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1 nov 2015

Reseña: Purity, de Jonathan Franzen

Jonathan Franzen, Purity (Londres: Fourth Estate, 2015). 563 páginas.

Franzen parece haberse convertido en un fenómeno planetario de masas. No me he molestado en comprobar lo que ha sucedido con otros idiomas europeos, pero las traducciones al castellano y al catalán de su nueva novela aparecieron apenas un par de semanas después del original en lengua inglesa. Purity ha sido promocionada a bombo y platillo en todas partes. Ya no causa sonrojo sino bochorno ver cómo los autoproclamados periodistas culturales se deshacen en elogios ante una novela que todavía no han leído, únicamente sobre la base de lo que dicen las solapas o los comunicados de prensa que les han puesto en el pienso.

Que Franzen es un narrador de grandes dotes y muy seguro de sí mismo nadie lo pone en duda. Personalmente, tras haber leído Purity, una larga novela con una trama extremadamente elaborada que se sale de los límites de la credulidad (que no de la verosimilitud, son cosas distintas), me queda la impresión de que al libro quizás le sobren páginas, que sin duda le sobra espacio dedicado al argumento, y que también es posible que le falte un algo más bien indefinible: esa suerte de genio literario que al buen amigo de Franzen, DFW, parecía sobrarle.

Purity es básicamente la historia de una amistad corroída por el paso del tiempo, pero sobre todo por un terrible secreto y las mentiras que lo acompañan. Los dos protagonistas de esa amistad truncada son un periodista investigador estadounidense, Tom Aberant, y un esclarecedor y un alemán llamado Andreas Wolf (un guiño al folklore que ve en el animal a un devorador de personas). Andreas, nacido en la ahora extinta RDA, es el hijo de uno de los dirigentes del régimen que creó la Stasi, y con el paso del tiempo y las cambiantes circunstancias pasa de ser disidente a director de una organización dedicada al hackeo, la filtración de informaciones comprometidas y la revelación de la Verdad. Así, con mayúsculas. Naturalmente, Franzen se cuida mucho de identificarlo con el australiano Assange: incluye el nombre de Assange en el texto unas cuantas veces para diferenciarlos explícitamente, y misión cumplida.

Pasen y vean...la función va a comenzar... Fotografía de jkb
Sin embargo, el primer capítulo de Purity trata de la joven que le da título a la novela, Purity Tyler (Pip). Pip ha crecido en el recóndito valle del San Lorenzo, en el condado de Santa Cruz (California), con su madre, quien nunca ha querido revelarle la identidad del padre. Acaba de egresarse de la universidad y, dados sus muy humildes orígenes, está endeudada hasta las cejas por el coste de sus estudios. Residente en Oakland, Pip trabaja por cuatro perras para una empresa de dudosa moralidad dedicada a exprimir oportunidades en energías renovables. En Oakland comparte casa con un extraño grupo de personas, entre ellas Dreyfuss, el dueño de la casa, próximo a perderla al no poder hacer frente a los pagos de la hipoteca. Cuando trae una noche a casa a un chico por el que siente cierta atracción, en un rocambolesco episodio no exento de ironía, termina arrinconad a por una visitante alemana que la somete a un extraño cuestionario, cuyas preguntas no tienen nunca respuestas incorrectas.

Las tranquilas aguas del San Lorenzo, a la espera del espíritu contradictorio de Anabel. Fotografía de Ken from Scotts Valley, USA   
Es en estos detalles en los que la destreza narrativa de Franzen se hace presente. Pip no lo sabrá hasta la parte final de la novela, pero ella es en realidad el nexo de conexión entre Aberant y Wolf. No quiero dar a conocer más detalles porque si lo hiciera, revelaría en buena medida la algo enrevesada trama de Purity, la cual es probablemente uno de los mejores ingredientes (si no el mejor) del libro.

El segundo capítulo, ‘The Republic of Bad Taste’ nos lleva a la RDA y narra la vida del joven Andreas, y cómo conoce a la hermosa Annagret, de la que se enamora perdidamente y por la que llegará a cometer un acto extremo e irreparable. Este capítulo ya había sido publicado en The New Yorker en el número correspondiente al 8 de junio.

Conforme uno avanza en la lectura de Purity, se da cuenta de la destreza con la que maneja Franzen los hilos de esta historia. Andreas consigue atraer a Pip a Los Volcanes, un paradisiaco lugar próximo a Santa Cruz (Bolivia), desde donde dirige su Sunlight Project iluminando la verdad y filtrando comunicaciones y datos que provocan escándalos y le confieren un estatus de celebridad mundial.

La pega que le pongo a Purity estriba en la necesidad real de las numerosísimas páginas dedicadas a la historia del fracaso del matrimonio de Tom Aberant y Anabel. Todos sabemos que existen siempre como mínimo dos puntos de vista por lo que respecta a una ruptura. ¿Es estrictamente necesario presentar ambos puntos de vista en una novela? Posiblemente no. El riesgo es agregarle muchas páginas superfluas a un libro, y como explicó Colm Tóibín en su reseña de la novela para The New York Times, Purity “depende más de una historia que de un estilo”.

Al igual que en Freedom, hay un capítulo de corte autobiográfico, narrado por Tom Aberant. Es, con mucho, de lo mejor de la novela, pero para cuando llegas a esta parte uno se ha leído ya cerca de 300 páginas. Como les ocurre a muchos con la tercera semana del Tour de Francia, que se puede hacer eterna.

En todo caso, puedo decir que he disfrutado de su lectura, la mayor parte del tiempo que le he dedicado. Y que me alegra el hecho de haber sacado el libro en préstamo de la biblioteca local en lugar de comprarlo – el espacio libre en las estanterías de mi casa es mínimo. Con sus 563 páginas, no es un librito.

Purity, como ya mencioné en el primer párrafo de esta reseña, ya está en las librerías tanto en castellano (Pureza, traducida por Enrique de Hériz y publicada por Salamandra), com en català (Puresa (Purity), traduïda per Ferran Ràfols Gesa i publicada per Empúries).

5 ago 2014

Leer sin interrupciones

Now I have that new-smartphone feelin'! Do you?
El día se compone de veinticuatro horas. De esas veinticuatro quisiera poder dedicar, cuando menos, una hora y media diaria ininterrumpida a la lectura, ya que no lo hago a la escritura. Hace ya más de dos años que decidí que no quería tener un teléfono móvil, inteligente o no. No estoy seguro de que esta negativa de carácter ludita tenga mucho que ver con lo anterior. Sí sé, en cambio, que algo tiene que ver con lo que hace un par de meses parecía molestar tanto al escritor y traductor Tim Parks, que escribió en un post titulado ‘Writing: The Struggle’ de su blog en The New York Review of Books lo siguiente:

“De lo que hablo es el estado de absoluta distracción en el que vivimos y de cómo afecta las energías muy especiales que se necesitan para abordar una sustancial obra de ficción—para sumergirse en ella y regresar una y otra vez a ella en numerosas ocasiones durante lo que pueden ser días, semanas o meses, retomando cada vez los hilos de la historia o las historias, el esquema  de referencias internas, el posicionamiento de la obra en el contexto de otras novelas y, de hecho, del mundo en un sentido más amplio.” (mi traducción)
Y no es solamente la lectura como actividad intelectual ininterrumpida lo que está en estado de sitio constante. También la escritura, aunque sea tan esporádica como la del blog. En el mes de julio Martin Duwell, quien publica mes a mes una habitualmente exquisita reseña de poesía australiana en Australian Poetry Review decidió suspender la correspondiente a ese mes porque estaba dedicando casi todo su tiempo libre a ver no solamente el Mundial de fútbol de Brasil, sino también los pases de ‘grandes partidos’ históricos de ediciones anteriores del evento balompédico por excelencia que la cadena SBS emitía por las mañanas aquí en Australia.

Se suponía que todas estas nuevas tecnologías iban a hacernos la vida más fácil. Y en muchos aspectos, así ha sido. Ya es posible hablar y ver con un teléfono a otra persona en la otra punta del planeta, algo que en algún momento de mi infancia formó parte de las ficciones que formaba en mi cabeza. Quizás con lo que no contábamos es con esta inacabable serie de interrupciones que causan las tecnologías de la comunicación. Volviendo a lo que nos contaba Tim Parks:

“…cuando leemos hay más pausas, interrupciones y reinicios más frecuentes, más aportaciones procedentes de otras partes,  menos refugios en los que acomodar la mente. No se trata sencillamente de te interrumpan; se trata de que tienes de hecho una tendencia a la interrupción. Es por ello que se necesita más y más energía  para mantener el contacto con un libro, en especial uno que sea largo y complejo.” (mi traducción)
En el mismo remedio hemos creado otra enfermedad. ¿Quién no ha sufrido la inoportuna interrupción de alguna interesante, no ya importante, conversación, sea con colegas, con amigos, o incluso con desconocidos? La máquina se adueña de la atención humana y crea en nosotros una artificiosa necesidad de atender a sus requerimientos.

Y no te pienses que la circunstancia de no disponer de un teléfono celular te va a hacer menos vulnerables a las interrupciones. También existe el factor humano.

Un día de la semana pasada recibí cerca de veinticinco llamadas de teléfono procedentes de algún centro de llamadas radicado en, probablemente, la India. En una de las llamadas decidí coger el silbato que uso ocasionalmente cuando ejerzo de árbitro en los partidos de fútbol australiano que juega el equipo al que pertenecen mis hijos. El interlocutor colgó al instante. En otra llamada, fingí no hablar inglés. “Me no English. Español, Spanish, ¿sí? ¿Habla español? Yo very little English. No comprendo English.” Creo que el pobre jovencito se quedó pasmado – estoy seguro de que era un jovencito, que se esclaviza diciendo las fantochadas que esas empresas que los explotan les exigen decir. Y no me vale que me digan que eso se arregla desconectando el teléfono: dado que trabajo en casa y gran parte de mis ingresos proceden de ese trabajo, la idea de desconectar una de las vías de comunicación que me permite conseguir trabajo remunerado es obviamente contraproducente.

Hace poco menos de un año, el novelista Jonathan Franzen, en un artículo que publicó The Guardian y que llevaba por título ‘What’s Wrong with the Modern World’ (‘Qué tiene de malo el mundo moderno’ – por cierto, parece que ya ha desaparecido de la web del diario británico) señalaba la aborrecible tendencia que nos empuja a centrarnos únicamente en el presente:

“…hoy, 53 años después, la queja primordial de [Karl] Kraus – que el nexo entre tecnología y los medios de comunicación ha forzado inexorablemente a la gente a enfocarse en el presente y a olvidarse del pasado – no puede sino sonarme sincera. Kraus fue el primer gran ejemplo de escritor en percatarse plenamente de cómo la modernidad, cuya esencia es el ritmo de cambio cada vez más rápido, crea en sí misma las condiciones para que se dé un apocalipsis personal. Naturalmente, puesto que fue el primero, los cambios le parecían distintivos y singulares a él, pero de hecho lo que hacía era consignar algo que se ha convertido en elemento fijo de la modernidad. Las experiencias de cada nueva generación son tan diferentes de las de la anterior que siempre habrá a quien le parezca que se ha perdido la conexión con los valores clave del pasado. Mientras dure la modernidad, todos los días le parecerán a alguien los últimos de la humanidad.” (mi traducción)

Hace apenas dos semanas que mi amiga F. comenzó a impartir clases en una universidad local, después de unos cuantos años sin haber pisado un aula como docente. Me confesaba que sus estudiantes no demuestran tener curiosidad alguna por prácticamente nada. Medio en broma, medio en serio, le dije que para mucha gente hoy en día aprender conocimientos puede que suponga una pérdida de tiempo, puesto que lo que realmente valoran es la rapidez con la que pueden acceder a la información que precisen en un momento determinado. Ya no se valoran ni la erudición ni la capacidad de almacenar conocimientos sino la preparación tecnológica que permite acceder a información, sea esta veraz o falaz.

Mi día, como el tuyo, se compone de veinticuatro horas. Y cada día que consigo leer una hora sin interrupción alguna es para mí una pequeña conquista. No sé muy bien qué clase de territorio pudiera ser el que estoy adquiriendo, ni siquiera sé si se trata de algo tangible o perceptible que pueda mostrar, como si fuera un trofeo de caza. Pero no me cabe duda de que es mío.


Y que nadie se piense que esto lo he escrito de una sentada. Eso, ya se sabe, es imposible.

21 dic 2011

Bájate el libro que quieras ¡gratis!


Räuber am Marmorsarkophag (Vanitas-Allegorie). Óleo de Willem de Poorter, 1668.

La polémica está servida: la autora Lucía Etxebarria anunció ayer que iba a dejar de escribir durante un largo tiempo porque las descargas de copias pirateadas de sus libros se comen significativamente las ventas, y según ella la situación ya no es sostenible. “Dado que he comprobado hoy que se han descargado más copias ilegales de mi novela [El contenido del silencio] que copias han sido compradas, anuncio oficialmente que no voy a volver a publicar libros en una temporada muy larga”, citaba el artículo que publicaba ayer el diario Levante-EMV.
Tras el anuncio, y como era (al menos en mi opinión) bastante previsible, Etxeberria ha sido el blanco de insultos por parte de esas hordas que parecen pensar que la propiedad intelectual no existe. Lo triste del caso es que ella haya sido insultada, cuando en su anuncio no utilizó ninguna palabra que pudiera interpretarse como insulto ni ofensa a los que creen que descargarse un libro pirata no supone un daño para nadie.
En este blog, muchas de las brevísimas visitas son de gente que busca bajarse una copia del libro que he reseñado gratis; es algo que se puede comprobar, porque los términos de búsqueda que Blogger asocia con las visitas suelen incluir las palabras ‘gratis’, ‘download’, ‘PDF’ o similares. Es algo que he venido observando en particular en el caso de Jonathan Franzen y su libro Freedom, pero comienzo a ver otros títulos (por ejemplo, Contes russos de Francesc Serés) entre las búsquedas de estos amigos de lo ajeno.
Es triste que un autor decida no escribir por este motivo; el hecho innegable es que España es uno de los países con un mayor porcentaje de descargas de copias pirateadas.
El diario inglés The Guardian se hacía también eco de la noticia, y recogía algunas de las críticas a la decisión de Etxebarria.
¿Por qué es tan difícil comprender que los conceptos de vocación y pasión por la literatura no obvian ni menoscaban el concepto de la propiedad intelectual? Por muy excesivos que resulten  ser los precios de algunos libros (y lo son, creo que no hay duda), éste es un hecho que no justifica para nada piratear la obra de un autor y repartirla por la Red sin que su autor reciba una (módica) compensación. Y no creo que nadie se atreva a negar que la mayoría de los autores reciben bastante poco por lo que venden.

Veremos cuántos pican gracias al título de esta entrada, y cuántos comentarios insultantes dejan. Tiempo al tiempo.

17 oct 2011

Cortesías en el ciberespacio: la libertad y el frenesí (a propósito de Libertad de Franzen)


Politeness
Source: Library of Congress Prints and Photographs Division, via Wikicommons
Creo que no exagero un ápice si digo que para muchos blogueros, el blog que mantienen es una zona mixta: a un tiempo espacio abierto al público lector y lugar íntimo (que no es lo  mismo que privado). Como lector, he querido que Notas Literarias sea una suerte de plataforma abierta desde la cual comparto mis opiniones sobre los libros que leo (erradas o acertadas, que de todo habrá) con cualquiera que visite el blog.

Pero algo realmente chocante sucede en el ciberespacio: tu blog puede de la noche a la mañana convertirse en casa Pepe. La gente entra y sale como Pedro por su casa. Esto es lo que ha estado ocurriendo con la reseña que hice a finales de junio de la novela Freedom (Libertad) de Jonathan Franzen.

En los últimos 30 días, la reseña ha recibido más de 1700 visitas, merced a la inclusión de enlaces a la reseña en un par de webs españolas. Un verdadero arrebato, considerando que antes, por lo general, el blog recibía apenas 300 visitas mensuales. La mayoría de los visitantes entran y salen en muy poco tiempo, decepcionados – imagino – al no encontrar el archivo de descarga gratuita (es decir, pirateada) que anhelaban encontrar. Como solemos decir en esas situaciones en Australia: Tough shit!

Durante un tiempo (apenas 24 horas) inserté una escueta invitación a los visitantes para que dejaran un comentario o hicieran una valoración rápida de la reseña. De los 1700+ visitantes, únicamente 4 personas (2 de ellas anónimamente) han dejado un comentario, mientras que solamente 6 han valorado la reseña como ‘Buena’. Finalmente, opté por borrarla.

Que los medios de comunicación han convertido esta obra de Franzen en un producto de consumo es un hecho innegable; a eso se dedican ciertos medios de comunicación. Los visitantes a este blog (a cualquier blog) tienen libertad de entrar y salir según les venga en gana. En el ciberespacio las pautas de cortesía son bien diferentes de las que se observan en un espacio físico: cuando uno visita la casa de otro, lo normal es saludar. Es habitual dejar comentarios en sitios como museos y casas-museo. De hecho, suele uno encontrarse libros a tal efecto. Pienso, no obstante, que no estaría de más dejar constancia de nuestra visita al espacio íntimo de los otros: unas pocas palabras bastarían. O  no.

28 jun 2011

Reseña: Freedom, de Jonathan Franzen


Jonathan Franzen, Freedom (Londres: Fourth Estate, 2010). 562 páginas.


Durante los ocho años de la presidencia de George W. Bush al frente de la administración del gobierno de los Estados Unidos, hubo un uso (y abuso) de la palabra ‘libertad’ para enmascarar oscuros propósitos e intereses que nunca han quedado del todo esclarecidos, y es evidente que las consecuencias de ese y muchos otros ‘abusos’ – por emplear un eufemismo – siguen candentes y continúan pagándose ahora, en muy diversas formas y en tierras muy lejanas del país adalid de la libertad.


El hecho de que Jonathan Franzen haya escogido esta palabra para darle título a su novela puede que no deje de ser sintomático de algo mucho más extendido, de unas dimensiones tan grandes que pase desapercibido en el considerablemente torpe transcurso de la vida contemporánea de la mayoría de la población de la especie Homo sapiens (¡) que habita este sufrido planeta.

Los personajes de Freedom anhelan alcanzar una aparentemente elusiva libertad individual en el marco de sus relaciones personales. Pero, ¿cuál será el precio de alcanzar esa libertad? Una vez la vislumbran, tan pronto alcanzan ese estado de aislamiento que, según parece, creían identificar con la libertad, su ánimo se desmorona. Joey, por ejemplo, termina por casarse de hurtadillas con Connie después de haber intentado romper la relación varias veces; Walter y Patty no saben vivir juntos, pero tampoco saben cómo sobrevivir cada uno por separado. Incluso Richard Katz, quien no parece dispuesto a ceder ni un ápice de su independencia, descubre que no puede estar solo. La contradicción es evidente y palmaria: puede que veamos la dependencia respecto a otras personas como una condena que nos priva de la libertad; en general, en cambio, la soledad suele ser mucho peor.

Freedom es, en mi opinión, una obra de mucho ingenio, en la cual Franzen demuestra una gran capacidad de observación. Al inicio de la novela, la narración nos presenta a los Berglund, una característica familia americana de clase media, a través de los comentarios que sus vecinos hacen de ellos. Esos comentarios constituyen el primer capítulo, que viene a ser uno de los mejores comienzos de novela que he leído en mucho tiempo. La perspectiva narrativa que adopta Franzen nos acerca a los Berglund desde el exterior hasta el núcleo familiar. Los padres, Walter y Patty, fueron en cierto modo los pequeños burgueses pioneros en un barrio pobre de la ciudad de St Paul, en Minnesota; entre los vecinos gozan de una cierta buena reputación. Son conocidos por sus modos liberales, pero desde un primer momento llaman la atención. Walter insiste en ir al trabajo en bicicleta incluso tras días de fuertes nevadas de febrero, y Patty es ‘a sunny carrier of sociocultural pollen, an affable bee’. Totalmente entregada a criar a sus dos hijos, Jessica y Joey, cuando este seduce a la chica de los vecinos y, ante la oposición de sus padres, se marcha de casa y se muda con su novia a casa de al lado, a Patty se le cae el mundo encima. 
Tras esta primera ración de sutil humor y agua observación no exenta de cierto ácido, Franzen nos brinda una supuesta autobiografía de Patty – titulada ‘Mistakes were made’, que por cierto recuerda a ciertas justificaciones a posteriori del anterior presidente – y escrita (nos dice la autobiógrafa) a sugerencia de su psicoanalista. A pesar de su efectividad en el grueso de la obra, esta es posiblemente la parte menos afortunada, literariamente hablando, de Freedom.

Hay una variedad de subtramas que mantienen el interés del lector en todo momento. La ambición de Freedom (si es que la tiene) es la de proporcionar un retrato un tanto irónico de la América de la primera década del siglo XXI, tras el trauma del 11-S y bajo el pleno control del poder por parte de la ideología neoconservadora del tejano Bush and friends.

De entre todas las subtramas que hacen avanzar la novela hacia su resolución, la más entretenida, y con creces la de mayor interés, me pareció la de Joey, quien a sus 19 años, y empujado por una ambición y una codicia desmedidas, se mete en unos negocios un tanto turbios: tras realizar un estudio para una empresa americana que maniobra para hacerse con el control de la producción de pan en el Irak post-Hussein, Joey firma un contrato por el cual se compromete a enviar piezas de recambio de un obsoleto camión de fabricación polaca al norte de Irak. Tras no encontrar nada en Polonia, viaja al Cono Sur para buscar piezas en Paraguay. El viaje lo hace con la ‘deseable’ hermana de un amigo, Jenna, para pasar unos días en un rancho cercano a Bariloche. En la lujosa habitación del rancho, Joey tendrá que buscar el anillo de bodas que un par de días se había tragado involuntariamente mientras con él en la boca. La imagen de Joey revolviendo sus heces hasta dar con el trocito duro y brillante de su sortija mientras Jenna golpea la puerta del cuarto de baño podría ser una excelente alegoría de esa década a la que antes hacía referencia.

El retrato que confecciona Franzen de la sociedad de comienzos del siglo XXI es demoledor: el dinero la corrompe, el ejercicio del poder la convierte en una gran masa cínica, privada de principios éticos. Walter, tras su caída en desgracia – en realidad, como solía decir el del chiste, se tira – mientras pronuncia un discurso bajo los efectos de potentes somníferos, se refugia en la naturaleza, y hacia el final de la novela emprende una interesante campaña contra los gatos y sus amos que no aceptan ninguna responsabilidad por lo que hacen. Como en los Estados Unidos, también en Australia los gatos domésticos suponen una grave amenaza para los pájaros.

La realidad que se va desvelando a Walter es que los problemas cruciales que afronta el planeta son insolubles. En última instancia, perdemos todos.

No es habitual encontrar ironía y sátira en la novela americana. Los británicos, sobre todo, pero también algunos autores australianos, suelen distinguirse más en el género. Freedom muestra toda una serie de marcas o retazos de sarcasmo y sutil desdén que encubren una profunda indignación, una enorme rabia.

Y como siempre que me es posible y me apetece hacerlo en estas reseñas tan poco convencionales, dejo aquí la traducción de un par de párrafos de la novela, a modo de anzuelo para incitar a su lectura. Son los dos primeros párrafos de Freedom:


La noticia sobre Walter Berglund no fue recogida en el ámbito local; él y Patty se habían mudado a Washington dos años antes, y ya no representaban nada en St. Paul. Pero no es como si la burguesía urbana de Ramsey Hill no fuera lo suficientemente leal con su ciudad como para no leer el New York Times. Según una larga y nada aduladora historia que llevaba el diario, Walter había hecho de su vida profesional en la capital de la nación un desastre absoluto. A sus antiguos vecinos les costaba horrores cuadrar los epítetos que el Times tenía sobre él (‘arrogante’, ‘prepotente’, ‘un riesgo ético’) con el empleado de IM, generoso, sonriente y ruborizado al que recordaban pedaleando en su bicicleta por Summit Avenue entre la nieve de febrero; parecía un tanto extraño que Walter, que era más verde que Greenpeace y además de extracción rural, anduviera ahora metido en líos al conchabarse con la industria del carbón y maltratar a la gente del campo. Pero bueno, con los Berglund siempre había habido algo que no era del todo conforme.

Walter y Patty fueron los jóvenes pioneros de Ramsey Hill – los primeros licenciados en comprarse una casa en Barrier Street desde que el viejo corazón de St. Paul había empezado a deteriorarse tres décadas antes. Pagaron prácticamente nada por la casa victoriana y luego se dejaron la piel durante diez años en renovarla. Al principio, alguien con mucha determinación les quemó el garaje, y les abrieron el coche dos veces antes de que pudieran reconstruirlo. Algunos moteros de tez requemada por el sol se reunían en los solares vacíos al otro lado de la callejuela, a beber sus cervezas Schlitz, a asarse salchichas y a darle gas a los motores a altas horas de la madrugada, hasta que Patty salió de casa en chándal y les dijo: ‘Eh, tíos, ¿sabéis una cosa?’ Patty no asustaba a nadie, pero tanto en el instituto como en la universidad había sido una deportista sobresaliente y poseía una especie de audacia atlética. Desde el mismísimo primer día en el vecindario había llamado irremediablemente la atención. Alta, con coleta, absurdamente joven, pasaba empujando el cochecito por delante de coches desvencijados, botellas de cerveza rotas y nieve vieja cubierta de vómito; puede que llevara todas las horas de su día en las bolsas de ganchillo que colgaban del cochecito. Uno podía ver en su estela los preparativos hechos, cargada de niños, para toda una mañana de recados, también cargada de niños; por delante tenía una tarde de radio de la cadena pública, el Libro de cocina para paladares distinguidos, los pañales de tela, la argamasa para muros de mampostería y la pintura de látex; luego, les leía Goodnight Moon, y por último un vaso de vino tinto. Ella era ya totalmente lo que apenas estaba comenzando a ocurrir en el resto de la calle.

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