J. M. Coetzee, The Childhood of Jesus (Melbourne: Text Publishing, 2013). 324 páginas.
El
excepcional chico de seis años, protagonista de la nueva novela de Coetzee, parece tener una
extraña visión del universo: no concibe los números como entes seguros, sino
como islas flotantes. Al contar, por ejemplo, de uno a dos, David teme caer en
la grieta que se abre entre esas dos cifras. Eugenio, compañero de trabajo de
Simón, el hombre que cuida del chico, le aconseja que le explique a David que “los
números constituyen una infinidad buena. ¿Por qué? Porque, al ser infinitos en
número, llenan todos los espacios del universo, bien apretados unos contra
otros, como ladrillos. De manera que estamos a salvo. No hay ningún lugar donde
caer.” La novela abunda en breves pero ricas sentencias como ésta, pero puede
que exista también un riesgo de que el lector pierda la paciencia al pasar de
un número a otro conforme avanzan los capítulos. ¿Estará a salvo si se cae?
La infancia de Jesús, como es de suponer que será
traducida The Childhood of Jesus, es
una novela densa en referencias al evangelio, pero también fuertemente marcada
por la lengua castellana. Un hombre y un chico, Simón y David, llegan a una
ciudad llamada Novilla tras dejar un campo de refugiados en el desierto llamado
Belstar (¿ecos de la estrella de Belén?), y después de un largo viaje por mar. No
sabemos de dónde vienen, ni de qué han huido. Sus nombres son adoptados y les
cuesta mucho comunicarse en castellano, la lengua de Novilla. Simón no es el
padre del chico, cuyo nombre nadie sabe, pero el hombre se ha comprometido a buscar
a su madre. David perdió en la travesía marítima una carta escrita por la madre,
que guardaba en una bolsa atada al cuello.
Simón
está convencido de que reconocerá a la madre de David cuando la vea. En esta
nueva vida (no van a pasar desapercibidos los muchos guiños bíblicos) los
ciudadanos no tienen pasado, están “limpios” de recuerdos. Novilla tiene
ciertamente una atmósfera de régimen totalitario, pero en ningún momento queda
explicitado que exista un sistema de vigilancia y de control: no parece existir
un Big Brother. Los ciudadanos de
Novilla no discuten de política, pero todos ellos parecen mostrar una exquisita
benevolencia hacia el prójimo, una buena voluntad que resulta inasequible al
desaliento o a acciones puramente malvadas (como el robo con violencia que
lleva a cabo el señor Daga en el muelle donde Simón encuentra trabajo como
estibador).
Puedes leer el resto de esta reseña en la Revista Hermano Cerdo.
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