25 ene 2017

Reseña: The Past, de Tessa Hadley

Tessa Hadley, The Past (Londres: Jonathan Cape, 2015). 361 páginas.

Fíjate en la portada de este libro. Una puerta que se abre para revelar otra puerta que se abre para revelar otra puerta entreabierta. El pasado como una puerta abierta por la cual pueden salir recuerdos que nadie puede detener y que pueden conducirte, entre muchos otros lugares, al caos o a la locura.

Unas vacaciones de tres semanas en la casa de sus abuelos en un lugar indeterminado de la campiña del sudoeste inglés reúnen a los cuatro hermanos de una familia. Tres mujeres (Harriet, Alice y Fran) y un hombre, Roland, quien viene acompañado de su hija, la adolescente Molly, y su tercera esposa, la argentina Pilar. Alice ha decidido traerse a Kasim, el hijo universitario de su expareja, y Fran acude con sus dos hijos, Ivy y Arthur. De las anteriores generaciones no queda nadie: los abuelos murieron hace años, y la madre de los cuatro, Jill, falleció víctima de un cáncer cuando ellos eran todavía muy jóvenes. El padre de los cuatro, Tom, huyó a Francia tras la muerte de Jill.

Es posible que los años hayan cerrado algunas heridas, pero las tensiones familiares siguen circulando medio ocultas. La reunión familiar debe servir para decidir qué hacer con la vieja casa familiar, en la que vivieron los abuelos, el vicario del pueblo innombrado y su esposa Sophy.

The Past está estructurada en tres partes, con una segunda parte situada en el año 1968, en la que Jill regresa a la casa familiar con tres niños después de dejar a Tom, periodista totalmente involucrado en las revueltas del mayo del 68 francés. Cuando ella le llama al trabajo, él evade sus preguntas y le contesta con fervor revolucionario (“los niños están derribando todos los muros”, le dice). Por cierto, uno se pregunta, ¿cuántos de esos jóvenes revolucionarios del 68 son ahora votantes del Front National de Le Pen?

Decidida a buscarse la vida en el entorno rural, Jill recurre al agente inmobiliario del pueblo, a quien conoce desde los días de la escuela. En su afán por encontrar un lugar barato para vivir, lo convence para que le enseñe una vieja cabaña ya deshabitada en mitad del bosque, no muy lejos de la casa de sus padres. Y la tentación puede con ella. ¿Es Fran, la hermanita pequeña, hija de Tom o del agente inmobiliario? Podría parecer que Hadley insinúa que la segunda opción es posible, aunque no haya ninguna señal medianamente creíble de que así sea.

Pero el grueso de la novela se centra en el presente, en las relaciones intrafamiliares, en los conflictos intra- e intergeneracionales en torno a actitudes respecto a clase, sexo o cultura. La inclusión de Pilar, heredera de una opulenta familia pampeña sobre la que pesan sombras de apoyo a la dictadura militar, aporta una trama secundaria importante, la cual se enreda más todavía cuando Harriet no puede resistir la atracción que siente por ella. Y el segundo hilo argumental gira en torno a la cabaña abandonada, en la que los más pequeños celebran extrañas ceremonias tras descubrir los huesos y el pellejo de Mitzi, la perrita perdida de la vecina. ¿Será en esa cabaña, convenientemente aseada y acondicionada, en donde Kasim seducirá a Molly?

Sin necesidad de recurrir a Moby Dick, por citar un caso evidente, he aquí un buen ejemplo del tipo de texto que debiera servirle a un profesor de inglés para explicar en qué consiste el ritmo, en qué radica la cadencia de una buena prosa en el siglo XXI. (p. 171, The Past)

Como en el caso de la otra novela suya que he leído hasta la fecha, Clever Girl, Hadley se luce con una prosa límpida, por momentos llena de musicalidad (he elegido arriba un ejemplo, procedente de la página 171), y es siempre una escritura de calidad, sin apenas altibajos. La ironía que practica funciona perfectamente, más eficazmente por medio de la sugestión que de la revelación abierta.

La vieja rectoría (a la que llaman Kington) es el escenario de la nostalgia por el pasado, pero este pasado les ha dejado a los cuatro hermanos sin una base sólida. La vieja casa no es pues más que un símbolo, y como todo símbolo, tan pronto queda desprovisto de significado, queda reducido a gesto vacío, a una mera representación. Como cualquier lugar donde una vez estuvimos, con el paso inexorable del tiempo ese pasado vivido ya no es nada, es solo recuerdo, y el espacio donde se produjeron nuestras vivencias ya no contiene resto alguno de quienes fuimos.

31/01/2024. Recientemente publicado en castellano por Sexto Piso como El pasado, traducido por Magdalena Palmer.

17 ene 2017

Reseña: The Boy Behind the Curtain, de Tim Winton

Tim Winton, The Boy Behind the Curtain (Australia: Penguin, 2016). 299 páginas.

Una mañana de verano (rondaría yo los 14 años de edad) iba en bicicleta a hacerle un pequeño recado a mi madre cuando pasé al lado de un grupo de chicos conocidos (con los que mi pandilla de amigos habíamos tenido nuestros más y nuestros menos). Uno de ellos llevaba un rifle de perdigones. Bajaba yo tranquilamente la cuesta cuando un perdigón me impactó en la espalda. Desde ese día he odiado las armas. Todas y cada una de ellas.

En el relato autobiográfico que da título a esta colección de ensayos y variados retazos personales del escritor natural de Perth, Winton cuenta cómo durante meses aprovechó las ausencias de sus padres en casa para apostarse en la ventana, armado de un viejo rifle de calibre 22 que había en la casa, y escondido tras la cortina, apuntaba a los transeúntes con él. “Cuando pienso en el muchacho que estaba en la ventana, en el chico que yo era, siento un persistente escalofrío. Por aquel entonces solo tenía una oscurísima noción de los problemas que me estaba buscando. No me imaginaba ni por un momento ser uno de esos desprevenidos transeúntes o conductores, qué habría sentido si al levantar la vista hubiera visto a un pistolero que me apuntaba con un arma. Nunca me había apuntado nadie con un arma.” (p. 6, mi traducción) El chico que me disparó no se ocultaba tras una cortina, sino en el grupo tribal en el que los cobardes suelen esconderse. Quise romperle la escopeta en la cabeza, pero no lo hice.

En este volumen se recogen la mayoría de los artículos y ensayos que Winton ha publicado en diversas revistas y medios en los últimos quince años. La lectura del conjunto nos da una visión muy completa de quién es Tim Winton el escritor, el padre de familia, el surfista, el ecologista comprometido, el observador de la sociedad australiana y la clase política que la rige y la engaña.

Es una colección variopinta, pues los temas que trata son muchos y, en algunos casos, en cierto modo inconexos. Desde el papel que juegan las armas de fuego en la Australia del siglo XXI hasta la absurda y mezquina persecución que sufren los tiburones en las playas australianas, pasando por la influencia de la religión en su formación personal o dos episodios (ambos relacionados con motos) de su infancia que más le marcaron: por un lado, el accidente que sufrió su padre, oficial de policía, y por otro, otro accidente distinto, que presenció con su padre una noche, unos cuantos años después, cuando volvían de una tarde de pesca.

Hay también escritos de carácter esencialmente político, como ‘Using the C-Word’, en el que desmorona con sencillez y conocimiento el mito de que no existen las clases sociales en Australia. Son tremendamente reveladores los ensayos en los que revela su significativa participación en la campaña para salvar los arrecifes de Ningaloo, ‘The Battle for Ningaloo Reef’ (Winton donó el dinero del premio Miles Franklin que ganó con Dirt Music para sostenerla), y ‘Lighting Out’, un relato autobiográfico y metaliterario en el que explica por qué y cómo decidió rescribir esa misma novela y reducirla desde las casi 1200 páginas del manuscrito que se negó a enviar a la editorial a menos de la mitad. Qué pena que después Destino la arruinara al publicarla en castellano.

Escrita en su acostumbrado lenguaje coloquial, la prosa de Winton posee un singular tono que combina el lirismo con la sencillez y la candidez y que a ratos suena a poesía íntima, bastas confesiones sin refinar, pero quizás por ello más redondas por lo que consiguen comunicar. Tanto en el agua como en la tierra Winton es un maestro de la descripción, capturando en imágenes brevemente expresadas el momento, el lugar, la esencia.

Otro de los ensayos en esta recopilación ofrece una curiosísima anécdota sobre la visión del clásico de Kubrick (basada en el libro de A.C. Clarke), 2001: Una odisea del espacio, cuando tenía ocho años, y la duradera influencia que ha tenido en su personalidad y en su escritura. Como con el resto de la ouvre de Winton, me parece difícil que vaya a ver la luz en castellano, o en catalán, lo cual es una lástima. A ver si hay algún editor que se anima.

La lucha por el arrecife de Ningaloo resultó ser algo más que una riña en torno a un proyecto de complejo turístico: fue un combate entre dos formas de ver la vida. En una esquina, el persistente ethos del colonizador, la suposición colonial de que la naturaleza existe para ser explotada – que no tiene un valor intrínseco, que siempre habrá más. Y en la parte opuesta, la idea de que la naturaleza tiene valor por derecho propio – que hace falta estudiarla, cuidarla y utilizarla con sumo cuidado para incrementar sus posibilidades de perdurar, porque todos sus sistemas son finitos. (‘The Battle for Ningaloo Reef’, p. 159, mi traducción). Fotografía de Eugene Regis.

La evidencia sugiere que nos atribuiremos el permiso de hacerle al tiburón cualquier cosa. Es por eso que continúa prosperando el bárbaro comercio de la aleta de tiburón, es por eso que los grandes tiburones pelágicos han desaparecido en todo el mundo sin que nadie se inmute, es por eso que es improbable que los chicos que mutilan y torturan a los tiburones bajo los muelles de los municipios costeros de toda Australia reciban una reprimenda, por no hablar de que sean condenados por infracción alguna, y es por eso que a la gente biempensante en ciudades como Sydney y Melbourne les parece bien comprar carne de tiburón bajo el nombre comercial falso y engañoso de flake, aun a medida que sus números decrecen. De todos los recursos pesqueros cercanos al colapso, el tiburón es el que menos probabilidades tiene de avivar nuestra conciencia colectiva. Porque fundamentalmente el tiburón no importa – he ahí el subtexto tenaz, perenne. La demonización de los tiburones nos ha cegado la vista, no solamente respecto a nuestro propio salvajismo, sino también a nuestra despreocupada hipocresía. (‘Predator or Prey’, página 209, mi traducción)

Puede que Australia sea un país deslumbrantemente próspero, y dispuesto a proyectar la imagen de una sociedad sin clases para el país mismo y para los demás, pero todavía está estratificada socialmente, aun si son menos los indicadores obvios de la distinción de clases que existían hace cuarenta años. El acento no es, por supuesto, uno de ellos. Tu código postal pudiera resultar revelador, pero no es concluyente. Ni siquiera la ocupación de una persona puede ser algo fiable, y este mundo superficial jamás ha resultado ser tan complicado para hacerle una lectura. En una época de regímenes de crédito relajados, lo que la gente vista o conduzca es algo engañoso, igual que lo es el tamaño de las casas en las que viven. A los australianos les ha dado por vivir de manera ostentosa, proyectando aspiraciones sociales que deben más a la industria del entretenimiento que a una ideología política. La medida más sólida del estatus social de una persona es la movilidad, y la principal fuente de ella reside en los ingresos. Bien nazcas con dinero, bien lo acumules, es la riqueza lo que determina la elección de educación, vivienda, atención sanitaria y empleo. Es también un indicador de salud y de longevidad. El dinero continúa hablando con la voz más alta, incluso cuando lo a veces lo haga desde las comisuras de la boca, Aun si habla con la boca completamente tapada. Y a los gobiernos ya no les apetece realizar una redistribución de la riqueza. Tampoco les gusta intervenir para abrir enclaves y derribar barreras que impiden la movilidad social. Según parece, estas son tareas cuya responsabilidad recae en el individuo. (‘Using the C-Word’, p. 231-2, mi traducción). Fotografía de D.A. Eaton.

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