Sergio Olguín, Oscura monótona sangre (Barcelona: Tusquets Editores, 2010). 184 páginas.
Que el dinero no
da la felicidad es algo tan evidente que cae por su propio peso. Sin embargo,
los que ostentan posiciones de poder y tienen muchos ceros detrás de la primera
cifra de su saldo en la cuenta corriente pueden permitirse a veces crear un mundo
aparte, e incluso darle ciertos visos de realidad a cualquier fantasía que
alberguen, hasta el punto de vender su alma en pos de la consecución de ese
sueño que se resiste a hacerse realidad. Está claro, no obstante, que hay un
precio muy alto a pagar: la degradación moral que conlleva esa actitud de no
detenerse ante nada les pasará factura, antes o después.
El dibujo
bastante esquemático que presenta Olguín de la ciudad de Buenos Aires en Oscura monótona sangre no debe
confundirnos. Es una ciudad donde hay una encarnizada lucha de clases, y Olguín
transmite bien la tensión que se palpa en las calles (“Al pasar la cancha de
Huracán, el paisaje comienza a cambiar: descampados del lado sur, galpones que
parecen abandonados a mano norte. … [los automovilistas] disminuyen la
velocidad unos metros antes para intentar no pararse del todo o dejan una
distancia considerable entre auto y auto para poder arrancar de improviso.
Tienen miedo de que alguien se acerque y les robe.”)
Julio Andrada es
un empresario de origen muy humilde, que heredó un negocio a partir del cual
hizo una gran fortuna y escaló muchos peldaños en la escala social. Olguín nos
dice que “hacía ya como treinta años que había tomado por última vez un
colectivo y jamás se había subido a un tren de superficie o
subterráneo.”Andrada tiene todo a lo que podría haber aspirado cuando era un
joven operario que laburaba muchas horas en la fábrica; pero la naturaleza
humana es débil e inconformista, y quien tiene mucho dinero se acostumbra a
conseguir siempre lo que quiere, sin que le importen las consecuencias para los
demás. Pero su realidad le aburre, no le satisface.
Sabiendo que un
billete de cien pesos compra varias veces el cuerpo de una adolescente que hace
la calle, Andrada se sube a su coche de recio motor alemán y conduce hasta las
inmediaciones de la villa 21, una villa miseria más de las que decoran el
paisaje conurbano del gran Buenos Aires. A la ventanilla se acerca Daiana, de
quince años, que sube al coche y se gana su platita para comprarse paco. Pero eso no le basta a
Andrada, que a los pocos días añora a Daiana. De modo que vuelve a la avenida a
buscarla, y al no encontrarla, contrata a la Luli. Ella le intenta robar, pero
Andrada la persigue y recupera su billetera. Al volver al auto, se encuentra
con otro joven ladronzuelo en el coche. En la pelea, lo mata con el extintor de
fuegos.
Andrada se ha
metido en una espiral obsesiva e insiste en seguir adelante, cueste lo que
cueste. Olguín utiliza los estereotipos humanos para crear personajes que
podrían sin duda alguna reconocerse entre la abundante fauna humana bonaerense:
Atilio, el conserje y confidente; Arizmendi, policía federal retirado que hará
cualquier trabajito que le paguen; Florencia, la hija de papi rico, y un tanto
caprichosa. Es un mundo verosímil, el de Andrada. Oscura monótona sangre no va más allá de la crónica de unos
sucesos: ni explora sus causas ni busca convertirse en juicio moral de los
actos de Andrada.
La trama plantea
una versión apenas remozada del ya manido tema del viejo enamorado de una niña.
La obsesión de Andrada por tener a Daiana para sí solo raya lo ridículo: en
realidad, lo que Andrada quiere es el cuerpo de la chica. Y como tiene el
dinero para comprarlo, se encasqueta en esa idea y la lleva hasta sus últimas
consecuencias. La voz omnisciente del narrador nos dice de Andrada que “su
hija, su mujer y Daiana formaban parte de su mismo universo. Él lo veía ahora
claro y no le importaba lo que pensaran los demás. Él podía hacer convivir esa
escena familiar con su boca besando el sexo de la chica sobre una grúa.” Lo que
salva esta novela de Olguín es su ritmo narrativo, rápido y certero, que
ciertamente atrapa al lector y le lleva por las calles de Buenos Aires, en pos
de la siguiente temeridad o estupidez de Andrada.
No quiero dar a
conocer el final, pero sí diré que me decepcionó un poco. En aras de proseguir
con el hilo argumental a un ritmo cada vez más acelerado – que la novela se aproxime
a su desenlace no debiera implicar que el narrador pierda de vista el control de
su trama – Oscura monótona sangre
parece en la última parte (de las cinco que componen la novela) un caballo
desbocado. Es cierto, no obstante, que es Andrada el que avanza ciegamente hacia el final, ya
anunciado en el primer capítulo.
Por último, dado
que Oscura monótona sangre le valió a
Olguín el Premio Tusquets Editores de Novela del año 2009, al libro no le habría
nada mal que esos mismos editores le pusieran un poco de empeño a su trabajo.
Aparte de algunos errores de edición (“pero el whisky habían hecho su efecto”,
p. 100), cabe preguntarse si frases como “alerta meteorológico” o “aplicar para”
son ejemplos de un correcto castellano. Que yo sepa, no lo son.
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