Este es
un cuento que advierte sobre el peligro de escribir poesía. No es pues una
historia cualquiera, si bien podría decirse que reúne todas las características
para ser una historia cualquiera. De entrada, digamos que cuenta con un
personaje central, el protagonista, al que llamaremos Pen.
Pen
está atravesando una especie de crisis que algunos llamarían existencial. El caso es que a Pen le ha
dado por hacerse preguntas; su trending
actual es la introspección, pero con los ciento cuarenta caracteres que acepta
Twitter no tiene ni para empezar. Se pregunta Pen en determinadas ocasiones qué
sería de él si no se hiciera nunca esas preguntas, pues sabe con certeza que sí
existen personas que pueden pasar por este mundo y vivir toda una vida sin
examinarse a sí mismas.
Pen se
ha ido acostumbrando a experimentar la sensación, cada vez más fuerte, cada vez
más evidente, de que para muchas personas el ser que él fue ya no existe, como
si de verdad un poquito de su ser hubiera muerto
– cosa que bien pudiera ser cierta, pero eso es algo que no vamos a considerar
detalladamente. Decimos muerto, pero no muerto física o vitalmente, no, pues
Pen sigue respirando, comiendo, bebiendo, defecando y orinando, incluso de vez
en cuando, copulando, como todo hijo de vecino. Pese a todo lo anterior, Pen
suele acudir todas las mañanas a la oficina a trabajar, o a fingir que
realmente trabaja, o las más de las veces, simplemente a escribir.
En
realidad, son determinados lances de la vida diaria los que le refuerzan a Pen
esa sensación de haber muerto un poco; la sensación varía según los días, pero
por lo general ha alcanzado las máximas cotas de perceptibilidad en momentos
específicos, a saber: cuando sus congéneres callan palabras que posiblemente
debieran estar dirigiéndole o escribiéndole. La sensación puede sentirla en su
interior (es decir, que Pen llega a sentirse como muerto) o puede sentirla como algo externo y ajeno a su ser: como muerto en la conciencia de otros.
Dejemos claro en
este punto que se trata de una impresión, y que por lo tanto es una respuesta
subjetiva a su experiencia del mundo que le rodea.
Pen se
ha estado haciendo importantes preguntas sobre su identidad, su personalidad,
sobre cómo le perciben, cómo es visto (o, por el contrario, no visto). Mientras
mira por la ventana de su oficina – el lector debiera pues imaginárselo,
hacerse ese dibujo mental que tanto nos recuerda a la fotografía – Pen reflexiona
y medita quién es él en momentos perdidos en cualquiera de las muchas semanas
que tiene un año.
Añadamos
aquí una anécdota: con cada vez mayor frecuencia sus propios hijos se dirigen a
él como a través de un intérprete, evitando el esfuerzo de hablarle en la
lengua que ha tratado de enseñarles desde que nacieron. Como si Pen no
estuviera físicamente presente, esto
es, como si Pen fuera invisible o
estuviera ausente, o en el peor de
los casos, muerto. Y cuando Pen
protesta (algo dolido pero especialmente frustrado) y se queja, no sin cierta
ironía, de esa aparente invisibilidad o inexistencia suya, los pequeños se
ríen. Eso sí, lo hacen sin malicia.
Es muy
probable que, al fin y al cabo, los pequeñuelos vean este asunto como un juego,
quizás otro de los muchos juegos lingüísticos que Pen siempre ha practicado con
ellos, con la vana esperanza de instruirles o educarles en algo que, según
todos los indicadores, índices y tablas habidas y por haber, no sirve
prácticamente para nada en esta década del siglo XXI que ahora transcurre indolente
y decaído mientras Pen mira por la ventana, y que bien pudiera ser de muchísima
menos utilidad (por no decir una verdadera mácula en el currículo profesional
de cualquier persona) en veinte o treinta años.
Es en
el ámbito extrafamiliar donde esa intensa sensación de inexistencia ha venido cobrando dimensiones que quizá debiéramos
calificar de francamente intolerables. Resulta que muchas de sus
correspondencias (en su mayoría por medios electrónicos), surgidas a partir de
contactos que en su momento le resultaron indudablemente interesantes, en
ámbitos o entornos (llamémoslos así) no solamente profesionales sino
manifiestamente humanos, se rompieron de forma abrupta, se interrumpieron sin
él comerlo ni beberlo. Y lo hicieron desde el mismo momento en que Pen decidió
(de manera bastante humana, podría argumentar un observador externo e imparcial)
hacer partícipes a través de sus poesías a sus interlocutores y/o
corresponsales del hecho de que, en el más recóndito interior de su ser (lo que
algunos llamarían alma) vivía día a
día con un insoportable dolor.
En
efecto, el lector debe tomar buena nota de que fue el dolor lo que llevó a Pen
(a su vez ávido lector) a escribir poesía. Esa necesidad simplemente sucedió (por circunstancias que, a las
alturas en que nos encontramos de la estructura interna de este cuento, no
vienen al caso), y terminó por transformarse en (auto)exigencia de escribir
versos, poesías. ¿Le estaba dominando la voluntad algo ajeno y desconocido?
Lo hizo
– lo de escribir poemas – y tras varias semanas de denodados esfuerzos, tras
varios meses de revisar, corregir, enmendar y pulir versos, rimas e imágenes,
metáforas e incluso hipálages, quedó ciertamente satisfecho del resultado.
Sus
versos tenían ritmo y una rima impecable, y realmente – se dijo entonces Pen –
desbordaban emoción, rebosaban ternura, manaban llanto desde el primero hasta
el último verso. ¿Qué más se le puede pedir a unos poemas?
Pen
había estado asistiendo a diversas conferencias y simposios en los que,
haciendo gala de un candor invulnerable al desaliento, se empeñó en diseminar
sus versos. Quiso compartir la dolorosa magia de sus poemas con todos,
conocidos y desconocidos. Extenderse, o quizás hacerse ver un poquitito, o
simplemente estar presente en la foto, pero sin llegar nunca a reclamar una
posición predominante que no deseaba ocupar en ningún caso.
Un día
sucedió lo imprevisible. Fue durante una visita rutinaria al médico de cabecera
que la realidad se abrió ante sus ojos, de pronto, como una de esas puertas
automáticas en los grandes centros comerciales.
El
doctor le había estado haciendo las preguntas habituales sobre sus costumbres
sociales, y Pen – ingenuamente, todo hay que decirlo – las respondía sin
meditar mucho las respuestas. Mencionó de pasada que había escrito unos poemas,
y que tenía la impresión de que a poca gente le gustaban.
‘Pero
¿qué ha escrito usted en sus poemas, buen hombre?’ La pregunta del doctor le
sorprendió. Por pura coincidencia, Pen llevaba una copia en su maletín y se la
entregó al médico, quien, antes de tomarlos en sus manos adoptó la precaución
de ponerse sus guantes de látex; solo entonces los observó detenidamente, y
finalmente alzó los ojos por encima de las lentes de sus gafas para estudiar al
paciente.
No le
hizo falta decir mucho más que la palabra ‘virus’. Pen cayó de inmediato en la
cuenta de que había vertido tanta existencia propia interior, de que había
puesto un porcentaje tan alto de su identidad y de su ser en esos poemas que,
sin que fuera esa su intención, los había convertido en algo de mucho riesgo
para la salud de los demás. El doctor le hizo ver mediante unos diagramas y
unas cuantas expresiones especializadas que los versos de Pen, pese a ser
sublimes y bellos, podían inocular el peligroso virus causante de la altamente
indeseable introspección. Obviamente enojado por la situación de riesgo a la
que Pen le había expuesto con sus poemas, el facultativo le instó a salir de
inmediato de la consulta y a limitarse a leer sus poemas ‘en la más estricta
intimidad’.
Nunca
antes se le había pasado por la cabeza que la poesía pudiera ser un vehículo de
contagio.
Fue así
como se puso punto final a un periodo increíblemente extraño, que como ya hemos
dicho parece haberse caracterizado por una suerte de inexistencia, de invisibilidad,
de ausencia, o en el peor de los
casos, de muerte, dependiendo de
quienes sean los que se sientan la amenaza o perciban el riesgo de tan pavoroso
contagio.
Y no
obstante, a Pen le sorprendió averiguar que personas con las que hablaba todas
las semanas – individuos ya contagiados sin duda, o quizá inmunes al terrible
virus del que sus versos eran portadores – le aseguraban que eran muchos los
que inquirían sobre su estado de salud, y le hacían preguntas sobre él, sobre
cómo le iban las cosas. Escuchar esas palabras reforzaba la sensación de, si no
haberse muerto, al menos estar como desvanecido del mundo.
En
cierto modo, P debe estarle agradecido a su médico de cabecera, quien le
conminó a poner sus versos a buen recaudo, lejos de las conciencias de amigos,
conocidos y extraños con quienes pudiese en el futuro departir. La noticia,
claro está, podría haber llegado fácilmente a las manos de periodistas sin
escrúpulos de todo el planeta, y todo ello hubiera sido mucho, mucho peor para
P.
Incluso
a miles y miles de kilómetros de distancia debe haber quienes todavía teman el
contagio, y es muy probable que de forma sutil hayan decidido que de momento
deben seguir ‘invisibilizándolo’, o borrar su
misma existencia de su
confortable cotidianeidad, o en todo caso quizá mediatizarla, supeditándola a
una cómoda aunque desde luego ya manida
distancia de interposición.
Y así,
P sigue preguntándose, mientras mira por la ventana y finge estar trabajando,
quién es, o más bien en qué se ha convertido. Y cuando el sol, poco antes del
mediodía, brilla en el reluciente capó del 4x4 que alguien a quien no conoce aparca
en el exterior de la oficina e irradia con sus destellos sobre la sombría
mirada de P, surgen de sus labios inescrutables rimas contagiosas, temibles
cadencias cohibidas, virulentos versos heridos, líricas preguntas sin
respuesta.
ΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩΩ
This story is a warning
about the perils of writing poetry. It is not just any story, although it might
well be said that it has all the characteristics to be just any story. To start
with, let us say that it has a main character, the protagonist, who we shall
call Pen.
Pen is having a
crisis, of the kind some people would call existential.
The thing is, Pen has taken to asking questions of himself; his current trending is introspection, but the one
hundred and forty characters Twitter accepts are nowhere near enough for him.
Sometimes Pen wonders what would become of him if he would never ask such
questions, for he positively knows there are persons who can live in this world
and go through their whole lives without examining themselves a single time.
Pen has been getting
accustomed to experiencing the increasingly stronger sensation, more and more
evident, that for many people the self he used to be no longer exists, as if a
little bit of his self were truly dead
– which might well be true, but that is something we shall not consider in
detail. We say dead, but not dead in the physical, vital sense, no, since Pen
continues to breathe, eat, drink, defecate and urinate, even copulate every now
and then, just like any Tom, Dick Harry. Despite all of the above, Pen keeps
going to his office every morning to work, or to pretend he actually works, or
most of the time, simply to write.
Certain events in his
daily life actually reinforce in Pen the impression of being a little dead; the
sensation varies from day to day, but generally speaking it has reached its
highest marks of perceptibility in specific moments, namely: when his fellow
human beings unsay words they should likely be addressing or writing to him. He
may feel this sensation in his inner self (that is to say, Pen ends up feeling like dead) or he may feel it as
something external and alien to his self: like
dead to others’ conscience.
Let us stress at this
point that this is an impression, and therefore it is Pen’s subjective response
to his experience of the world around him.
Pen has been asking
himself important questions about his own identity, his personality, about how
he is perceived, how he is seen (or the opposite, unseen). While he looks out of
the office window – the reader should now imagine him, make that mental picture
that reminds us so much of photography – Pen reflects and ponders on who he is during
lost moments of any of the many weeks a year has.
Let us add an anecdote
here: his own children have been increasingly addressing him via an
interpreter, avoiding the effort of speaking to him in the language he has been
attempting to teach them from the moment they were born. As if Pen were not physically present, that is to say, as
if Pen were invisible or absent, or in the worst-case scenario, dead. And when Pen remonstrates (a
little hurt but mostly frustrated) and complains not without some irony, about
his apparent invisibility or inexistence, the little ‘uns laugh. True, they do
so without malice.
It is very likely
that, when all is said and done, the little ‘uns see this matter as a game,
perhaps just another one of the many language games Pen has always played on
them, in the vain hope of instructing them or educating them in something that,
according to all indicators, markers and graphs currently at our disposal and
in times to come, is practically useless in this decade of the crestfallen 21st
century that sluggishly goes by outside the window, something that might turn
out to be even less useful (not to say a real blemish in anyone’s professional
curriculum) within twenty to thirty years’ time.
It is outside his
familial setting where his sensation of inexistence
has been reaching dimensions we should perhaps call frankly intolerable. As it
happens, many correspondences (mostly via electronic means) developing as a
result of contacts that at the time were undoubtedly interesting, in settings
or environments (let us put it this way) not only professional but also
manifestly human, were abruptly broken, were interrupted for no apparent
reason. And they were so from the very moment Pen decided (in a very human
fashion, an impartial or external observer might have argued) he would through
his poetry share with those very interlocutors/correspondents the fact that in
the deepest recesses within his self (what some would call a soul) he was living, day after day, an
unbearable sorrow.
Indeed: the reader
should note that it was sorrow what prompted Pen (a very keen reader himself)
to write poetry. This need simply happened
(due to circumstances that, at this point in the internal structure of this
narrative, do not matter), and ended up becoming a (self)-imposed demand to
write lines, poems. Had his will been subjugated by something alien and
unknown?
He did it – write
poems, we mean – and after several weeks of tireless effort, after several
months of revising, correcting, amending and polishing up lines, rhymes and
imagery, metaphors and even hypallages, he was certainly satisfied with the
results.
The poems had rhythm
and faultless rhymes, and they truly – Pen told himself – overflowed with emotion,
they were bursting with tenderness and oozing tears, from the first to the very
last line. What else could you ask of poetry?
Pen had attended
several conferences and symposia where, showing candour impregnable to dejection,
he made sure his poetry would be disseminated. He wanted to share the painful
magic of his poetry with everyone, those who he already knew and those unknown
to him. To spread himself around, or perhaps to make himself be seen a little
bit, or simply to be in the picture, though never claiming a leading position
he did not wish to occupy in any case.
The unthinkable
happened one day. It was during a routine visit to his GP that reality opened
itself up suddenly before his very eyes, just like those automatic doors at the
shopping malls.
The doctor had been
asking him the usual questions about his social habits, and Pen – rather
naively, it has to be said, too – was answering them without thinking over the
answers. He did mention in passing that he had written a few poems, and that he
got the impression people did not like them.
‘What have you written
in those poems, you poor soul?’ The medico’s question took him by surprise. It
was a coincidence that Pen had a copy in his briefcase, which he handed over to
the doctor, who, before grasping it in his hands took precautions and put on a
pair of latex gloves; only then did he glance at them studiously, and finally
he raised his eyes above the glass rims in order to consider his patient.
He did not need to
make mention of little else than the word ‘virus’. Pen immediately realised he
had poured so much of his inner self, he had staked such a high percentage of
his own identity and being into those poems that he had unintentionally turned
them into a high-risk source to others’ health. The doctor made Pen understand
by means of some graphs and some specialised jargon that his poems, despite
their sublimeness and beauty, might inoculate the dangerous virus that brings
about the highly undesirable introspection. Perceptibly annoyed by the
hazardous situation Pen had exposed him to with his poems, the clinician urged him
to leave the practice and to restrict himself to reading his poems ‘in the
strictest privacy’.
It had never crossed
his mind that poetry could be a vehicle for contagion.
This put an end to an
incredibly strange period of time, which seems to have been characterised, as
we already said, by some sort of inexistence,
invisibility, absence or, in the worst-case scenario, death, depending on who it is that feels the threat or perceives
the risk of such frightful contagion.
However, Pen was
surprised to learn that people who he talked to on a weekly basis – individuals
who, no doubt, had already been infected, or were perhaps immune to the
appalling virus his poems were carriers of – assured him that many were the
ones who enquired about his health and asked questions about him, about how he
was faring. Hearing these things reinforced the sensation that, if not dead, he was at the very least vanished from their world.
Somehow Pen must be
grateful to his GP, who ordered him to put his poems in a safe place, far from
the consciences of friends, acquaintances and strangers with whom he might
converse in the future. The news, this much is clear, could have reached
unscrupulous reporters all over the world, and that all would have been far,
far worse for Pen.
Even thousands and
thousands of kilometres away there must be those who still fear contagion, and
they are likely to have subtly resolved that for the time being they must
continue to ‘invisibilise’ him, or
delete his existence from their own
everyday routine or in any case to hamper it by subordinating it to a
comfortable albeit by now obviously hackneyed interposing distance.
And so, Pen keeps
wondering, while he looks out of the window and pretends to be at work, who he
is, or rather what he has become. And when the sun, just before noon, shines on
the glittery bonnet of the four-wheel-drive someone he does not know keeps
parking outside his office and flickers on Pen’s gloomy eyes, from his lips pop
out contagious rhymes, frightening bashful cadences, virulent hurt lines,
lyrical unanswerable questions.