Quizás con este
libro debería haberse incluido un pequeño catálogo de las pinturas a las que se
hace referencia en sus casi 350 páginas. Aunque los comentarios sobre los
cuadros son excelentes, es casi obligatorio mirar las imágenes para hacerse una
idea más completa y exacta de qué entraña cada una de ellas.
El inglés Morris
A. Duckworth (las iniciales no son una coincidencia gratuita) es residente de
Verona (como el autor, quien dedica la novela a los veroneses). Casado con la heredera
de una pudiente familia de la muy católica burguesía de la ciudad, ha logrado
hacerse un hueco entre la clase alta. Justo cuando le llega el honor de ser
nombrado hijo adoptivo y predilecto de la hermosa municipalidad del norte de
Italia decide embarcarse en un aparentemente descabellado proyecto: una grandiosa
exposición de arte que recorra la extraña obsesión de los artistas con el
asesinato. Pintar la muerte, como dice el título.
Lo curioso es que
Duckworth ha hecho del asesinato una de las bellas artes. A lo largo de los años
se ha pulido a las dos hermanas de su esposa Antonella, al exmarido de ésta, al
chófer y al pintor al que le encargaba copias de valiosísimos cuadros que luego
suplantaba con las imitaciones, amén de alguna que otra víctima más. Una
joyita, vamos.
Todo en esta
novela es engañoso, hasta la misma novela. Al comienzo de la trama, Duckworth
parece llevar las riendas de su vida con soltura, pero cuando la policía arresta
por conducta violenta a su hijo, seguidor incondicional del Hellas Verona (que
ocupa por estas fechas el último peldaño de la clasificación de la Serie A),
comienzan a torcérsele las cosas. Y en cierto modo, también se le tuercen, por desgracia,
al autor.
Lo que comienza
como una cómica novela negra, con una trama de thriller y un cáustico trasfondo
de crítica a la omnipresente corrupción de la Italia de Berlusconi se convierte
poco a poco en una enrevesada farsa, en un embrollo inconsecuente con un
desenlace previsible, personalmente muy poco satisfactorio.
Por el camino
quedarán tres muertos, diversas componendas y variados chanchullos que implican
al clero, la policía, a políticos locales y a diplomáticos libios. La masonería
hace acto de presencia con sus anacrónicos rituales iniciáticos. Y en todo este
pastel, Duckworth, acusado del primero de esos tres asesinatos, mantiene esperpénticas
conversaciones con los fantasmas de sus víctimas.
En suma, una gran
decepción, considerando que la
otra novela suya que había leído, Destiny,
me dejó un excelente sabor de boca. Aunque Parks escriba en una prosa briosa
que rebosa sátira e ingenio (se incluye a sí mismo en la novela bajo el nombre de Tim Parkes como el socorrido
escritor local a quien le piden en última instancia que escriba los comentarios
para el catálogo de la exposición), el resultado final parece un tanto desquiciado.
Para compensar, aquí
te dejo tres imágenes de esa ficticia exposición, incluidos los pies de foto que
Morris escribe en su “cautiverio” mientras espera la fecha para la vista de su
juicio.
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