Carlos Peramo, Media vuelta de vida (Barcelona: Ediciones B, 2009). 527 páginas.
Una de las debilidades
recurrentes en el panorama narrativo español actual es la absurda tendencia a
despreciar el formato de la narración breve (o si se prefiere, el cuento, tal
como se le ha llamado toda la vida) en favor de la fórmula de la carrera de
fondo, la novela. Esta resulta ser mucho más exigente en todos los aspectos
narratológicos, por lo que ese empecinamiento en escribir novelas termina por
producir algunas mediocridades, cuando no engendros verdaderamente indigeribles.
En el caso de Media vuelta de vida,
una trama óptima con temas de interés, que podría muy certeramente haberse
resuelto en menos de 50 páginas, se extiende hasta más allá de las 500, con poco
disfrute añadido para el lector.
En una de las ciudades
del cinturón industrial que rodea la Barcelona de mediados de los 80, Ángel
Daldo, el típico chaval discotequero y una pizca fantasmón, parece haber
encontrado un puesto de trabajo fijo en la misma empresa en la que trabaja su
padre. En el ladrillar, Ángel maneja el toro (la simbología del vehículo no me
pasó desapercibida) en un universo totalmente masculino si no machista. Es un
escenario bastante duro para un chico de veintiún años, condenado a ser el eterno
novato para sus compañeros, esos legendarios currantes de la copa diaria de
brandy con el desayuno, haga frío o calor.
A diferencia de
sus amigos Félix y Sadurní, Ángel ni siquiera llegó a completar el graduado
escolar: el sueldo le permite pagarles las copas a sus amigos estudiantes en
Casino, el garito local en el que a veces consiguen chicas. Una de ellas es
Belén, a la que Ángel persigue un día hasta lograr que salga con él.
Los amigos de
Ángel lo han bautizado como “Angelito de la muerte”. Algo de obsesión por la parca
sí parece haber en el muchacho. En el primer capítulo, Ángel nos cuenta cómo
uno de los compañeros del ladrillar, Linares, le pide que le acompañe a echar
al fuego de los hornos de la fábrica a los cachorros que acaba de parir su
perra Rafaela. Cuando solamente queda uno, Linares le sugiere que sea él,
Ángel, el que lo arroje al fuego. Y lo hace, pese a los posteriores
remordimientos. Es la primera indicación de que lo de Daldo tiene que
resolverse de mala manera.
Unos días después
Linares le pide a Ángel que repare el techo de la casa donde vive en el
ladrillar. Linares es una especie de vigilante y encargado de mantenimiento de
la fábrica, un viejo huraño y alcoholizado al que nadie hace caso. A lo largo
de los días, entre el joven Daldo y el viejo Linares comienza a surgir una
extraña relación: Ángel se siente al mismo tiempo atraído y repelido por el
viejo, y su curiosidad irá en aumento conforme Linares le vaya revelando
detalles de su vida: cómo emigró desde Almería, quiénes eran sus padres. El
enigma es descubierto cuando Linares le explica que su padre era “ejecutor de
sentencias” durante la época franquista adscrito a la Audiencia de Sevilla. Un
verdugo especializado en el funcionamiento del garrote vil.
Exécution d`un assassin a Barcelone, un grabado de Gustave Doré. |
Tras romper con
Belén y terminar la reparación del techo de la casa de Tanco Linares, las cosas
se complican para Ángel Daldo. Belén y su nuevo novio están preparando un
trabajo de recuperación de verano en una asignatura suspendida, Historia, y gracias a un chivatazo
de Ángel, se presentan en la casa de Linares exigiéndole una entrevista. El enfrentamiento inevitable derivará en un brutal desenlace.
Media vuelta de vida tiene por lo tanto un trasfondo histórico – la
época tenebrosa de esa España negra y truculenta que persiste en la sociedad
española contemporánea, a través de las mal llamadas “fiestas populares”
tradicionales en las que inocentes animales son tratados salvajemente cuando no
finiquitados en medio del repugnante regocijo de individuos ebrios o sedientos de sangre.
En parte Bildungsroman, en parte
novela realista en la más amplia tradición narrativa peninsular, la novela es
excesivamente minuciosa en detalles (¿a quién narices le importa el nombre de
la marca de papas que piden los chicos en el bar mientras ven un partido de
fútbol? ¿De verdad cree el autor que ese frívolo detalle añade algo a la
novela?) y demasiado extensa en páginas. Algunos párrafos debieran ser causa de
sonrojo: “Llegué a casa a las nueve y media pasadas y me senté a cenar sin
ducharme porque mis padres ya habían empezado; el vapor del aceite caliente flotaba
sobre los fogones, se había apoderado de las paredes y de cada soplo de aire,
difuminaba a mis padres, y el anís vomitado de Linares seguía estancado en el
fondo de mi nariz, y arruinaba el olor a tortilla de patata que impregnaba mi
casa los jueves por la noche.” (p. 272-3) LOL. En fin, dios nos pille bien
cenados esta noche.
Narrada en
primera persona, Peramo abusa hasta lo insoportable de la interpelación del
narrador al lector a través de las incontables preguntas sin respuesta que
Ángel se hace. El libro habría merecido una edición mucho más estricta – o
simplemente estricta, mucho me temo que no hubiera ni siquiera un mínimo intento
de edición – además de la consabida
corrección de galeradas que, cada vez más, parece ser un aspecto que los
editores españoles consideran superfluo. Un botón de muestra, en la página 297:
“Escudé se encogió de hombros no me pareció un gesto de duda [sic, sin coma ni
punto ni nada que se le parezca], sino de fatalidad. — Pues al desgüace [sic] — respondió.”
Desguacen ustedes a quien hizo este pésimo trabajo de edición. Bruguera, los
lectores – que son sus clientes, no lo olviden – se merecen algo mejor. Debieran preocuparse de que al
menos haya unos mínimos de cuidado en el tratamiento del texto.