Peter Twohig, The Cartographer (Sydney: Fourth Estate, 2012). 386 páginas.
¿Quién, de niño, no trató alguna vez de recrear
por medio de un mapa el mundo por el que se movía y en el que vivía sus aventuras?
Cuando éramos pequeños, ese mapa que hacíamos a mano y a nuestro antojo nos
daba la posibilidad de una ficcionalización gráfica de esas experiencias
vitales.
Es el año 1959 y en el ‘melburniano’ barrio obrero
de Richmond (por aquel entonces, claro está, las cosas han cambiado mucho en
Melbourne) un chico de once años está atravesando por un momento muy difícil.
Hace cosa de un año presenció, impotente, la muerte accidental por asfixia de
su hermano gemelo Tom, a quien le aplastan la garganta las barras de trepar en
el parque cercano a su casa. En casa, abrumados por el dolor pero incapaces o
poco dispuestos a articularlo, sus padres están abocados a una separación
inevitable. La situación es desastrosa, y redunda negativamente en la condición
traumatizada del chico, que la expresa mediante ataques epilépticos.
Cuando el padre se marcha de casa y abandona
a la madre, él también decide alejarse del lugar el mayor tiempo posible, y lo
hace explorando las calles del barrio. Su
mejor amigo es su abuelo, un personaje muy carismático al que acompaña a
numerosos lugares en los que normalmente no estaría un niño de once años. Como
una especie de mecanismo de autodefensa emocional, el protagonista irá encarnándose
en diversos superhéroes, y de ser el Explorador pasa a convertirse en el
Cartógrafo, que da título a esta novela, la primera de Peter Twohig.
Pero para su desgracia, el chico se convierte
en testigo presencial de un asesinato, y lo peor es que el asesino también lo
ha visto. A partir de ese momento comienza a dibujar un mapa de los alrededores,
para saber por dónde no tiene que ir y así evitar que el asesino lo localice y
lo liquide. Pero como buen superhéroe que es, no es que él busque los
problemas, sino que son los problemas los que le encuentran a él. La narración de
The Cartographer avanza ágil, aunque a
ratos lo haga alocadamente, y Twohig captura la voz del chico de once años de
manera muy competente: con un lenguaje fresco y muy coloquial, el chico repite
todo lo que escucha decir a los adultos, en cuyo mundo se mueve con total
libertad y sin apenas supervisión. Es un escenario muy diferente del mundo
actual, en el que a los niños no se les permite jugar ni salir por su cuenta y
riesgo. El mundo ha cambiado mucho desde la década de los 60.
En sus aventuras, el Cartógrafo se adentra
por la red subterránea en el subsuelo de Richmond, con oscuros túneles y húmedos
sumideros. Desconsolado por la muerte de su hermano, el Cartógrafo se hace acompañar
de su perro en sus aventuras; el anónimo narrador (Twohig nunca nos da su
nombre, solamente el apellido) advierte al lector de lo que le espera: “Si eres
una de esas personas que piensa que lo último que haría un niño al que ha
perseguido un loco homicida por un túnel subterráneo es volver a ese lugar para
rememorar y seguir explorando, entonces es que no sabes gran cosa sobre niños”.
La novela cuenta también con numerosos personajes
secundarios que le dan mayor vida y credibilidad a la narración de Twohig: policías
corruptos, un niño pirómano, un médico que quiere solucionar los problemas de
conducta con tratamientos brutales, los vecinos y los parientes, etc. En su
conjunto, The Cartographer resulta
ser una estampa verídica, muy realista, de la vida en esta gran ciudad australiana
tras la segunda guerra mundial, donde vemos a través de los ojos de un niño la
violencia, la corrupción, la pobreza y los muchos ardides, legales o no, de la población
desfavorecida para mejorar su suerte.
A pesar del tremendo dolor y la soledad que
rigen la vida del protagonista, hay también mucho humor en The Cartographer. Las dotes de observación del Explorador y del
Cartógrafo las utiliza Twohig con maestría para ofrecernos fragmentos de diálogos
desternillantes, en los que la hipocresía del mundo adulto queda desnudada por
la cruda y cándida visión del jovenzuelo.
The Cartographer podría también leerse como una
historia de fantasía e imaginación, una narración que crease el niño protagonista
para escapar del trauma de la muerte de su hermano. Aunque no sea así (y Twohig
no añade ningún elemento metaliterario que realmente induzca a considerarlo), es
una lectura sumamente entretenida. Aunque el lector no conozca (como es mi
caso) la mayoría de las referencias a películas, series de TV y temas musicales
de finales de la década de los 50 que salpican The Cartographer, la historia del Cartógrafo, el Forajido y el Ferroviario
te atrapa hasta el final.
Te invito a leer ahora las primeras páginas de El Cartógrafo en mi traducción al
castellano. Puedes encontrar también la versión original en inglés de esas primeras
páginas aquí.
1 La casa de Kipling Lane
Mamá y Papá no me llevaron al funeral. Me dejaron con la Sra. Carruthers, que vivía enfrente. La Sra. Carruthers me dio pasteles de chocolate y limonada, como si fuera un día de fiesta. Más tarde volví a casa y descubrí que estaba llena de familiares, tanto los que les caían bien a Mamá y Papá como los que ellos odiaban. Nadie hizo mención alguna del nombre de Tom, así que pensé que se trataba de alguna clase de juego, y que Tom iba a aparecer de pronto, que iba a salir de un armario y me iba a agarrar, tal y como lo hacíamos siempre, el uno al otro. Pero no lo hizo. Al final, Blarney Barney, el ayudante del Abuelo, y que no era pariente nuestro, se me acercó.
«¿Cómo va la cosa, muchacho?»
«Barn, nadie quiere hablar conmigo, ni siquiera el Abuelo.»
Era la primera vez que abría la boca, ese día.
«Ay, es que nadie sabe qué decir, eso es todo. Y además, no te pasa todos los días que vayas a un velatorio y te encuentres cara a cara con la viva imagen del difunto paseando por la casa. Y eso les quita hasta las ganas de comer.»
Me pasó la mano por el pelo – era posiblemente la persona número veintisiete en hacerme eso – y se fue a buscarse algo de beber. Mamá, que había estado vigilando a Barney, que era lo que mucha gente tenía costumbre de hacer, se acercó con un paso hasta mí y me dijo muy seria: «Péinate», y luego desapareció en medio de una maraña de tías y tíos. Apareció Papá, me pasó la mano por el pelo y me llevó a la cocina, donde vació el vaso de cerveza, con un golpe lo dejó en el banco y dijo: «Vámonos a dar una vuelta, ¿qué te parece?» Estaba medio piripi, pero a él no se podía decirle que no.
De manera que cinco minutos después Papá y yo íbamos como balas por el Boulevard en su Triumph Speed Twin verde, y yo me sentía incluso peor que me había sentido en casa. Pero había que reconocérselo a Papá, era mucho mejor piloto cuando estaba borracho que cuando estaba sobrio. Escondí la cara en su chaqueta y olfateé el cuero. Le di un siete de diez, como siempre.
Y ahora se acercaba el aniversario del funeral y mi nombre estaba en boca de todos más de lo que a mí me gustaba. Ves qué pasa, pues que se me da bastante bien eso de hacer que ocurran cosas malas. Por eso no fue sorpresa alguna cuando Papá decidió de pronto que ya había tenido suficiente, en mitad de una pelea con Mamá, y se largó de casa. Podía oírlos discutir claramente desde afuera, en el cobertizo, donde yo estaba sentado en la oscuridad encima de la Triumph, simulando ser un corredor en la Isla de Man, como George Formby en No Limit, que era la película favorita de Papá.
«Eso es, vuelve a dejarnos, márchate otra vez. Venga, vete a la casa de tu amiguita – te creías que no lo sabía, lo de esa guarra, ¿verdad?»
Oí cómo la puerta exterior se cerraba con un golpe tan fuerte que no le dio ni tiempo a chirriar.
«No te preocupes, que ya me largo», eso fue todo lo que se ocurrió responder a Papá.
«¡Y no te molestes en volver! Nos harías un favor», gritó Mamá, cuya voz sonaba un poco más cercana y un poco más enojada.
Papá no dijo nada más. Era bebedor, no hablador.
Vino al cobertizo, abrió la puerta de un tirón y me miró, sentado en la moto. En su cara no había expresión alguna, pero llevaba puesta la cazadora de cuero, y eso ya me decía todo lo que yo necesitaba saber. Casi me esperaba un tortazo en la oreja por estar toqueteando la moto, pero Papá me levantó y se subió de un salto. Mientras la ponía en marcha dándole al pedal de arranque, yo me fui corriendo hasta la puerta de atrás y la abrí para que pasara. Mientras Papá salía del cobertizo, apareció Mamá y se quedó en el porche con las manos en las caderas y las mandíbulas apretadas. Papá me guiñó un ojo al pasar a mi lado, y yo se lo devolví con una rápida sonrisa, aunque los dos sabíamos que no era cosa de risa. Entonces se marchó por la callejuela, y yo me quedé sujetando la puerta.
Tenía dos opciones: volver adentro y soportar a Mamá, o largarme como Papá. Decidí largarme, pero antes seguí a Mamá dentro de casa para coger mi bolsa de explorador. Mamá entró dando pisotones en la cocina y empezó a revolver cosas en el armario de las cacerolas y sartenes, como si acabara de oír que la Reina estuviera a punto de venir de visita, aunque me parece que a la Reina no le habría gustado mucho oír lo que decía. Cada vez que Mamá intentaba cocinar mientras estaba enojada, era siempre un desastre, y creo que aún estaba enojada porque habíamos nacido Tom y yo todavía – los dos de una vez – y no solamente por haber perdido a Tom, que era lo que ella quería que pensara todo el mundo.
Mientras estaba pasando eso, fui a mi cuarto y encontré mi bolsa. Aunque había sido la bolsa de pescar del Abuelo, delante llevaba impreso el nombre 'Hardy', lo que me recordaba a los Hardy Boys, de manera que sabía que estuvo siempre destinada a ser la bolsa de un explorador. Comprobé lo que había en los bolsillos interiores: en uno había una manzana, que me había quedado de mi anterior expedición; el otro tenía un tarro de Vegemite, por si me encontraba algún bicho interesante. En los bolsillos de afuera estaban mi vieja navajita, un cordel, una lupa y un silbato, que había sido de Tom. También estaba allí mi posesión más bonita, mi yo-yo de Coca-Cola. Lo saqué y lo miré. Era una de las pocas cosas que yo tenía que nunca había visto Tom, pues acababan de salir, y yo era el primer chico de Richmond en conseguir uno, gracias a que el Abuelo conocía a alguien que podía conseguir chapas de botellas de Coca-Cola sin tener que comprarlas. Pero no me hacía sentirme tan bien como debería.
Ya tenía todo lo que me hacía falta. Me pasé el asa por encima del pecho y luego me puse el sombrero. Hora de irse. Pasé por delante de Mamá sin decir palabra, y salí por la puerta de atrás. No dije ni pío – pensé que era mejor no interrumpir sus pensamientos.
De modo que, igual que Papá se había ido montado en su Triumph, porque sí, yo me fui también a dar una larga caminata, porque sí. Oí a Mamá y a la Sra. Carruthers que hablaban de cómo iba ya para un año desde que habíamos ‘perdido’ a Tom, y Mamá decía que no sabía qué iba a hacer. Pues yo tenía una idea – llorar más, probablemente. Me quité a Tom de la cabeza, un truco que había aprendido del Abuelo, y seguí caminando.
Vagaba por todas partes, sin que me importara demasiado si giraba por aquí o tiraba por aquella callejuela. Cuando me paraba y miraba alrededor, sentía un extraño sabor de boca, como me pasó en la última noche de la Fiesta del Fuego, cuando me explotó aquel petardo en la mano. Me había apartado del camino transitado, y ahora tenía la exquisita esperanza de haberme perdido. De hecho, le rogué a Dios que me dejara perderme. No quería irme a casa, a un lugar lleno de mujeres que chillaban. Bueno, vale, solamente estaba Mamá, pero es que ella llenaba la casa de mujeres chillonas.
En realidad, las mujeres de mi familia eran duras de pelar, la clase de mujeres que mataban a los indios, que cruzaban el Atlántico en avión y escribían novelas. Fíjate en Tía Betty. Era la peor mujer del mundo. Mamá me dijo una vez que Tía Betty en realidad no era tía mía, sino más bien medio-tía, como si eso lo explicara todo, aunque, por lo que a mí respecta, eso solamente daba pie a más preguntas. La cosa estaba entre ella o Mamá, en una carrera sobre cuál de las dos era la que más hablaba, y en la sala de pesaje todos estaban de acuerdo en que Tía Betty debía llevar el mayor hándicap, aunque el Abuelo pensaba que obligarla a llevar peso extra habría sido innecesario.
Luego estaba Tía Jem, que vivía en el barrio de Hawthorn – que por cierto tienen un equipo de fútbol que da pena – y que cree que todos los que beben son probablemente malos. Todos piensan que es muy raro, pues a su marido, Tío Ivor, lo que más le gusta es ir al fútbol con Papá y empinar el codo; Tío Ivor es el hermano pequeño de Papá.
Luego estaba Tía Dell, que vive en Fairfield, y que es más flaca que un palillo y que casi se murió de tuberculosis, que es lo que finalmente mató a la abuela Taggerty. No dice gran cosa, no porque no tenga nada que decir sino porque es tan enclenque que apenas puede hablar, aunque a veces tira de mí y me susurra secretos al oído, y por esos secretos puedo darme cuenta de que también ella es una señora dura de pelar.
Mi otra abuelita, la Abuelita Blayney, está todavía vivita y coleando, y vive cerca de nosotros con sus dos maridos al mismo tiempo, lo cual a mí me va muy bien cuando se trata de recibir regalos. Uno de ellos, el Tío Mick, es apostador profesional, así que él y el Abuelo son muy buenos amigos. El otro, el Tío Seb, es pianista, y se gana la vida en una banda de jazz que se llama The Hot Potatoes. Por último está la Tía Queenie – bueno, en realidad ella no es mi tía, sino una amiga íntima del Abuelo.
Anda, pues tanto pensar en tías me distrae de lo que estoy haciendo, y cuando echo un vistazo alrededor va y resulta que estoy requeteperdido de verdad. Jodío, eso es lo que estaba, y me sentía seguro e inseguro en una calle que no me era conocida, ese tipo de calles que no tiene aceras. Cuando me acercaba a cada una de los intersecciones, estrechas y oscuras, buscaba con la mirada algún rótulo o un cartel indicador, pero no veía ninguno. Estaba en una especie de cuadricula gris, bajo un cielo gris y rodeado por vallas grises de madera, y detrás de ellas había cobertizos grises, invernaderos sucios y las paredes traseras de casas que tenían las fachadas en otras calles, más alejadas. Pero finalmente llegué a un cartel indicador, y me hechizó igual que lo habría hecho una de las páginas de la enciclopedia que teníamos en casa. El rótulo decía: KIPLING LANE.
Ese nombre yo lo había visto antes, en una placa de latón que había en casa, en la sala de estar.
Si eres capaz de conservar la cabeza cuando todoslos demás la están perdiendo, y te censuran;- Rudyard Kipling.
Siempre me pareció que era un nombre tonto, y aquí estaba otra vez. Resultaba curioso que siempre hubiera pensado que Rudyard Kipling era una persona del pasado. Pero ahora me daba cuenta, de golpe y porrazo, que tenía una vida más allá de la sala de estar de mis padres. De alguna manera, se había impuesto, un poco del modo en que él lo había expresado en la placa.
El título del poema ése en la placa era Si. Volví a mirar el rótulo de la calle, con la intención de encontrar alguna pista más, pero no las había. Era un rótulo viejo y gris, como todo lo demás. El Abuelo, que tenía también algo de poeta, le llamaba Kipling, pero para mí siempre era Rudyard Kipling. Alguien que tenga un nombre así se merece que lo llamen con nombre y apellido. Y decidí en ese mismo momento que la razón por la cual le habían dedicado una callejuela era porque había escrito Si.
Bien hecho, pensé. Y sin embargo, no era más que un callejón. Eso es todo lo que te ganabas por un poema.
Así que allí estaba yo, mirando al cielo y sintiendo la fría brisa, observando las vallas traseras de las casas, las casonas altas con sus paredes grises, algunas de las cuales tenían hiedras viejas que se habían pegado a ellas, e incluso algunas de ellas tenían torreones en la parte superior.
Había llegado al cruce de Kipling Lane y el callejón sin nombre que había estado siguiendo, aunque sabía que si seguía por el callejón en el que estaba, al final descubriría cómo se llamaba. Eso es lo que pasa cuando estás caminando, y normalmente eso es todo lo que pasa, a menos que, te ataque un perro, claro está. No había visto ni oído ninguno, de manera que parecía que estaba a salvo. Pero en mi interior sabía yo que todo era cuestión de tiempo.
Estaba haciendo lo que pensaba que habría hecho Papá, estaba saliendo a explorar. Solo que yo sospechaba que él no tenía intención alguna de volver nunca más. Y por otra parte, yo todavía no tenía decidido cuánto tiempo iba a estar fuera de casa.