José María Guelbenzu, El amor verdadero (Madrid: Ediciones Siruela, 2010). 584 páginas.
Que la narrativa española
actual más conocida presenta por lo general un panorama, si no desolador, al
menos muy preocupante, no debe de ser noticia para nadie. A las listas de los libros
más vendidos me remito. Realmente es difícil encontrar un novelista cuya obra
reciente merezca el calificativo de excelente, o simplemente muy buena.
Pudiera ocurrir
que un lector habitual de novela española, harto ya de añagazas
pseudometafísicas (Fin o Marcos Montes, por poner dos ejemplos que
fueron en su día muy populares) o de malabarismos narrativos con un cierto deje
narcisista (Ejército enemigo), lea,
todavía con alguna esperanza, alguna reseña en esos suplementos culturales que
todos conocemos, y que opte por dar algún crédito a lo que le dicen en ellas
los “expertos”.
El amor verdadero es la primera novela que he leído de José María
Guelbenzu, quien hace acto de presencia de manera muy habitual con sus reseñas
en Babelia. Es también muy probable,
dicho sea de paso, que sea la última, al menos en mi caso. Y no es que sea
rematadamente mala. Nada de eso. Guelbenzu tiene mucho oficio, pero no me
resulta notable. Para mí, tras haber leído El
amor verdadero, no es un autor imperdible.
Con un
planteamiento en principio harto ambicioso, Guelbenzu busca abarcar casi
sesenta años de historia de España a través de una narración plagada de múltiples
puntos de vista, de la vida y la relación de un matrimonio, Andrés Delcampo y
Clara Zubia, quienes repetidamente admiten que el otro es el hombre/la mujer de
su vida. Nacidos ambos en un pueblo castellano en los primeros años de la
durísima posguerra, Andrés y Clara quedan emparejados gracias al hechizo que
lleva a cabo el tío de Clara, Cadavia. Más que el azar, Guelbenzu nos quiere
dar a entender que es el tesón pasional de ambos, Andrés y Clara, lo que los empuja a
encontrarse en Madrid cuando empiezan a hacer vida propia como estudiantes
universitarios. Una pareja de “personas corrientes, no…vulgares”, cuya lealtad,
respeto y afecto mutuo son la envidia de casi todos los que los conocen. Pero,
¿son realmente tan leales y fieles como parece?
Así como en sus
inicios El amor verdadero cautiva en
parte por la brillantez del lenguaje, y en parte gracias a un aciago episodio
de posguerra que la niña Clara describe, y cuya importancia queda un tanto
diluida, al aparecer casi trescientas páginas después, la novela se desdibuja
por momentos, en tanto que Guelbenzu insiste en recargar la narración con detalles
de anécdotas y chismorreos sobre prácticamente cada uno de los personajes secundarios,
además de alguna que otra disquisición moralizante en torno a la política
española de la transición y los primeros años de la democracia. Podría
apuntarse también que el texto se hubiera beneficiado de una revisión con
espíritu crítico: en concreto, en el primer capítulo de la Primera Parte, la
machacona inclusión de frases introductoras (“En el despacho.” “En la
galería.”) para indicarle al lector dónde tiene lugar el diálogo que sigue. Son
totalmente superfluas, y por tanto son un incordio.
Por otra parte, tanto
bailoteo de voces narradoras (son tres: Andrés, Clara y un narrador
omnisciente, en ocasiones un pelín condescendiente) y de posicionamientos
temporales terminó por incomodarme. A mi parecer, cuando el autor obliga a que cada
dos o tres páginas el lector tenga que adaptarse a una voz narradora “distinta”
– lo pongo entre comillas porque no son tan diferentes, exceptuando algunos pasajes
muy bien trabajados (he ahí el buen oficio novelista de Guelbenzu al que aludía
antes), corre el riesgo innecesario de cansar al lector.
Incluso los
primeros monólogos interiores de Clara Zubia me parecieron un poco acartonados,
les faltaba vida: el abuso de los coloquialismos y las frases hechas no es
suficiente para dotar de vida a un personaje:
“Lo cierto es que me gusta Andrés, me encanta Andrés, estoy enamorada de él, pero tiene que sufrir. Hasta que no sufra no hay tu tía. Si a los chicos les pones las cosas fáciles, preparate a que te dejen colgada o, lo que es peor, te tengan ahí aparcada mientras ellos vienen y van. No es que a mí me guste este plan, es que las cosas son así.” (p. 107)
“Voy a trincar a Andrés, ya está bien de jugar al gato y al ratón, o sea, a la gata y al ratón. Aunque también lo puedo dejar para después del verano, sí, buena idea, que espere un poco más […] reconócelo Clara, te encantaría pasar el verano con él. Pero ¿dónde? ¿Sin dinero? Es un sueño. Qué asco ser jóvenes.Andrés es terco y no se apea fácilmente de sus errores. Pero si el tío Cadavia se decide a ayudarme, idea que se me acaba de ocurrir, podemos adelantar acontecimientos.” (p. 120-1)
Hay que reconocer
no obstante que a medida que avanza la novela, el personaje de Clara va
cobrando dimensiones gratamente sorprendentes, hasta convertirse en el
personaje principal, muy por encima de Andrés, al cual Guelbenzu no consigue en
mi opinión separar plenamente de esa condescendiente tercera voz narradora,
la voz omnisciente que al final se nos revela, à la Melville en Moby Dick,
como Asmodeo.
Hay otros
aspectos de El amor verdadero que
merecen comentario, como algunas interesantes referencias metaliterarias a la
situación actual de la literatura española (me pregunto si el propio Guelbenzu
habrá caído alguna vez en las malas prácticas que critica por voz de su
personaje Mateo Perdiz), y las numerosas citas de obras poéticas, generalmente
bien ajustadas al contenido de la novela.
Por lo demás, y
como es ya habitual en demasiadas ediciones españolas, hay unas cuantas erratas
y gazapos de edición, algunas gordas (“una día tan bueno” (p. 134), “se alienan
botellas” (p. 315), “atravesando por un periodo” (p. 310), o “ni un sólo
comentario” (p. 380)).
El amor verdadero
atraerá a muchos lectores poco exigentes, no me cabe ninguna duda. Es una
historia con indudable interés, pero con una estructura cansina, un tanto fatigosa. En
ocasiones al texto le falta frescura, y posiblemente le sobren muchas páginas.
En pocas palabras, a mí no me convence.