31 ene 2013

Reseña: El quadern de les vides perdudes, de Silvestre Vilaplana


Silvestre Vilaplana, El quadern de les vides perdudes (Alzira: Bromera, 2011). 191 páginas.


El Sr. Oliver, un viejo viudo que vive solo y a quien su casero busca desalojar sea por los medios que sea, padece un severo trastorno de la personalidad: un “huésped” se apodera de su conciencia cada cierto tiempo. Aparte de los lapsos de memoria cada vez más frecuentes, Oliver no sabe qué ocurre cuando el otro toma las riendas de su cuerpo, pero las señales son más que preocupantes: en una ocasión, su ropa termina cubierta de sangre y suciedad; en otra ocasión, lo recogen los paramédicos en la calle, desnudo e inconsciente, y lo llevan a un hospital.
Oliver, antiguo conserje de una biblioteca, ama sin embargo sus libros, lo único que le queda en la vida; a ellos que se aferra para seguir viviendo, aunque tenga que ir malvendiendo algunos valiosos ejemplares cada cierto tiempo para poder comer.

En un entorno con algunos rasgos distópicos, Vilaplana ha escrito una nouvelle en la que las dos principales tramas van confluyendo poco a poco hasta ser una misma. Cuando desaparece una segunda niña del parque cercano a su casa, la policía empieza a sospechar de Oliver. Los indicios apuntan a él; además, la desaparición, sin dejar rastro alguno, de su hija Laura cuando ésta era muy pequeña carga más las tintas de la sospecha policial.

En este escenario, en un piso lóbrego y sucio que me hizo recordar a uno en el casco viejo de València, donde habité un par de años, la existencia del pensionista es sencillamente sórdida, rayana en la miseria. Oliver entabla amistad con Anna, una prostituta que trabaja en el piso de abajo. Los matones que el arrendador Martí ha contratado para asustar a Oliver no se andan con chiquitas, y Oliver escucha escondido e impotente cómo le propinan una paliza a Anna en la escalera.

El desenlace de El quadern de les vides perdudes es ciertamente poco previsible, y el progreso de la narración mantiene al lector enganchado en todo momento, con capítulos cortos y sin descripciones ni digresiones ajenas a la trama. Técnicamente, esta obra de Silvestre Vilaplana supone un salto cualitativo respecto a su novela anterior, L’estany de foc, que reseñé en su día y que fue una de las entradas más populares de este blog a lo largo del año 2012.

Vilaplana emplea dos narradores distintos: Oliver cuenta su historia en primera persona y en presente, mientras que las apariciones del “huésped”, ese alter ego cruel, sádico y desalmado son narradas en tercera persona, y en pasado. El contraste no resulta ser, en mi opinión, nada efectista. Al contrario, permite interesantes matices y detalles que probablemente se pierdan en una lectura superficial y a la carrera.

Así como en L’estany de foc la literatura forma parte de la trama en tanto que el principal protagonista es un traductor, en El quadern de les vides perdudes la literatura universal se erige en gran protagonista, pues Oliver, en su afán por rememorar lo que ha sido una vida abocada a su final, va apuntando en un cuaderno extractos de grandes obras literarias que, a su modo de ver, le dan sentido a lo que les está sucediendo. Autores como Joyce, Borges, Kafka, Bradbury, Kerouac, Vonnegut, Hugo, y obras como Alice in Wonderland, The Portrait of Dorian Gray o La plaza del diamante hacen acto de presencia y añaden una significativa dimensión metaliteraria a una trama ya cautivadora de por sí. Un estupendo ejemplo, éste de la página 186, y que traduzco al inglés para los lectores australianos del blog:

“Ningú com Proust per cloure un camí de record i de temps perdut. No dubte quin fragment tancarà el quadern, el sé, el visc, el puc recitar paraula per paraula, lletra per lletra, des de fa molts anys. Tot i això, el copie conscienciosament, comparant síl·laba a síl·laba amb l’original del llibre. «La vertadera vida, la vida finalment descoberta i dilucidada, l’única vida, per tant, realment viscuda és la literatura». Repasse la sentència i hi trobe la saviesa, la confirmació de la raó que sempre m’ha mogut i que dóna sentit a tantes hores acompanyat de pàgines. L’única manera de retrobar el temps és fer-ho amb els llibres, cercant-lo entre les giragonses de l’escriptura.”
“No one like Proust to put an end to a trail of memories and lost time. I have no doubt as to which excerpt will wrap up my notebook, I know it, I live it, I have been able to recite word for word, letter for letter, for many years. Even so, I copy it conscientiously, comparing it syllable after syllable with the original in the book: "La vraie vie, la vie enfin decouverte et eclaircie, la seule par consequent pleinement vecue, c'est la litterature" [True life, life at last discovered and illuminated, the only life therefore really lived, that life is literature.] I go over the words and realise their wisdom, confirming the rationale that has always moved me and gives sense to so many hours in the company of pages. The only way to finding the past once again is through books, seeking it in the twists of the writing.”
El quadern de les vides perdudes se hizo merecedora del Premi Alfons el Magnànim València de Narrativa de 2011.

28 ene 2013

Postales de Vietnam: 2

Los túneles de C Chi: escenario del horror


Uno de los tours más populares entre los turistas occidentales que pasan por Saigón es la visita a la zona en la que las guerrillas del Vietcong construyeron una laberíntica red de túneles desde la cual combatían a las tropas estadounidenses. El complejo está controlado por los gerifaltes locales del Partido Comunista vietnamita. El tour se inicia con la presentación de un vídeo, no exento de patrióticas soflamas, seguido del discurso de alguno de los cabecillas del complejo, que no dudan en emplear el humor y el sarcasmo al referirse a la guerra y a los eventos que tuvieron lugar en esa zona durante aquellos años. Al que yo escuché, nos explicó con orgullo que una de las mujeres que venden souvenirs en la tienda de recuerdos nació en los túneles, y “fíjense, qué guapa ha salido”.

El recorrido del complejo de C Chi te lleva a la entrada de un túnel, donde uno tiene la posibilidad de ver por sí mismo lo estrechas que eran las entradas y cuán perfectamente disimuladas las construyeron los guerrilleros.


El recorrido incluye la contemplación de diversas modalidades de trampas, que los guerrilleros colocaban en la selva o en los túneles. Las trampas son auténticos ingenios mortíferos, de una crueldad extrema. El soldado que cayera en una de ellas, o bien moría con enorme dolor y sufrimiento, o quedaba tullido o lisiado para el resto de sus días.




A lo largo del recorrido es posible ver también los cráteres que dejaron las bombas norteamericanas. El Vietcong, no obstante, era el epítome de la eficiencia militar: los restos de las bombas, explotadas o no, eran reconvertidos por los vietnamitas en granadas de mano o en obuses caseros.


Durante los varios años del conflicto bélico que los vietnamitas llaman 'la guerra americana', los guerrilleros vivieron la mayor parte del tiempo bajo tierra. Las condiciones eran naturalmente insalubres y extremadamente difíciles. Las enfermedades intestinales, una pobre nutrición y la malaria causaron estragos entre sus fuerzas – de hecho, en los túneles murieron más guerrilleros por causa de las enfermedades que por culpa de los ataques enemigos.

La red de túneles de C Chi se extiende por unos 120 kilómetros de longitud. Es posible recorrer alguno de los túneles, hoy en día ampliados para poder acoger a los turistas occidentales, mucho más altos (y mucho, mucho más anchos) que los vietnamitas. La sensación de claustrofobia y la falta de oxígeno en un recinto estrecho y oscuro hacen que ese recorrido sea una experiencia nada placentera.


A mi parecer, una de las “atracciones” del complejo de C Chi que debiera, si no eliminarse, al menos alejarse, es el campo de tiro, situado “estratégicamente” junto a la tienda de souvenirs y la cafetería. Por unos pocos dólares, los turistas pueden disparar un AK-47 o una ráfaga de ametralladora. El estruendo es aterrador. Es difícil comprender cómo esas personas soportan el terrorífico sonido de la guerra día tras día. El campo de tiro, para esos descerebrados que quieren disparar y sentirse Rambo por unos segundos, podrían alejarlo un poco del complejo. No hay ningún preaviso, y la entrada de menores (los niños también pagan, solo media entrada, no como en la mayoría de los museos de Vietnam) es muy bienvenida.

Como muchos otros recintos en otras partes del mundo, C Chi glorifica la guerra y escenifica el horror de la muerte violenta. Para mí, será la última visita. Una y no más.


The Củ Chi tunnels: a stage for horror

One of the most popular tours amongst Western tourists in Saigon is the visit to the area where the Vietcong guerrillas built a maze-like network of tunnels from where they fought the US troops. The place seems to be controlled by the local chiefs of the Vietnamese Communist Party. The tour always begins with a video presentation full of patriotic slogans, and is followed by the speech of one of the senior officers, who will not hesitate to use humour and sarcasm when talking about the war and the events that took place in the area during the war years. The one I listened to proudly explained that one of the ladies selling souvenirs in the shop was born in the tunnels, and “look how pretty she was born, and still is”.

The Củ Chi tour then takes you to one of the tunnel entrances, where you have the chance to see for yourself how narrow the entrance was and how well camouflaged they were made by the guerrillas.

The tour also features the many different types of traps guerrillas would create in the rainforest or at the entrance of tunnels. They are incredibly cruel, deadly devices. Any soldier that happened to fall in one of them either died suffering enormous pain or would have been maimed and disabled for life.


Along the way it is still possible to see the craters US bombs created. But the Vietcong was the epitome of military efficiency: the remains of bombs, exploded or not, were recovered and converted into hand grenades or other type of homemade weaponry by the Vietnamese.


Guerrillas lived most of the time underground, for the several years the conflict, known in Vietnam as 'the American war', lasted. The living conditions were of course extremely difficult and unhealthy. Intestinal diseases, undernourishment and malaria decimated their numbers – in fact, many more people died from disease in the tunnels than due to enemy attacks.


The Củ Chi tunnel network is about 120 kilometres long. It is possible to walk through some of the tunnels, which have nowadays been slightly widened to accommodate Western tourists, much taller (and much, much wider) than ordinary Vietnamese people. Claustrophobia and the lack of fresh air in such a dark, narrow place make the underground walk a rather unpleasant experience.


In my view, one of the “attractions” of the Củ Chi complex that should be, if not eliminated, at least moved away, is the shooting range, “strategically” located next to the souvenir shop and the café.  For just a few dollars, tourists may fire an AK-47 or a machine gun. The din is of course terrifying. I find it hard to understand how those people can put up with the terrorising noise of war day after day.  The shooting range, for those brainless idiots who wish to fire a gun and feel like a Rambo for a few seconds, should be moved away. There is no warning at the entrance, and children are of course very welcome (they pay for half a ticket, unlike in most museums in Vietnam).


Like so many other places in other parts of the world, Củ Chi glorifies war and has become an arena where the horrors of violent death are displayed. As far as I’m concerned, it will be the last time I visit anything like it. Once is more than enough.

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