La foto, pienso,
habla por sí sola de la belleza de este paraje. Desde el mirador, Wineglass
Bay, imponente en su serenidad, deslumbrante en su hermosura, insondable en su
perfección, tal y como aparecía un cálido día de enero de 2012 bajo una
insólita neblina que proyectaba unas extrañas sombras, tristezas que parecían
deslizarse por el manto de arbustos que cubre la península de Freycinet.
Una capa de arena
blanquísima delimita la caricia del mar, mientras al fondo, gasas tenues de un
inexplicable algodón lamen las colinas. Desde el mirador, tanta belleza y tanta
perfección no cansan la vista. Sería fácil quedarse ahí, sentados en las rocas,
guarecidos de la quema que los rayos ultravioleta le infligen a nuestra piel,
saboreando el equilibrio de las formas, colores y olores, disfrutando de una
paz estética, de una singular armonía que ningún edificio, ninguna ciudad,
ninguna construcción hecha por mano humana ha podido ni podrá alcanzar.
A poco de haber
dado inicio al sendero que trepa hacia el mirador, a apenas un metro de mis
pies, una serpiente de unos dos metros, un ejemplar de una de las especies más
venenosas que viven en estas tierras (creo que se trataba de una tiger snake), cruzó el sendero y se escurrió ante mí desapareciendo entre la
maleza.
Al igual que en distintas medidas y proporciones en cada uno de nosotros,
hay en la naturaleza un poco de todo: bondad y malignidad, hermosura y
mortandad, serenidad y terror.
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