2 sept 2012

Reseña: La literatura nazi en América, de Roberto Bolaño


Roberto Bolaño, La literatura nazi en América (Barcelona: Anagrama, 2010 [1996]). 244 páginas.

Si es de verdad posible definir en qué consiste la originalidad en la literatura, cosa sobre la que albergo numerosas dudas, ¿de qué modo se podría cuantificarla o compararla? ¿Hay algún calibre que nos permita evaluar el ingenio en literatura? Estas son algunas de las preguntas que me venían a la cabeza mientras leía este inmenso libro del chileno Bolaño, un libro difícil de encasillar en un género específico, una suerte de disfraz metaliterario que consigue arrancar la carcajada del lector en más de una ocasión, pero que sobre todo invita al lector a embarcarse en una seria reflexión acerca de los límites de la literatura.

Por otra parte, ahora en 2012, habiendo iniciado mi experiencia lectora de Bolaño con 2666 hace ya algunos años, me asalta una duda: ¿Hice bien en comenzar por el final de su oeuvre? Probablemente no, pues me privó de la oportunidad de observar la evolución de un gran autor. Por otra parte, no obstante, esto también me permite (o más bien me permitirá dentro de unos años) saborear 2666 en una segunda lectura, a la luz – y a las sombras – de los conocimientos adquiridos con la lectura de sus otras obras. Todos los caminos, en definitiva, pueden y deben llevarnos a la Roma que buscamos.

A quien no haya leído todavía La literatura nazi en América, le diré que el título es engañoso. No se trata de un tratado escolástico o enciclopédico sobre autores que simpatizaran en su día con el monstruo del bigotito. El libro lo componen relatos (en una acepción, digamos, algo liberal del término) en su mayoría paródicos, en los que un narrador que parece haberse puesto un disfraz de historiador literario nos proporciona datos biográficos de autores americanos (tanto de Latinoamérica como de Norteamérica) y noticia crítica de sus obras. Ambas cosas, autores y obras, son totalmente ficticios. Hay una notable excepción, y no porque sea una historia real (que no lo es): el último relato – y éste sí es un relato propiamente dicho – titulado ‘Ramírez Hoffman, el infame’, en el que el narrador hace acto de presencia, y dice llamarse Bolaño.

Es evidente el juego borgesiano de crear un espejo literario sobre el que reflejar una mezcla de realidad y ficción, desfigurando los límites que separan a la una de la otra; el resultado es una comedia metaliteraria a ratos oscura, en ocasiones grotesca, siempre con un trasfondo un poco tenso, en tanto que los escritores ficticios que van desfilando ante nosotros son, al fin y al cabo, especímenes de la peor catadura.

Ciertamente, Bolaño cierra el catálogo con tres autores que representan la experiencia literaria como algo abominable. Así, los dos hermanos poetas argentinos de la barra brava de Boca Juniors, ‘Los fabulosos hermanos Schiaffino’, añaden sus buenas dosis de pesadilla en forma de conducta criminal al quehacer literario; el remate lo pone Bolaño por medio del aterrador chileno Hoffman, una auténtica pesadilla viviente: esteta de la tortura, artista del asesinato, poeta de la violencia y el fascismo, con Hoffman parece Bolaño lanzarse a un extraño vacío en el que, al nombrarse como narrador, se persona y se involucra.

Contado en clave de relato detectivesco, este último relato deja abierto una decisiva interrogante: un chileno aparece por Barcelona y le pide al narrador que identifique a Ramírez Hoffman; Bolaño va a una cafetería y lo hace; por ello recibe un dinero, pero le pide al cazarrecompensas que no lo mate. “No le puede hacer daño a nadie, dije. En el fondo no lo creía. Claro que podía hacer daño. Todos podíamos hacer daño.”

Nada es real, dijo Bolaño en relación a este libro. Y aun así, a modo de colofón y burla de sí mismo, Bolaño incluyó un ‘Epílogo para monstruos’, donde en unas veinte y pico páginas compendia un listado de autores, revistas y libros de esta fantástica, original y singular parodia.

1 sept 2012

Septiembre-Wineglass Bay



La foto, pienso, habla por sí sola de la belleza de este paraje. Desde el mirador, Wineglass Bay, imponente en su serenidad, deslumbrante en su hermosura, insondable en su perfección, tal y como aparecía un cálido día de enero de 2012 bajo una insólita neblina que proyectaba unas extrañas sombras, tristezas que parecían deslizarse por el manto de arbustos que cubre la península de Freycinet.

Una capa de arena blanquísima delimita la caricia del mar, mientras al fondo, gasas tenues de un inexplicable algodón lamen las colinas. Desde el mirador, tanta belleza y tanta perfección no cansan la vista. Sería fácil quedarse ahí, sentados en las rocas, guarecidos de la quema que los rayos ultravioleta le infligen a nuestra piel, saboreando el equilibrio de las formas, colores y olores, disfrutando de una paz estética, de una singular armonía que ningún edificio, ninguna ciudad, ninguna construcción hecha por mano humana ha podido ni podrá alcanzar.

A poco de haber dado inicio al sendero que trepa hacia el mirador, a apenas un metro de mis pies, una serpiente de unos dos metros, un ejemplar de una de las especies más venenosas que viven en estas tierras (creo que se trataba de una tiger snake), cruzó el sendero y se escurrió ante mí desapareciendo entre la maleza.

Al igual que en distintas medidas y proporciones en cada uno de nosotros, hay en la naturaleza un poco de todo: bondad y malignidad, hermosura y mortandad, serenidad y terror.

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