Marcelo Luján, La mala espera (Madrid: EDAF, 2009). 227 páginas.
“Alguien tendrá que
explicar alguna vez qué aspecto tiene la venganza, qué ropa usa y cómo respira.
Por lo pronto, eso que yo vi ahí parado, en silencio, con el pelo recogido y
los brazos como sogas a un costado del cuerpo, con un vaquero gastado y los
dedos bajo las mangas de un pulóver azul, será mi eterna imagen del desquite,
del resarcimiento final”.
Esto nos cuenta
el Nene (Rubén) hacia el final de La mala
espera, la primera novela del argentino Marcelo Luján, quien con ella se
llevó el Premio de Novela Negra Ciudad de Getafe de 2009. Entre este momento de
clarividencia única y el inicio de la trama, al Nene le van a ocurrir muchísimas
cosas, pocas de ellas buenas.
Rubén es un tipo bastante
inocente, digamos que un argentino más de los muchos que se marcharon a fines
del siglo pasado de su añorado Buenos Aires para buscarse la vida en España. El
Nene llega a Madrid con muchas ambiciones (“me como el mundo”), pero al poco
tiempo irá descubriendo que muchas de las decisiones que ha de tomar le vienen
dadas: los naipes están marcados. Pero ¿quién los ha marcado, y por qué?
Hábilmente
narrada en primera persona, la voz del Nene destila resonancias porteñas que se
mezclan con lo más castizo de la central ciudad que sigue siendo capital del estado
español. La trama avanza a golpes y a saltos, mientras la voz del narrador nos
lleva de vuelta a Buenos Aires para rememorar quién es Rubén y qué tipo de vida
dejó allá.
Al cabo de unos pocos
meses de malvivir en Madrid, Rubén se muda a la casa de un matrimonio conocido, el Pipo y su mujer francesa. Buscando
comerse el mundo, el Nene empieza a recibir encargos de trabajo para una “agencia”,
en la que una colombiana, llamada Angie, y otro argentino, Fangio, parecen
marcar los ritmos y delimitar territorios. Para entonces Rubén ya se ha establecido
en un piso céntrico propiedad de otro argentino, Nicolás, chico de familia
acomodada y seguidor incondicional del Valencia C.F.
La mayoría de los
trabajitos que realiza el Nene son de vigilancia: esperar y observar, observar
y esperar. Pero cuando Angie le calienta las ideas (y no solamente las ideas) y
le ofrece una suculenta tajada de un ingreso de varios kilos de cocaína vía
Lisboa desde Santo Domingo, las cosas empiezan a torcerse.
Siguiendo un
encargo (órdenes de Fangio) Rubén acude a un puticlub del que no saldrá por su
propio pie. La narración de la brutal golpiza que recibe y su consiguiente oscilación
entre la vida y la muerte en un hospital es de lo más conseguido que tiene la
novela. Cuando finalmente recobra la consciencia (el bazo jamás lo va a
recuperar), le viene también la conciencia de haber sido objeto de una trampa,
de que lo han ofrendado como sacrificio. Entonces tiene que averiguar quién o
quiénes querían quitárselo del medio, y luego (quizás) regresar a su vida en
Buenos Aires.
Cimentada en un
buen ritmo narrativo, La mala espera
abunda en curiosos pormenores, en sensaciones y recuerdos, y nos advierte (por
si hace falta hacerlo) de que el libre albedrío y el hampa son mutuamente excluyentes.
La trama sostiene perfectamente hasta el final el misterio de una venganza cultivada
y guardada durante muchos años, y su contundente desenlace no decepcionará a nadie.
Para quien disfrute del género de la novela negra, pienso que La mala espera será una lectura
satisfactoria.
Solamente una protesta
como lector y comprador de libros. ¿Es realmente tan difícil para las
editoriales producir libros que no contengan erratas? ¿Por qué no se puede hacer
a los libros una revisión a conciencia del texto para evitar cosas horripilantes
como “conciente” (p. 126)? ¿O es acaso esto reflejo, indicio y síntoma (lo digo
porque las páginas webs de los diarios españoles están también plagadas de
errores ortográficos y de redacción) de un mal ampliamente extendido entre la industria
editorial española? Yo compro mis libros, y quiero comenzar a exigir corrección.
Quiero el producto por el que pago, no un burdo sucedáneo dispuesto como sea por
el becario de turno.