22 mar 2014

Reseña: The Laughing Clowns, de William McInnes

William McInnes, The Laughing Clowns (Sydney: Hachette Australia, 2012). 296 páginas.

En cierto modo, mientras estamos todavía creciendo, en esos ahora ya lejanos años de nuestra infancia, hay un hombre algo desconocido que rige nuestras vidas, nuestro padre. El protagonista de esta sencilla y entrañable novela del australiano William McInnes, de quien hasta ahora únicamente conocía su faceta como actor (además de su excelente trabajo como policía corrupto en East West 101, recientemente vi Unfinished Sky – puedes ver el tráiler aquí – la cual recomiendo encarecidamente), es un arquitecto llamado Peter Kennedy. Acomodado en todos los sentidos de la palabra, Peter come en exceso e ignora las súplicas de su mujer para que preste más atención a su familia. Hace ya tiempo que dejó el aspecto creativo de su profesión para dedicarse a ejercer como consultor a sueldo de grandes compañías inmobiliarias ávidas por encontrar suelo edificable y convertible en muchos $$$$. No me cabe ninguna duda de que Peter podría haberse hecho literalmente de oro en esa España del señor del bigote que se hizo una foto en las Azores.

Cuando un cliente le pide que vaya a Pickersgill (un lugar ficticio cercano a Brisbane), donde Peter se crió y todavía viven sus padres y su hermana, a Peter le surgen algunas dudas en torno a su cometido. Es la semana del Show en Pickersgill, y la gran mayoría de los edificios del recinto donde se celebra el evento los diseñó su padre. Es precisamente ese recinto al que le han puesto el ojo los halcones inmobiliarios, y cuando acude al registro catastral descubre algo en los planos de su padre que no comprende, y que su padre le revelará. Desde ese instante, Peter verá a su padre con otros ojos.

El retorno al lugar donde se crió significa también encontrarse con viejos amigos de la infancia, con su primera novia. La novela transcurre entre los reencuentros y los recuerdos de sucesos, en un dinámico encaje narrativo sin paréntesis, adornos ni desviaciones. El subtexto es de una sutil ironía, una velada crítica a lo que Peter representa como profesional australiano de mediana edad, opulento e indiferente a lo que ocurre en su derredor: decididamente, no presta atención a nadie ni a nada de lo que le rodea. Su filosofía (si es que se puede aplicar ese término a Peter Kennedy) se reduce a dos principios: evita el conflicto y come.


Lo que en ningún momento puede anticipar es que el regreso a Pickersgill va a situarle cara a cara con algo de lo que hasta ese momento en su vida no ha querido saber nada. Intuyo que la influencia del séptimo arte en McInnes se hace muy evidente en el desenlace de la novela, que no por ser un final deja de ser agradable para el lector.

Esta primera edición de The Laughing Clowns hubiera merecido una más esmerada revisión, debido a las numerosas erratas que contiene. El volumen incluye además un cuento titulado ‘Cricket was the Winner’. La novela, pese a su simplicidad, o quizás debido a ella, es una lectura amena aunque no resulte deslumbrante. Contiene pasajes de un sutil humor que darán lugar a la carcajada, como este de la página 171, cuyas referencias muchos lectores en lengua castellana podrán reconocer:
“En la inauguración de la impresionante casa de cristales de Bull [O’Toole], el arquitecto, Bryce Halibut, había pronunciado un discurso breve y enérgico. ‘La gente vive en casas como esta en países como Colombia y Bolivia todo el tiempo, casas inspiradas por las grandes culturas aztecas del pasado. Los dioses del sol y los sacrificios, la belleza de la adoración pagana y esa misteriosa perspicacia y entendimiento de la cultura maya, todas son cosas que, de algún modo u otro, encuentran su hogar en este edificio’, indicó, mientras estornudaba y eliminaba restos imaginarios del producto procedente de Bolivia con el que hubiera podido estar en contacto un poco antes. ‘Además, he recibido las influencias españolas, la patria de los conquistadores, a la hora de diseñar los baños completos; representan la colonización de Sudamérica por parte del Viejo Mundo. Y ahora, quisiera pensar que aquí, en esta hermosa península nuestra ustedes van a disfrutar del estilo de vida de la cultura sudamericana, la cultura de este nuevo milenio.’
Tras esto, volvió a estornudar, estrechó la mano del alcalde Edwyn Hume y salió disparado hacia uno de los baños de influencia española para inhalar un poco más de ‘cultura’ sudamericana.” [p. 107, mi traducción].
The Laughing Clowns es ante todo una historia muy humana, puede que incluso lo sea demasiado para los tiempos que corren. Le resultará en cambio muy atractiva al tipo de lector poco exigente en cuanto a formalismos y técnicas narrativas. 

16 mar 2014

Reseña: The Empty Chair, de Bruce Wagner

Bruce Wagner, The Empty Chair (Nueva York: Penguin, 2013). 285 páginas.

The Empty Chair, de Bruce Wagner, cita la primera estrofa de un soneto de César Vallejo, que en el original en castellano dice:

Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París —y no me corro—
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

The Empty Chair, la silla vacía, es un libro que trata de dos muertes separadas en el tiempo y el espacio, pero los dos relatos que lo componen también versan de la búsqueda de la espiritualidad y la aspiración que casi todos los seres humanos tenemos de alcanzar una especie de logro que dé sentido a la vida vivida.

Un libro inusual en cuanto a su estructura, The Empty Chair se compone en realidad de dos nouvelles. Por motivos que no debo mencionar en una reseña, Wagner decide anteponer el relato más reciente de los dos. En el prefacio, Wagner se ficcionaliza como oyente de historias: “Me he pasado una gran parte de los últimos quince años viajando por el país, escuchando a la gente contar sus historias.” (p. 1). Esos relatos, ofrecidos “de forma voluntaria y sin compensación” los transcribe y edita mínimamente un Bruce ficticio, al que los dos narradores (Charley en ‘First Guru’ y Queenie en ‘Second Guru’) se dirigen con toda naturalidad mientras le cuentan sus historias. El efecto es, naturalmente, bastante acertado.

Charley viaja y vive en una furgoneta repleta de libros por la costa oeste. No tiene problemas económicos porque sus abogados le ganaron un caso de abusos sexuales contra la Iglesia Católica. Aunque es abiertamente homosexual, estuvo casado con Kelly, budista profesional a quien Charley dirige sus dardos críticos: “Con el budismo pasa como con todo en lo que el ser humano mete mano: un día te despiertas y todo se ha ido a la mierda. A la magia la han reemplazado  camarillas de capullos con sus políticas, eslóganes y memeces, e insulsos rituales.” Juntos tienen un hijo, Ryder, quien crece en un entorno de constante sermoneo sobre la impermanencia por parte de su madre. Un día Charley se encuentra a Ryder muerto, totalmente desnudo; se ha ahorcado en la sala de meditación de su madre. La cosmovisión religiosa que Kelly se había construido lógicamente se desmorona al instante.

El segundo relato se sitúa en su mayor parte en la India, pero en dos momentos separados por unos treinta años. Queenie es una mujer ya madura y propensa a la depresión en Nueva York; un día recibe la llamada de su antiguo amante Kura, extraficante de drogas y en la actualidad multimillonario, quien le salvó la vida a Queenie cuando ésta era una adolescente licenciosa. Juntos viajaron a Bombay, donde Kura quería encontrar a un gurú hindú. Al llegar a la tienda de tabacos que hace las funciones de templo del gurú descubren que éste ha muerto, y en su lugar un alto americano rubio ha asumido el papel de gurú. Queenie se marcha de India pero Kura se queda adorando y aprendiendo del extraño gurú gringo, hasta que un éste desaparece sin dejar rastro. La llamada de Kura atrae a Queenie de nuevo a la India, donde los sirvientes de Kura han localizado al americano en una cueva en un villorrio en las afueras de Delhi.

Hay sin embargo un elemento que es nexo incontestable entre los dos relatos, un sorprendente giro en la trama del segundo relato (anterior sin embargo al primero). Aviso para navegantes: en ambos relatos son muy abundantes las referencias al budismo, y quien, como yo, no sea muy entendido en el tema, encontrará algunos de los párrafos de The Empty Chair algo oscuros, por no decir impenetrables.

Wagner, de quien ya reseñé The Chrysanthemum Palace hace unas cuantas semanas, confecciona una interesante narrativa a partir de dos monólogos en los que los personajes se autoevalúan y critican sin miramientos. Con ello no quiero decir que la travesía sea fácil: rara vez el ritmo narrativo del monólogo se acerca a una plena verosimilitud, y en ese sentido, The Empty Chair languidece a ratos. Sí es de agradecer, en cambio, la sutil pero mordaz crítica subyacente en ambos relatos de lo inmensamente vacuo en esa búsqueda de la espiritualidad en muchos adinerados habitantes del primer mundo. Los ecos y reflejos que se cruzan entre ambas nouvelles proporcionan un dinamismo y una razón de ser al conjunto, con la silla vacía como su poderoso símbolo central.

No me queda tan claro, no obstante, la hipótesis que Wagner plantea al final de su prefacio: “Si fuera posible mantener todas las historias de la gente de todo el tiempo en la cabeza, el corazón y las manos, no cabe duda alguna de al final que estaría cada una de ellas inexpugnablemente unidas  por un único detalle religioso.” Ese incognoscible Misterio con mayúsculas al que hace referencia Wagner unas líneas más abajo, y que él prefiere denominar “Dios”, no me sirve. Para nada. Mas puede que a usted, que se ha tomado la molestia de leer esta reseña, sí.

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