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29 oct 2024

Reseña: Old God's Time, de Sebastian Barry

 
Sebastian Barry, Old God's Time (Londres: Faber & Faber, 2023). 261 páginas.

Tom Kettle, policía retirado viudo, pasa ahora sus días mirando el mar desde un pisito anexo a un castillo en Dalkey, en el extrarradio de Dublín. Su único vicio son los cigarros y la curiosidad por la gente que observa desde su balcon. Se está acostumbrando a la soledad y añora las visitas de su hija y las cartas de su hijo médico, que se fue a trabajar y vivir a los Estados Unidos. Un día recibe la visita (un tanto intempestiva, pues ya anochece) de dos colegas de la Garda, Wilson y O’Casey. El motivo es que los detectives están investigando un caso no resuelto de la década de los 60 que implicó a dos sacerdotes católicos acusados de violar a niños y niñas bajo su cuidado. Las denuncias cayeron en el saco roto de la jerarquía católica, pero uno de los dos pederastas (a los que Kettle y su colega por entonces investigaban) murió en circunstancias nunca aclaradas; el otro ha decidido recientemente elevar gravísimas acusaciones en torno al caso. ¿Quién lo ajustició? ¿En qué circunstancias? ¿Recuerda Kettle algo del caso que pudiera haber olvidado u obviado?

Cliff Castle, en Dalkey, le sirve a Barry para darle a Kettle un lugar donde sobrevivir a la tragedia y mimar su tristeza en la nostalgia. Fotografía de William Murphy.

Revolver en el pasado siempre resulta ser algo complejo y difícil porque la memoria nos falla a todos. Barry plantea una narración íntima, adoptando siempre el punto de vista de Kettle, que recuerda cómo conoció a June, su mujer, y la confesión que ella le hizo durante la noche de bodas: había sido víctima de abusos sexuales de un sacerdote. Como tantísimos niños irlandeses en su época, también Kettle, huérfano de padre y madre, sobrevivió a los maltratos de su infancia y entiende perfectamente el ansia de justicia que tiene June.

En Old God’s Time, Barry aborda el tremendo efecto que los traumas pueden tener sobre la memoria. No es que quiera revelar nada del desenlace, pero la manera en que Barry gestiona el progreso de la narración hacia el final de esta novela es, en una palabra, magistral. Aunque Barry va dejando caer algunas pistas aquí y allí, la realidad del dolor y el sufrimiento por los que ha pasado Tom Kettle solamente se hace manifiesto después de más de ciento cincuenta páginas. Tom Kettle se ha quedado completamente solo en el mundo: no solamente ha perdido a June, también perdió a sus dos hijos en diferentes circunstancias, nada agradables.

No sorprende, pues, que Kettle viva en una especie de fantasía, rodeado de fantasmas propios y ajenos, de visiones desdibujadas y recuerdos diluidos por el paso del tiempo. Y tampoco debería sorprendernos, pues, que en el desarrollo de la novela existan contradicciones, cronologías alternativas que chocan entre sí, un pasado que, idealizado o no, aprieta las tuercas del presente en el que tiene que sobrevivir Kettle. Es, en definitiva, la historia de la relación de Irlanda con los crímenes de la Iglesia Católica, asunto que otros autores irlandeses han novelado. Por ejemplo, Emma Donoghue y su portentosa The Wonder.

Me queda claro que este es un autor al que de verdad vale la pena leer. Ya me lo había demostrado en Days without End. La tensión narrativa en el caso de Old God’s Time gira en torno a la cuestión de si fueron Tom y June los responsables de la muerte del sacerdote pederasta. Barry, por supuesto, deja ese cabo suelto. Que cada lector construya su propio desenlace.

Old God’s Time se publicó el año pasado tanto en castellano (Tiempo inmemorial, en Alianza Editorial, traducida por Laura Vidal) com en català (Temps immemorials, a l'Editorial Proa, amb traducció a càrrec d'en Marc Rubió).

21 sept 2017

Reseña: Days without End, de Sebastian Barry

Sebastian Barry, Days without End (Nueva York: Viking, 2016). 259 páginas.
El jovencísimo Thomas McNulty, quien con apenas 11 tiernos años de edad ha escapado de la hambruna en Irlanda que ha matado a toda su familia, conoce a John Cole, otro joven huido de la miseria, en algún lugar de Missouri. Podrían haberse enzarzado en una pelea a navajazos o a puñetazos, pero se hacen amigos y empiezan a compartirlo todo.

En su deambular llegan a una ciudad minera del medio-oeste, en donde encuentran un cartel en un salón-bar que ofrece trabajo a “chicos limpios”. El trabajo consiste en disfrazarse y maquillarse de mujeres, cantar delante de los mineros que no han visto a una mujer en años, y luego bailar con ellos. No es mal trabajo para quien no tiene oficio y sí mucha hambre.

Pero los años no pasan en balde – ni siquiera para dos adolescentes que se ganan la vida como travestis de salón – y tan pronto les salen los primeros pelos faciales el dueño del negocio tiene que deshacerse de ellos. En mitad del siglo XIX, las grandes planicies del centro de los Estados Unidos están abiertas a la aventura – la fiebre del oro está atrayendo a millones hacia el oeste del país, y para Thomas y John alistarse en el ejército no representa un gran dilema moral. En un mundo en el que “Los que no intenten robarme me darán de comer. Así es en América” (p. 258), ese sentido de la aventura está guiado por el instinto por la supervivencia.
Fort Laramie (ca. 1858-1860), en un cuadro de Alfred Jacob Miller (Walters Art Museum).
Thomas y su idolatrado John Cole viajan al oeste y participan en las campañas contra las naciones indígenas. El relato de estos combates es espeluznante. Thomas describe la injusticia, la brutalidad, las matanzas en uno y otro bando con una nota de realismo honesto, con significativa equidistancia respecto a la violencia propia de los ejércitos. Su narrativa está ribeteada de momentos líricos sobre elementos que, quizás en otros relatos, no se harían merecedores de ellos: el calor apabullante de las marchas por los llanos en verano, el frío mortífero de las ventiscas y heladas que deben soportar los soldados montados en escuálidos caballos, la suciedad y el hedor de los campamentos donde pernoctan.

Benvinguts al poble de Fort Laramie! 250 persones bones i sis rondinaires. Fotografía de Phil Nickell.  .
De la guerra contra los indios Thomas y John regresan con los bolsillos casi vacíos, como era de esperar, pero acompañados de Winona, hija de un jefe sioux, a la que tratarán desde entonces como a una hija. Vuelven a trabajar entre candilejas, y esta vez es Winona la que encandila al público. Pero entonces estalla la guerra civil entre Norte y Sur; Thomas y John vuelven a alistarse, dejando a su hija bajo los cuidados de su patrón y amigos. Tras varias batallas, descritas con todo lujo de detalles, pero siempre con el mismo tono ecuánime, son capturados y llevados al campo de prisioneros de Andersonville en Georgia. A algunos prisioneros los confederados los ejecutan sin más: a los de raza negra y a los que les prestan ayuda a los anteriores.

Monumento a los prisioneros de guerra en Andersonville (Georgia). Fotografía de David F. Ellrod. 
Concluida la guerra marchan a Tennessee a vivir y trabajar en la granja de un viejo amigo, aunque en el camino tendrán que hacer frente a una banda de forajidos sureños. ¿Habrán alcanzado por fin el sosiego que les permitirá vivir tranquilos? Para nada. Una mañana aparece Starling Carlton, viejo conocido de las campañas contra los sioux, que viene a llevarse a Winona para hacer un trueque de prisioneros. La hija de Thomas y John Cole por la hija del mayor Neale, que ha sido secuestrada por los indios.

La novela avanza hacia su desenlace a ritmo certero. Los giros y sorpresas son constantes, y no deja nunca de cebar la curiosidad del lector. Una historia que abarca veinte años de la historia del país cuya posterior influencia en el mundo sería decisiva, y del cual John Cole comenta (y podría comentar ahora): “Everything bad gets shot at in America . . . and everything good too [En América le disparan a todo lo que es malo… Y a todo lo que es bueno también].” Ahí tienes una idea que, aparte de actual e innegable, da muchísimo que pensar.

Lo que le otorga una excelente homogeneidad y coherencia textual a Days without End es la voz del narrador que crea Sebastian Barry. El verbo de Thomas McNulty tiene ese acento natural tan peculiar, un verosímil registro que uno puede todavía escuchar en partes de los EE.UU. – aunque se esté perdiendo en la neblina de los tiempos – y que a mí me recuerda a las películas de John Ford, en especial al posiblemente irrepetible John Wayne.

Ahora que el tuitero narcisista quiere prohibir que personas transgénero presten servicio en el ejército, viene de perillas esta obra de ficción en la que dos hombres mantienen su relación a lo largo de un largo tiempo en que el horror y el salvajismo que entraña toda guerra podría haberlos separado, y salen no solo vivos sino formando una familia con una joven víctima de algo en lo que ambos han participado.

Esta es una obra que debería quedar en esas odiosas listas de mejores creaciones literarias de esta década. De momento, Days without End fue galardonada con el Costa Novel Award de 2016, y recientemente estuvo en la lista larga de preseleccionados para el Man Booker, aunque no ha pasado el corte: Barry no está entre los seis finalistas.

6/1/2022: El libro está publicado en castellano como Días sin fin, en Alianza, con traducción a cargo de Susana de la Higuera Glynne-Jones.

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