Julie Otsuka, The Buddha in the Attic (Nueva York:
Alfred K. Knopf, 2011). 129 páginas.
Una de las
sorpresas en mi primera estancia en la ciudad de San Francisco, ahora hace casi
dos años, fue el encuentro con un barrio, bastante próximo al centro de la
ciudad, llamado Japantown, es decir, Ciudad japonesa. Japantown viene a ser un
enclave japonés en el corazón de una ciudad moderna, vibrante, multirracial,
plenamente integrado con el resto de la ciudad a pesar de poseer rasgos
distintivos muy propios.
La emigración
japonesa a los EE.UU. se concentró en las dos primeras décadas del siglo XX. De
los aproximadamente 60.000 japoneses que arribaron a San Francisco, 20.000 eran
mujeres que venían a casarse en matrimonios convenidos a distancia: eran las “picture
brides” o novias por fotografía. The
Buddha in the Attic narra la historia de estas mujeres, desde su subida al
barco en Japón (“En el barco, la mayoría de nosotras éramos vírgenes. Teníamos
largo pelo negro y pies planos y anchos, y no éramos muy altas”) hasta la orden
de internamiento en los campos de concentración tras el ataque a Pearl Harbor y
la entrada de los EE.UU. en la Segunda Guerra Mundial.
Otsuka adopta un
método narrativo bastante singular: emplea la primera persona del plural
(“nosotras”) para contar las miles de historias que estas mujeres vivieron, mas
sin centrar el foco narrativo en ninguna mujer específica. Esta es una novela
sin personajes, en el sentido tradicional del término: se hace mención de cientos de personas, pero la trama nunca se
fija en ningún personaje concreto.
Casi la totalidad
de esas historias – narradas en breves oraciones, implacables por su síntesis y
exactitud – tienen un cariz dramático, terrible. Fueron mujeres que sufrieron
humillaciones y violaciones, desengaños y abandonos; mujeres que fueron
obligadas a realizar durísimos trabajos en el campo y en la ciudad, a las que
les cayó encima un manto de invisibilidad social por la presión de sus maridos.
Miles de historias conmovedoras y tristes, que Otsuka agrupa en ocho capítulos
distintos. En el primero (“Come, Japanese!”) se narra el viaje en barco: los
miedos, los sueños, el hacinamiento, las promesas rotas, las conversaciones
entre las mujeres más experimentadas en la vida y las jovencitas que no sabían
nada de lo que les esperaba. El segundo capítulo da cuenta de su primera noche
(“First Night”) y de la crueldad, la iniquidad y brutalidad con que fueron
recibidas en su mayoría por sus maridos japoneses: “Aquella noche nuestros
nuevos maridos nos tomaron rápidamente. Nos tomaron con calma. Nos tomaron con
gentileza pero también con firmeza, y sin decir palabra alguna. Ellos suponían
que éramos vírgenes, como los casamenteros les habían prometido que éramos, y
nos tomaron con un cuidado exquisito. Dime
si te duele. […] Nos tomaron con violencia, a puñetazos, cada vez que intentábamos
resistirnos. Nos tomaron aunque les mordíamos. Nos tomaron aunque les pegábamos.
Nos tomaron aunque les insultábamos—Vales
menos que el dedo meñique de tu madre—y pedíamos socorro a gritos (no
acudió nadie)”.
El tercer
capítulo, “Whites”, describe su visión del nuevo entorno y las condiciones de
trabajo a las que tuvieron que adaptarse en un país del que no dominaban el
idioma y del que lo desconocían casi todo. “La primera palabra que nos
enseñaron de su idioma fue agua.
Grítala, nos dijeron nuestros maridos, apenas empieces a sentir que te desmayas
en el campo. ‘Aprende esa palabra’, dijeron, ‘y salva la vida’.” No todas sus
historias fueron ejemplos de desgracia: algunas – pocas, parece ser – de esas
mujeres pasaron a servir en casas de familias acomodadas y fueron tratadas con
mucho respeto.
Los dos
siguientes capítulos, “Babies” y “The Children”, narran muchas historias
diferentes con un denominador común: las emigrantes japonesas en los Estados
Unidos dieron a luz a muchos niños, que a la larga se convirtieron en
ciudadanos estadounidenses como el que más. Las voces de esas mujeres invitan,
por lo variopinta de su narrativa, a una seria reflexión sobre la experiencia
migratoria y la creación de una familia en una cultura y un entorno diferentes.
En el séptimo
capítulo, “Traitors”, la desconfianza y la sospecha que se vuelcan en torno a
los emigrantes japoneses, incluso antes del comienzo de la guerra, convierten a
estas mujeres una vez más en víctimas, esta vez indirectamente, pues ellas fueron
también blanco del racismo, la persecución y las suspicacias que iban dirigidas
en especial a los hombres. Los tiempos de paranoia que suelen acompañar a un
conflicto bélico convierten a los americano-japoneses, a los ojos de la
administración estadounidense (y de su sociedad predominantemente anglosajona),
en traidores potenciales. Este capítulo me hizo recordar el relato del
internamiento en un campo de Idaho del Profesor Saito en Open
City de Teju Cole, libro del cual cito unas líneas que
llaman la atención: “Todos estábamos confundidos acerca de lo que estaba
sucediendo: éramos americanos, siempre nos habíamos considerado eso, no
japoneses.”
El octavo
capítulo, “Last Day”, narra la aprehensión forzosa de los japoneses y su
traslado a los campos de concentración. Aquí, la primera persona del plural
engloba también a los hombres, pero sobre todo a los jóvenes y a los niños. Los
microrrelatos que componen el capítulo componen un mosaico de reacciones muy
diferentes en el día de la partida: “Algunos de nosotros nos marchamos
llorando. Y algunos de nosotros nos marchamos cantando. Hubo uno de nosotros
que se marchó tapándose la boca con la mano y riéndose de manera histérica.
Unos cuantos de nosotros nos marchamos bebidos. Otros nos marchamos en
silencio, cabizbajos, azorados y avergonzados.”
Hay un último
capítulo, el noveno, “A Disappearance”, que supone una importante dislocación del
punto de vista narrativo de The Buddha in
the Attic, en tanto que Otsuka persiste en el empleo de la primera persona del
plural, mas este “nosotros” ha dejado de señalar a los migrantes japoneses, Ha pasado
sutilmente a designar a los ciudadanos norteamericanos, cuya reacción tras la
masiva desaparición de los japoneses de sus ciudades les causa cierta zozobra en
un principio, aunque con el tiempo se acostumbran a su ausencia: “Los japoneses
han desaparecido de nuestras ciudades. Sus hogares están cerrados con tablas, y
ahora están vacíos. De sus buzones empieza a desparramarse el correo. Hay periódicos
que nadie recoge, tirados en sus combados porches delanteros de sus casas y en
sus jardines. Sus autos abandonados siguen detenidos en las entradas. Brozas nudosas
y espinosas han comenzado a aparecer entre el césped. Se están marchitando los
tulipanes en sus jardines traseros. Sus gatos se han vuelto callejeros, y vagabundean
por el vecindario. Todavía está la última colada de ropa colgada de la cuerda.”
Este es un libro
que no nos puede dejar indiferentes; a pesar de la ausencia de una trama novelística
diferenciada – digamos que el conjunto de esas historias tan terribles, tan
humanas, y no lo olvidemos, tan reales, es en sí la trama del libro – The Buddha in the Attic es un libro muy
completo. Me llamó mucho la atención que Otsuka haya aprovechado en un
interesante juego intertextual unas palabras del ínclito Donald Rumsfeld tras
9/11, y que pone en boca de un alcalde: “Les haremos saber lo que podamos,
cuando podamos… Habrá algunas cosas que la gente verá… y habrá algunas cosas
que la gente no verá. Estas cosas pasan. Y la vida sigue.”
Un recordatorio
muy valioso de lo que, en nombre de la llamada libertad, las democracias
occidentales son capaces de hacer, y un excelente relato de la experiencia migratoria.
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