Chigozie Obioma, The Fishermen (Brunswick: Scribe, 2015). 293 páginas.
“What we don't understand we can make mean anything”, dice una cita de Chuck Palahniuk. O lo que es lo mismo, el ser humano otorgará un sentido a todo lo que no comprenda, y es por eso que algunos se dejan llevar por la superstición, y en determinadas circunstancias, puede que lo hagan hasta sus últimas consecuencias. Allá ellos.
“What we don't understand we can make mean anything”, dice una cita de Chuck Palahniuk. O lo que es lo mismo, el ser humano otorgará un sentido a todo lo que no comprenda, y es por eso que algunos se dejan llevar por la superstición, y en determinadas circunstancias, puede que lo hagan hasta sus últimas consecuencias. Allá ellos.
No todos podemos ganar una medalla de oro, Benjamin. Foto tomada de la BBC. |
Benjamin es el
cuarto hijo de una familia numerosa en la ciudad de Akure, en Nigeria, mediada
la década de los 90. Sus tres hermanos mayores son Ikenna, Boja y Obembe. Hay
también dos más pequeños, David y Nkem. No son ricos, pero no pasan penurias. El
padre trabaja para el Banco Central de Nigeria y un buen día le comunican que
tiene que ausentarse por un largo periodo de tiempo. La madre tiene una parada en
el mercado. Fuera de las horas que pasan en la escuela, los cuatro muchachos
tienen tiempo libre para jugar a fútbol o hacer cosas propias de su edad. El
padre habla de ellos con orgullo: como cualquier progenitor, sueña con que tengan
éxito en la vida y sean médicos, pilotos, catedráticos, abogados.
Una vista de Akure. Fotografía de Okorojude |
El río que cruza
la ciudad es el Omi-Ala, y un día Ikenna convence a sus hermanos de que pueden
convertirse en pescadores. En compañía de otros niños de la vecindad aprestan
unas cañas y a escondidas de sus padres se escabullen a pescar en las orillas
del río, sucio y fétido. En una de esas tardes la cuadrilla de pescadores se
topa con un chiflado y hediondo vagabundo, Abulu, de quien las habladurías
populares dicen que lee el futuro y puede enunciar profecías. El encuentro con
este personaje será definitorio desde el mismo momento en que Abulu pronuncia
el nombre de Ikenna, a quien en teoría no conoce de nada. Instigado por la
curiosidad de los muchachos, Abulu lanza una profecía justo en el momento en
que un avión pasa por encima de sus cabezas. Solamente Boja dice haber oído las
palabras del loco. Según Abulu, Ikenna nadará en un río rojo del cual no
volverá a levantarse, y será un pescador el que le quite la vida.
Desde ese día, y
pese a los azotes que reciben los cuatro de su padre, la vida de los hermanos
cambiará por completo. Ikenna sufre una metamorfosis inexplicable y empieza a
enemistarse con su hermano Boja, con quien tenía la mejor de las relaciones. El
mayor de los hermanos interpreta la profecía del loco como que será su propio
hermano Boja el que ponga fin a su vida. En un principio, Ikenna (la historia
nos es narrada a través de la mirada de Benjamin, que a la sazón cuenta con 9
años de edad) se vuelve quisquilloso y huraño, poco a poco su alejamiento de la
familia crece en intensidad, hasta desaparecer días completos o encerrarse en
el dormitorio que hasta entonces había compartido con Boja. La violencia se
torna en espiral imparable, y una discusión entre ambos degenera en una pelea
en toda regla. Mientras Obembe y Benjamin salen de la casa en busca de un
adulto que ponga fin a la pelea, Boja le clava un cuchillo a Ikenna, cuyo
cuerpo queda tendido en la cocina en un río de sangre. Se ha cumplido la
profecía.
Tras el fatal
desenlace, Boja parece haber huido. Entierran a Ikenna, y cuatro días después
aparece Boja. Flotando en el pozo. Obioma maneja con excelente sutileza la
narración de unas semanas de horror, dolor en la familia, y del enloquecimiento
de su madre, combinando perfectamente la perspectiva del niño Benjamin con la
del narrador adulto. Esta es la predominante, la que pone orden y reflexión, y
articula la historia, mientras que la del niño se fija más en las experiencias
y recuerdos sensoriales.
Obioma escribe en una prosa elegante, inserta con frecuencia frases del
igbo natal de los personajes y calca curiosos proverbios y la rica fraseología
local, recordando al lector que el inglés es un idioma suplementario en
Nigeria. Hace asimismo un uso abundante pero no excesivo de la metáfora: de
hecho, muchos de los capítulos se inician con una en la que se equipara a un
personaje (o varios, si es el caso) con un animal. “Padre era un águila”;
“Ikenna era una pitón”; “Abulu era un leviatán”.
Son obvios los ecos bíblicos a Caín y Abel, y a los pescadores que Jesús
alistó para predicar su evangelio. A diferencia de otras novelas situadas en
Nigeria (me viene a la cabeza The
Famished Road, de Ben Okri), la dimensión metafísica de los espíritus
apenas tiene relevancia en The Fishermen.
Es desde luego más evidente que la misma narración del desastre que sufre la
familia Agwu es una alegoría de la historia reciente de Nigeria, y Obioma no
escatima en referencias históricas, como el encuentro que los cuatro hermanos
tienen con el candidato presidencial MKO Abiola, quien tras supuestamente ganar
las elecciones fue detenido por la junta militar y murió años después, todavía
en prisión.
Portada del manifiesto de M.K.O. Abiola: Hope'93. Fotografía de Limburg. |
El terrible desenlace que pone fin a la profecía y a la vida de Abulu le
permite a Obioma ampliar la historia y agregar los datos necesarios para que el
lector ate cabos. The Fishermen
parece envuelta en un aura de simplicidad, pero es engañosa: hay una sutil
corriente humorística en su subtexto, apoyada en la gran tradición oral
africana. Es en todo caso un tipo de literatura muy distinto de Americanah, de Chimamanda
Ngozi Adichie, por poner un
ejemplo reciente.
Benjamin aprende
a una edad muy temprana que en algunas personas, la creencia ciega en algo no
demostrable puede convertirse en algo eterno e indestructible, en un dogma que
nos arrastra hacia la perdición y destruir nuestros recuerdos e incluso
nuestras percepciones.
En una excelente
novela de un debutante del que cabe esperar más cosas en un futuro, uno de los
aspectos más destacados de The Fishermen es para mí el modo en que Obioma
construye imágenes muy detalladas basadas en matices que apelan a los cinco
sentidos del lector. Un botón de muestra es la descripción del loco Abulu poco
antes de que los dos hermanos pequeños de la familia Agwu pongan fin a su vida
a orillas del Obi-Ala:
Ahora que lo tenía bien cerca y estaba seguro de
que iba a morir, dejé que mis ojos hicieran inventario del loco. Tenía el
aspecto de un poderoso hombre antiguo, de cuando los hombres hacían añicos todo
lo que agarraban con las manos. Tenía una cara feraz, con una barba que se
extendía desde las mejillas hasta la barbilla. Un tieso bigote le cubría la
boca como si se lo hubieran puesto allí con finas pinceladas de carboncillo. El
pelo estaba largo, sucio y enredado. Gruesos grumos de pelo le cubrían también
una buena parte del pecho, el rostro arrugado y cetrino, el centro de la pelvis
y rodeándole el pene. Sus uñas eran grandes y alargadas, y en los huecos debajo
de ellas se habían amontonado la mugre y la suciedad.
Observé que portaba en su
cuerpo una variedad de olores, el más detectable de los cuales era un tufo
fecal que flotaba hacia mí cual zumbido de moscas cuando me acercaba a él. Este
olor, pensé, pudiera haber sido consecuencia de que hubiera dejado pasar mucho
tiempo sin limpiarse el culo después de excretar. Apestaba a sudor estaba acumulado
en la densa mata de pelo que le cubría las regiones púbicas y las axilas. Olía
a comida podrida, y a heridas abiertas y a pus, y a fluidos corporales y desechos.
Hacía pensar en metales oxidados, en materia putrefacta, en ropas viejas, en la
ropa interior abandonada que a veces se ponía. También olía a hojas, a
enredaderas, a los mangos en descomposición al lado del Omi-Ala. A la arena de
la orilla del río, incluso a la misma agua. Arrastraba el olor de bananeros y
guayabos, al polvo del harmatán, a la ropa tirada al contenedor de la basura que
estaba detrás de la tienda del sastre, a los restos de carne que quedaban en el
matadero de la ciudad, a los restos de cosas devoradas por los buitres, a los
condones usados en las inmediaciones del motel La Room, a agua y suciedad de
alcantarilla, al semen de las eyaculaciones que había derramado sobre sí mismo
cada vez que se había masturbado, a fluidos vaginales, a mucosidades resecas. Pero
eso no era todo: olía a cosas inmateriales. Olía a las vidas rotas de otros, y
a la quietud en sus almas. Olía a cosas desconocidas, a extraños elementos, a
cosas temibles y olvidadas. Olía a muerte. (p. 221-2, mi traducción)