18 feb 2013

Reseña: A Hologram for the King, de Dave Eggers


Dave Eggers, A Hologram for the King (Londres: Hamish Hamilton, 2012). 312 páginas.

Parece innegable que el delicado equilibrio del orden político-económico mundial está desplazándose hacia el este, y que el declive del gran imperio americano es ya una realidad palpable en muchos aspectos, no solamente los económicos. Uno de los grandes aliados de los EE.UU. en el Oriente Medio, el reino saudí que tanto dinero maneja gracias a los pozos de petróleo que esconde su desierto, es el escenario de esta última novela de Dave Eggers.

De Eggers solamente había leído hasta hoy la magníficamente narrada, a ratos espeluznante historia de un joven refugiado sudanés, Valentino Achak Deng, que huye de la guerra y del horror, What is the What. Si con A Hologram for the King Eggers trata de involucrarnos y despertar nuestra simpatía por un mediocre vendedor cincuentón estadounidense, que trata de conseguir un último éxito comercial para escapar de la sima en la que se ha ido metiendo a grandes zancadas, no lo consigue. Alan Clay, tal como lo presenta Eggers, no despierta ninguna simpatía. Más bien lo contrario.

Clay viaja a Jeddah como jefe de un equipo de la empresa para la que trabaja, Reliant (la ironía del nombre no debe escapársele a nadie, supongo). Su misión es tratar de conseguir del gobierno del rey Abdullah la suculenta contratación de servicios informáticos y de comunicación para un gran y lujoso centro financiero que los saudíes están construyendo junto al Mar Rojo. Esto, según parece, es cierto. El proyecto está en marcha, nos asegura Google.

Clay, quien está arruinado y divorciado, sufre al llegar a Jeddah un insomnio que parece más resultado de su propia inseguridad y del hastío que siente por su propia vida que el consabido jetlag que nos afecta a todos los que no tenemos otro remedio que viajar en clase turista de una punta a otra del planeta.

El joven equipo de técnicos de Reliant tiene que hacer una demostración de lo avanzada que está la tecnología IT en los EE.UU., haciendo aparecer el holograma de una persona con la que conversan, y que está en Londres, en el interior de una enorme carpa (sí, has leído bien), donde los saudíes los han alojado.

En el edificio que alberga las oficinas de la empresa promotora de la ciudad en construcción, Clay conoce a una mujer nórdica, quien le proporciona una botella de alcohol destilado de alta graduación. Solo y aburrido en su habitación de hotel, y preocupado por un bultito que tiene en la espalda, a Clay solamente se le ocurre hacerse un tajo en el bultito, a ver si sale algo. Muchas toallas ensangrentadas después, y tras un poco más de alcohol, el Sr. Alan Clay consigue dormirse.

La trama es tan retorcida e incoherente como el propio Clay. En la tienda, desprovista de wifi y en la que el aire acondicionado a veces falla, los técnicos y Alan se pasan los días esperando la visita del rey Abdullah. Agobiado en la tienda, Alan sale al bochornoso calor del desierto para curiosear en las intimidades del reino saudí. Una idea poco recomendable.

Hay también una salida nocturna, en la que acompaña a Hanne, la mujer nórdica, a una fiesta en una embajada europea, donde invitados en bañadores y bikinis se lanzan a una piscina a sacar las pastillitas que alguien tira al agua. Otra noche Clay acude a cenar a la casa de Hanne (con invitación incluida a compartir un baño muy íntimo con ella); en la cena y tras esta, Clay vuelve a quedar como un idiota.

Lo poco que, en mi opinión, puede salvarse de esta novela que, vaticino yo, no pasará a la historia, es el personaje de Yousef, el chófer privado que lleva en su coche destartalado a Clay a KAEC (las siglas KAEC corresponden a ‘King Abdullah Economic City’, lugar que como digo, es real, se está construyendo, y que por cierto se pronuncia… redoble de tambores… yes! ¡Como CAKE! ¿A que es sumamente divertido e ingenioso? Vaya un pastel…) cada vez que Clay se despierta a las tantas con una resaca de espanto y descubre que ha vuelto a perder el autobús. Perdón por el largo paréntesis…

Entre Yousef y Alan parece surgir algo que podría haberse convertido en amistad, si no fuera porque Clay es socialmente tan inepto, además de culturalmente incompetente; es un idiota fracasado que puede meter la pata varias veces seguidas y aun así creerse exento del desprecio que se merece de los locales.

Cabe por supuesto también la posibilidad de que como lector, esté siendo un tanto duro, casi intransigente. También estoy en mi derecho, puesto que he gastado mi dinero en un libro que no me convencido en absoluto.

Puede que uno debiera leer A Hologram for the King como una moderna fábula alegórica, a la que le faltaría mucha necesaria carga irónica. Es ahí donde pienso que cojea claramente la novela: vendría a ser una representación de los profundos desengaños a los que se ha visto abocada la clase media norteamericana (y por ende, la occidental en general) desde que las empresas multinacionales que manejan este cotarro que llamamos economía mundial comenzaron a globalizar el mercado del trabajo aceleradamente, y la fabricación de productos se trasladó a Asia, a África o a las mismas maquiladoras a orillas del Río Bravo del Norte. Si es así, puede que haya muchos lectores que disfruten de esta novela. Evidentemente, a mí no me ha gustado. Después de What is the What, esperaba mucho más de Eggers, y A Hologram for the King me ha decepcionado.

13 feb 2013

Reseña: The Cartographer, de Peter Twohig


Peter Twohig, The Cartographer (Sydney: Fourth Estate, 2012). 386 páginas.

¿Quién, de niño, no trató alguna vez de recrear por medio de un mapa el mundo por el que se movía y en el que vivía sus aventuras? Cuando éramos pequeños, ese mapa que hacíamos a mano y a nuestro antojo nos daba la posibilidad de una ficcionalización gráfica de esas experiencias vitales.

Es el año 1959 y en el ‘melburniano’ barrio obrero de Richmond (por aquel entonces, claro está, las cosas han cambiado mucho en Melbourne) un chico de once años está atravesando por un momento muy difícil. Hace cosa de un año presenció, impotente, la muerte accidental por asfixia de su hermano gemelo Tom, a quien le aplastan la garganta las barras de trepar en el parque cercano a su casa. En casa, abrumados por el dolor pero incapaces o poco dispuestos a articularlo, sus padres están abocados a una separación inevitable. La situación es desastrosa, y redunda negativamente en la condición traumatizada del chico, que la expresa mediante ataques epilépticos.

Cuando el padre se marcha de casa y abandona a la madre, él también decide alejarse del lugar el mayor tiempo posible, y lo hace explorando las calles del barrio. Su mejor amigo es su abuelo, un personaje muy carismático al que acompaña a numerosos lugares en los que normalmente no estaría un niño de once años. Como una especie de mecanismo de autodefensa emocional, el protagonista irá encarnándose en diversos superhéroes, y de ser el Explorador pasa a convertirse en el Cartógrafo, que da título a esta novela, la primera de Peter Twohig.

Pero para su desgracia, el chico se convierte en testigo presencial de un asesinato, y lo peor es que el asesino también lo ha visto. A partir de ese momento comienza a dibujar un mapa de los alrededores, para saber por dónde no tiene que ir y así evitar que el asesino lo localice y lo liquide. Pero como buen superhéroe que es, no es que él busque los problemas, sino que son los problemas los que le encuentran a él. La narración de The Cartographer avanza ágil, aunque a ratos lo haga alocadamente, y Twohig captura la voz del chico de once años de manera muy competente: con un lenguaje fresco y muy coloquial, el chico repite todo lo que escucha decir a los adultos, en cuyo mundo se mueve con total libertad y sin apenas supervisión. Es un escenario muy diferente del mundo actual, en el que a los niños no se les permite jugar ni salir por su cuenta y riesgo. El mundo ha cambiado mucho desde la década de los 60.

En sus aventuras, el Cartógrafo se adentra por la red subterránea en el subsuelo de Richmond, con oscuros túneles y húmedos sumideros. Desconsolado por la muerte de su hermano, el Cartógrafo se hace acompañar de su perro en sus aventuras; el anónimo narrador (Twohig nunca nos da su nombre, solamente el apellido) advierte al lector de lo que le espera: “Si eres una de esas personas que piensa que lo último que haría un niño al que ha perseguido un loco homicida por un túnel subterráneo es volver a ese lugar para rememorar y seguir explorando, entonces es que no sabes gran cosa sobre niños”.

La novela cuenta también con numerosos personajes secundarios que le dan mayor vida y credibilidad a la narración de Twohig: policías corruptos, un niño pirómano, un médico que quiere solucionar los problemas de conducta con tratamientos brutales, los vecinos y los parientes, etc. En su conjunto, The Cartographer resulta ser una estampa verídica, muy realista, de la vida en esta gran ciudad australiana tras la segunda guerra mundial, donde vemos a través de los ojos de un niño la violencia, la corrupción, la pobreza y los muchos ardides, legales o no, de la población desfavorecida para mejorar su suerte.

A pesar del tremendo dolor y la soledad que rigen la vida del protagonista, hay también mucho humor en The Cartographer. Las dotes de observación del Explorador y del Cartógrafo las utiliza Twohig con maestría para ofrecernos fragmentos de diálogos desternillantes, en los que la hipocresía del mundo adulto queda desnudada por la cruda y cándida visión del jovenzuelo.

The Cartographer podría también leerse como una historia de fantasía e imaginación, una narración que crease el niño protagonista para escapar del trauma de la muerte de su hermano. Aunque no sea así (y Twohig no añade ningún elemento metaliterario que realmente induzca a considerarlo), es una lectura sumamente entretenida. Aunque el lector no conozca (como es mi caso) la mayoría de las referencias a películas, series de TV y temas musicales de finales de la década de los 50 que salpican The Cartographer, la historia del Cartógrafo, el Forajido y el Ferroviario te atrapa hasta el final.

Te invito a leer ahora las primeras páginas de El Cartógrafo en mi traducción al castellano. Puedes encontrar también la versión original en inglés de esas primeras páginas aquí.
1 La casa de Kipling Lane
Mamá y Papá no me llevaron al funeral. Me dejaron con la Sra. Carruthers, que vivía enfrente. La Sra. Carruthers me dio pasteles de chocolate y limonada, como si fuera un día de fiesta. Más tarde volví a casa y descubrí que estaba llena de familiares, tanto los que les caían bien a Mamá y Papá como los que ellos odiaban. Nadie hizo mención alguna del nombre de Tom, así que pensé que se trataba de alguna clase de juego, y que Tom iba a aparecer de pronto, que iba a salir de un armario y me iba a agarrar, tal y como lo hacíamos siempre, el uno al otro. Pero no lo hizo. Al final, Blarney Barney, el ayudante del Abuelo, y que no era pariente nuestro, se me acercó.
«¿Cómo va la cosa, muchacho?»
«Barn, nadie quiere hablar conmigo, ni siquiera el Abuelo.»
Era la primera vez que abría la boca, ese día.
«Ay, es que nadie sabe qué decir, eso es todo. Y además, no te pasa todos los días que vayas a un velatorio y te encuentres cara a cara con la viva imagen del difunto paseando por la casa. Y eso les quita hasta las ganas de comer.»
Me pasó la mano por el pelo – era posiblemente la persona número veintisiete en hacerme eso – y se fue a buscarse algo de beber. Mamá, que había estado vigilando a Barney, que era lo que mucha gente tenía costumbre de hacer, se acercó con un paso hasta mí y me dijo muy seria: «Péinate», y luego desapareció en medio de una maraña de tías y tíos. Apareció Papá, me pasó la mano por el pelo y me llevó a la cocina, donde vació el vaso de cerveza, con un golpe lo dejó en el banco y dijo: «Vámonos a dar una vuelta, ¿qué te parece?» Estaba medio piripi, pero a él no se podía decirle que no.
De manera que cinco minutos después Papá y yo íbamos como balas por el Boulevard en su Triumph Speed Twin verde, y yo me sentía incluso peor que me había sentido en casa. Pero había que reconocérselo a Papá, era mucho mejor piloto cuando estaba borracho que cuando estaba sobrio. Escondí la cara en su chaqueta y olfateé el cuero. Le di un siete de diez, como siempre.
Y ahora se acercaba el aniversario del funeral y mi nombre estaba en boca de todos más de lo que a mí me gustaba. Ves qué pasa, pues que se me da bastante bien eso de hacer que ocurran cosas malas. Por eso no fue sorpresa alguna cuando Papá decidió de pronto que ya había tenido suficiente, en mitad de una pelea con Mamá, y se largó de casa. Podía oírlos discutir claramente desde afuera, en el cobertizo, donde yo estaba sentado en la oscuridad encima de la Triumph, simulando ser un corredor en la Isla de Man, como George Formby en No Limit, que era la película favorita de Papá.
«Eso es, vuelve a dejarnos, márchate otra vez. Venga, vete a la casa de tu amiguita – te creías que no lo sabía, lo de esa guarra, ¿verdad?»
Oí cómo la puerta exterior se cerraba con un golpe tan fuerte que no le dio ni tiempo a chirriar.
«No te preocupes, que ya me largo», eso fue todo lo que se ocurrió responder a Papá.
«¡Y no te molestes en volver! Nos harías un favor», gritó Mamá, cuya voz sonaba un poco más cercana y un poco más enojada.
Papá no dijo nada más. Era bebedor, no hablador.
Vino al cobertizo, abrió la puerta de un tirón y me miró, sentado en la moto. En su cara no había expresión alguna, pero llevaba puesta la cazadora de cuero, y eso ya me decía todo lo que yo necesitaba saber. Casi me esperaba un tortazo en la oreja por estar toqueteando la moto, pero Papá me levantó y se subió de un salto. Mientras la ponía en marcha dándole al pedal de arranque, yo me fui corriendo hasta la puerta de atrás y la abrí para que pasara. Mientras Papá salía del cobertizo, apareció Mamá y se quedó en el porche con las manos en las caderas y las mandíbulas apretadas. Papá me guiñó un ojo al pasar a mi lado, y yo se lo devolví con una rápida sonrisa, aunque los dos sabíamos que no era cosa de risa. Entonces se marchó por la callejuela, y yo me quedé sujetando la puerta.
Tenía dos opciones: volver adentro y soportar a Mamá, o largarme como Papá. Decidí largarme, pero antes seguí a Mamá dentro de casa para coger mi bolsa de explorador. Mamá entró dando pisotones en la cocina y empezó a revolver cosas en el armario de las cacerolas y sartenes, como si acabara de oír que la Reina estuviera a punto de venir de visita, aunque me parece que a la Reina no le habría gustado mucho oír lo que decía. Cada vez que Mamá intentaba cocinar mientras estaba enojada, era siempre un desastre, y creo que aún estaba enojada porque habíamos nacido Tom y yo todavía – los dos de una vez – y no solamente por haber perdido a Tom, que era lo que ella quería que pensara todo el mundo.
Mientras estaba pasando eso, fui a mi cuarto y encontré mi bolsa. Aunque había sido la bolsa de pescar del Abuelo, delante llevaba impreso el nombre 'Hardy', lo que me recordaba a los Hardy Boys, de manera que sabía que estuvo siempre destinada a ser la bolsa de un explorador. Comprobé lo que había en los bolsillos interiores: en uno había una manzana, que me había quedado de mi anterior expedición; el otro tenía un tarro de Vegemite, por si me encontraba algún bicho interesante. En los bolsillos de afuera estaban mi vieja navajita, un cordel, una lupa y un silbato, que había sido de Tom. También estaba allí mi posesión más bonita, mi yo-yo de Coca-Cola. Lo saqué y lo miré. Era una de las pocas cosas que yo tenía que nunca había visto Tom, pues acababan de salir, y yo era el primer chico de Richmond en conseguir uno, gracias a que el Abuelo conocía a alguien que podía conseguir chapas de botellas de Coca-Cola sin tener que comprarlas. Pero no me hacía sentirme tan bien como debería.
Ya tenía todo lo que me hacía falta. Me pasé el asa por encima del pecho y luego me puse el sombrero. Hora de irse. Pasé por delante de Mamá sin decir palabra, y salí por la puerta de atrás. No dije ni pío – pensé que era mejor no interrumpir sus pensamientos.
De modo que, igual que Papá se había ido montado en su Triumph, porque sí, yo me fui también a dar una larga caminata, porque sí. Oí a Mamá y a la Sra. Carruthers que hablaban de cómo iba ya para un año desde que habíamos ‘perdido’ a Tom, y Mamá decía que no sabía qué iba a hacer. Pues yo tenía una idea – llorar más, probablemente. Me quité a Tom de la cabeza, un truco que había aprendido del Abuelo, y seguí caminando.
Vagaba por todas partes, sin que me importara demasiado si giraba por aquí o tiraba por aquella callejuela. Cuando me paraba y miraba alrededor, sentía un extraño sabor de boca, como me pasó en la última noche de la Fiesta del Fuego, cuando me explotó aquel petardo en la mano. Me había apartado del camino transitado, y ahora tenía la exquisita esperanza de haberme perdido. De hecho, le rogué a Dios que me dejara perderme. No quería irme a casa, a un lugar lleno de mujeres que chillaban. Bueno, vale, solamente estaba Mamá, pero es que ella llenaba la casa de mujeres chillonas.
En realidad, las mujeres de mi familia eran duras de pelar, la clase de mujeres que mataban a los indios, que cruzaban el Atlántico en avión y escribían novelas. Fíjate en Tía Betty. Era la peor mujer del mundo. Mamá me dijo una vez que Tía Betty en realidad no era tía mía, sino más bien medio-tía, como si eso lo explicara todo, aunque, por lo que a mí respecta, eso solamente daba pie a más preguntas. La cosa estaba entre ella o Mamá, en una carrera sobre cuál de las dos era la que más hablaba, y en la sala de pesaje todos estaban de acuerdo en que Tía Betty debía llevar el mayor hándicap, aunque el Abuelo pensaba que obligarla a llevar peso extra habría sido innecesario.
Luego estaba Tía Jem, que vivía en el barrio de Hawthorn – que por cierto tienen un equipo de fútbol que da pena – y que cree que todos los que beben son probablemente malos. Todos piensan que es muy raro, pues a su marido, Tío Ivor, lo que más le gusta es ir al fútbol con Papá y empinar el codo; Tío Ivor es el hermano pequeño de Papá.
Luego estaba Tía Dell, que vive en Fairfield, y que es más flaca que un palillo y que casi se murió de tuberculosis, que es lo que finalmente mató a la abuela Taggerty. No dice gran cosa, no porque no tenga nada que decir sino porque es tan enclenque que apenas puede hablar, aunque a veces tira de mí y me susurra secretos al oído, y por esos secretos puedo darme cuenta de que también ella es una señora dura de pelar.
Mi otra abuelita, la Abuelita Blayney, está todavía vivita y coleando, y vive cerca de nosotros con sus dos maridos al mismo tiempo, lo cual a mí me va muy bien cuando se trata de recibir regalos. Uno de ellos, el Tío Mick, es apostador profesional, así que él y el Abuelo son muy buenos amigos. El otro, el Tío Seb, es pianista, y se gana la vida en una banda de jazz que se llama The Hot Potatoes. Por último está la Tía Queenie – bueno, en realidad ella no es mi tía, sino una amiga íntima del Abuelo.
Anda, pues tanto pensar en tías me distrae de lo que estoy haciendo, y cuando echo un vistazo alrededor va y resulta que estoy requeteperdido de verdad. Jodío, eso es lo que estaba, y me sentía seguro e inseguro en una calle que no me era conocida, ese tipo de calles que no tiene aceras. Cuando me acercaba a cada una de los intersecciones, estrechas y oscuras, buscaba con la mirada algún rótulo o un cartel indicador, pero no veía ninguno. Estaba en una especie de cuadricula gris, bajo un cielo gris y rodeado por vallas grises de madera, y detrás de ellas había cobertizos grises, invernaderos sucios y las paredes traseras de casas que tenían las fachadas en otras calles, más alejadas. Pero finalmente llegué a un cartel indicador, y me hechizó igual que lo habría hecho una de las páginas de la enciclopedia que teníamos en casa. El rótulo decía: KIPLING LANE.
Ese nombre yo lo había visto antes, en una placa de latón que había en casa, en la sala de estar.
Si eres capaz de conservar la cabeza cuando todoslos demás la están perdiendo, y te censuran;
- Rudyard Kipling.
Siempre me pareció que era un nombre tonto, y aquí estaba otra vez. Resultaba curioso que siempre hubiera pensado que Rudyard Kipling era una persona del pasado. Pero ahora me daba cuenta, de golpe y porrazo, que tenía una vida más allá de la sala de estar de mis padres. De alguna manera, se había impuesto, un poco del modo en que él lo había expresado en la placa.
El título del poema ése en la placa era Si. Volví a mirar el rótulo de la calle, con la intención de encontrar alguna pista más, pero no las había. Era un rótulo viejo y gris, como todo lo demás. El Abuelo, que tenía también algo de poeta, le llamaba Kipling, pero para mí siempre era Rudyard Kipling. Alguien que tenga un nombre así se merece que lo llamen con nombre y apellido. Y decidí en ese mismo momento que la razón por la cual le habían dedicado una callejuela era porque había escrito Si.
Bien hecho, pensé. Y sin embargo, no era más que un callejón. Eso es todo lo que te ganabas por un poema.
Así que allí estaba yo, mirando al cielo y sintiendo la fría brisa, observando las vallas traseras de las casas, las casonas altas con sus paredes grises, algunas de las cuales tenían hiedras viejas que se habían pegado a ellas, e incluso algunas de ellas tenían torreones en la parte superior.
Había llegado al cruce de Kipling Lane y el callejón sin nombre que había estado siguiendo, aunque sabía que si seguía por el callejón en el que estaba, al final descubriría cómo se llamaba. Eso es lo que pasa cuando estás caminando, y normalmente eso es todo lo que pasa, a menos que, te ataque un perro, claro está. No había visto ni oído ninguno, de manera que parecía que estaba a salvo. Pero en mi interior sabía yo que todo era cuestión de tiempo.
Estaba haciendo lo que pensaba que habría hecho Papá, estaba saliendo a explorar. Solo que yo sospechaba que él no tenía intención alguna de volver nunca más. Y por otra parte, yo todavía no tenía decidido cuánto tiempo iba a estar fuera de casa.

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