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5 jun 2015

Reseña: The Fishermen, de Chigozie Obioma

Chigozie Obioma, The Fishermen (Brunswick: Scribe, 2015). 293 páginas.

“What we don't understand we can make mean anything”, dice una cita de Chuck Palahniuk. O lo que es lo mismo, el ser humano otorgará un sentido a todo lo que no comprenda, y es por eso que algunos se dejan llevar por la superstición, y en determinadas circunstancias, puede que lo hagan hasta sus últimas consecuencias. Allá ellos.


No todos podemos ganar una medalla de oro, Benjamin. Foto tomada de la BBC.
Benjamin es el cuarto hijo de una familia numerosa en la ciudad de Akure, en Nigeria, mediada la década de los 90. Sus tres hermanos mayores son Ikenna, Boja y Obembe. Hay también dos más pequeños, David y Nkem. No son ricos, pero no pasan penurias. El padre trabaja para el Banco Central de Nigeria y un buen día le comunican que tiene que ausentarse por un largo periodo de tiempo. La madre tiene una parada en el mercado. Fuera de las horas que pasan en la escuela, los cuatro muchachos tienen tiempo libre para jugar a fútbol o hacer cosas propias de su edad. El padre habla de ellos con orgullo: como cualquier progenitor, sueña con que tengan éxito en la vida y sean médicos, pilotos, catedráticos, abogados.

Una vista de Akure. Fotografía de Okorojude
El río que cruza la ciudad es el Omi-Ala, y un día Ikenna convence a sus hermanos de que pueden convertirse en pescadores. En compañía de otros niños de la vecindad aprestan unas cañas y a escondidas de sus padres se escabullen a pescar en las orillas del río, sucio y fétido. En una de esas tardes la cuadrilla de pescadores se topa con un chiflado y hediondo vagabundo, Abulu, de quien las habladurías populares dicen que lee el futuro y puede enunciar profecías. El encuentro con este personaje será definitorio desde el mismo momento en que Abulu pronuncia el nombre de Ikenna, a quien en teoría no conoce de nada. Instigado por la curiosidad de los muchachos, Abulu lanza una profecía justo en el momento en que un avión pasa por encima de sus cabezas. Solamente Boja dice haber oído las palabras del loco. Según Abulu, Ikenna nadará en un río rojo del cual no volverá a levantarse, y será un pescador el que le quite la vida.

Desde ese día, y pese a los azotes que reciben los cuatro de su padre, la vida de los hermanos cambiará por completo. Ikenna sufre una metamorfosis inexplicable y empieza a enemistarse con su hermano Boja, con quien tenía la mejor de las relaciones. El mayor de los hermanos interpreta la profecía del loco como que será su propio hermano Boja el que ponga fin a su vida. En un principio, Ikenna (la historia nos es narrada a través de la mirada de Benjamin, que a la sazón cuenta con 9 años de edad) se vuelve quisquilloso y huraño, poco a poco su alejamiento de la familia crece en intensidad, hasta desaparecer días completos o encerrarse en el dormitorio que hasta entonces había compartido con Boja. La violencia se torna en espiral imparable, y una discusión entre ambos degenera en una pelea en toda regla. Mientras Obembe y Benjamin salen de la casa en busca de un adulto que ponga fin a la pelea, Boja le clava un cuchillo a Ikenna, cuyo cuerpo queda tendido en la cocina en un río de sangre. Se ha cumplido la profecía.

Tras el fatal desenlace, Boja parece haber huido. Entierran a Ikenna, y cuatro días después aparece Boja. Flotando en el pozo. Obioma maneja con excelente sutileza la narración de unas semanas de horror, dolor en la familia, y del enloquecimiento de su madre, combinando perfectamente la perspectiva del niño Benjamin con la del narrador adulto. Esta es la predominante, la que pone orden y reflexión, y articula la historia, mientras que la del niño se fija más en las experiencias y recuerdos sensoriales.

Obioma escribe en una prosa elegante, inserta con frecuencia frases del igbo natal de los personajes y calca curiosos proverbios y la rica fraseología local, recordando al lector que el inglés es un idioma suplementario en Nigeria. Hace asimismo un uso abundante pero no excesivo de la metáfora: de hecho, muchos de los capítulos se inician con una en la que se equipara a un personaje (o varios, si es el caso) con un animal. “Padre era un águila”; “Ikenna era una pitón”; “Abulu era un leviatán”.

Son obvios los ecos bíblicos a Caín y Abel, y a los pescadores que Jesús alistó para predicar su evangelio. A diferencia de otras novelas situadas en Nigeria (me viene a la cabeza The Famished Road, de Ben Okri), la dimensión metafísica de los espíritus apenas tiene relevancia en The Fishermen. Es desde luego más evidente que la misma narración del desastre que sufre la familia Agwu es una alegoría de la historia reciente de Nigeria, y Obioma no escatima en referencias históricas, como el encuentro que los cuatro hermanos tienen con el candidato presidencial MKO Abiola, quien tras supuestamente ganar las elecciones fue detenido por la junta militar y murió años después, todavía en prisión.

Portada del manifiesto de M.K.O. Abiola: Hope'93. Fotografía de Limburg. 
El terrible desenlace que pone fin a la profecía y a la vida de Abulu le permite a Obioma ampliar la historia y agregar los datos necesarios para que el lector ate cabos. The Fishermen parece envuelta en un aura de simplicidad, pero es engañosa: hay una sutil corriente humorística en su subtexto, apoyada en la gran tradición oral africana. Es en todo caso un tipo de literatura muy distinto de Americanah, de Chimamanda Ngozi Adichie, por poner un ejemplo reciente.

Benjamin aprende a una edad muy temprana que en algunas personas, la creencia ciega en algo no demostrable puede convertirse en algo eterno e indestructible, en un dogma que nos arrastra hacia la perdición y destruir nuestros recuerdos e incluso nuestras percepciones.

En una excelente novela de un debutante del que cabe esperar más cosas en un futuro, uno de los aspectos más destacados de The Fishermen es para mí el modo en que Obioma construye imágenes muy detalladas basadas en matices que apelan a los cinco sentidos del lector. Un botón de muestra es la descripción del loco Abulu poco antes de que los dos hermanos pequeños de la familia Agwu pongan fin a su vida a orillas del Obi-Ala:

Ahora que lo tenía bien cerca y estaba seguro de que iba a morir, dejé que mis ojos hicieran inventario del loco. Tenía el aspecto de un poderoso hombre antiguo, de cuando los hombres hacían añicos todo lo que agarraban con las manos. Tenía una cara feraz, con una barba que se extendía desde las mejillas hasta la barbilla. Un tieso bigote le cubría la boca como si se lo hubieran puesto allí con finas pinceladas de carboncillo. El pelo estaba largo, sucio y enredado. Gruesos grumos de pelo le cubrían también una buena parte del pecho, el rostro arrugado y cetrino, el centro de la pelvis y rodeándole el pene. Sus uñas eran grandes y alargadas, y en los huecos debajo de ellas se habían amontonado la mugre y la suciedad.

       Observé que portaba en su cuerpo una variedad de olores, el más detectable de los cuales era un tufo fecal que flotaba hacia mí cual zumbido de moscas cuando me acercaba a él. Este olor, pensé, pudiera haber sido consecuencia de que hubiera dejado pasar mucho tiempo sin limpiarse el culo después de excretar. Apestaba a sudor estaba acumulado en la densa mata de pelo que le cubría las regiones púbicas y las axilas. Olía a comida podrida, y a heridas abiertas y a pus, y a fluidos corporales y desechos. Hacía pensar en metales oxidados, en materia putrefacta, en ropas viejas, en la ropa interior abandonada que a veces se ponía. También olía a hojas, a enredaderas, a los mangos en descomposición al lado del Omi­-Ala. A la arena de la orilla del río, incluso a la misma agua. Arrastraba el olor de bananeros y guayabos, al polvo del harmatán, a la ropa tirada al contenedor de la basura que estaba detrás de la tienda del sastre, a los restos de carne que quedaban en el matadero de la ciudad, a los restos de cosas devoradas por los buitres, a los condones usados en las inmediaciones del motel La Room, a agua y suciedad de alcantarilla, al semen de las eyaculaciones que había derramado sobre sí mismo cada vez que se había masturbado, a fluidos vaginales, a mucosidades resecas. Pero eso no era todo: olía a cosas inmateriales. Olía a las vidas rotas de otros, y a la quietud en sus almas. Olía a cosas desconocidas, a extraños elementos, a cosas temibles y olvidadas. Olía a muerte. (p. 221-2, mi traducción)


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