosos viajes realizados en el transcurso de su búsqueda. En mi opinión, este mapa pudiera verse como un detalle un tanto pretencioso: en la página de la izquierda (y creo que no hace falta aclarar a qué parte del mundo me refiero) apenas aparecen flechas.

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